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‘Carol’, formas de extrañar el tiempo y cavar el espacio

Es Navidad y el matrimonio parece que todavía no desaparece del todo. Carol no pasará Nochebuena con su hija, porque su marido tiene que llevarla a casa de sus padres, que la esperan, como seguramente esperan a Carol (Cate Blanchett). Sin embargo, los padres —ni el marido— esperan a la madre y a la hija de la misma manera: una cosa es el espacio de los hijos y otra el espacio del matrimonio. Y, por supuesto, otra cosa es el amor. Cuando se despide, Carol le explica a su hija que no viajará con ella: Sometimes, for mommy and daddy there is not enough room in the same place at the same time. A veces, los espacios no están, o si están, ocupan otro lugar.

A veces es un tiempo que no debiera existir nunca. Carol, de Todd Haynes, ubica la historia a principios de los años 50 en Nueva York: Holiday Season en una tienda de departamentos, con muñecas que lloran de verdad y trenes que alcanzan altas velocidades en el enredado circuito que cabe en una habitación. En este lugar de colores pastel tan pálidos como la estricta obligatoriedad de consumo y asignación de la vida americana, se conocen Therese (Rooney Mara), una vendedora que preferiría estar sacando fotos, y Carol, una señora envuelta en una piel de visón, un matrimonio en decadencia y un secreto. Más bien, un secreto que se conoce pero que se elige dejar oculto, porque ha ocurrido una falta a esa asignación americana de espacios, lugares y consumos a, por ejemplo, vendedoras de la clase trabajadora y señoras de alta sociedad. El secreto es que a la señora Carol Aird le gustan las mujeres y parece que ya no quiere seguir fingiendo. Viendo ese lugar y ese tiempo, el consumo ha enseñado que las cosas tienen precio: fingir cuesta tanto o más que dejar de hacerlo.

A veces, si no hay espacio para dos personas en un mismo lugar al mismo tiempo, existe un tiempo en el que dos personas no ocupan un [mismo] lugar al mismo tiempo. Esta situación en la película es la posibilidad del amor, de una condición amorosa que tiene que ver con su asignada falta social, indudablemente, pero sobre todo con la salida que ésta plantea a las asignaciones. La salida para Carol y Therese sería la siguiente: al mismo tiempo, no estoy, ni ella tampoco. ¿Dónde? Antes, ¿dónde no? En ese espacio asignado, ocupado porque así funcionan las cosas, esas cosas de las que no hay que salirse nunca. Y, luego, ¿dónde sí?

No sería preciso hablar de ellas fuera de esas cosas: no aparecen arrojadas fuera del espacio, sino en una extraña posición, cavando el lugar que ya no ocupan en este espacio, buscando en él otro. Tenemos la impresión de que ambas atraviesan momentos diferentes en su búsqueda y la diferencia es, básicamente, la capacidad de reconocer y aceptar las pérdidas. “No entiendes porque eres muy joven”, le dice una vez Carol. Entender un deseo de escapar para que el amor sea no es lo mismo que entender un divorcio y una custodia en juego. La diferencia está en saber de dónde se puede salir y de dónde no. ¿Salir a dónde, para qué? Ésta es tal vez la pregunta más importante de la película, una historia donde la ansiedad, generada por los espacios cerrados de la asignación y el consumo diario de esta idea de asignación, es un cavar constante. Una decisión ante la que aparece una lectura escéptica: cómo ellas pueden existir, cómo su tiempo —ese tiempo de las cosas del que no se puede salir— se los permite, preguntamos. Podemos responder con la misma pregunta: ese tiempo es el de las cosas, de las formas, de esas maneras en las que se ocupa un lugar en el espacio. La libertad es posible por esa asignación de formas, que no es hipocresía. Se cava para adentro, pero dentro de ese espacio, eso es lo posible y esa es la libertad. Y se cava no para la definición de una identidad —o no solamente—, sino para la encarnación de esta identidad en ese lugar posible. Hacer existir el lugar y desaparecer el a veces. Nunca no existe más.

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