Urquiola gana premio de cuento en México
Rodrigo Urquiola ganó la versión 47 del Premio Latinoamericano de Cuento Edmundo Valadés, convocado por la Secretaría de Cultura y Turismo del Estado de Puebla, en México. Es la primera vez que un escritor boliviano consigue ese galardón.
Con el cuento Senkata, Rodrigo Urquiola ganó la versión 47 del Premio Latinoamericano de Cuento Edmundo Valadés, convocado por la Secretaría de Cultura y Turismo del Estado de Puebla, en México, el concurso más antiguo que se convoca en América Latina y que se entrega a un solo relato.
En promedio se presentan 500 cuentos de todo el continente cada año, hubo alguna vez que los participantes sobrepasaron los 1.000. Es la primera vez que lo gana un escritor boliviano.
El escritor paceño también consiguió, en 2017, el primer lugar del XLIV Concurso Municipal de Literatura Franz Tamayo con su cuento Arbol.
La Razón, en su edición impresa, publicará este sábado una entrevista exclusiva con el galardonado. A continuación, un extracto del cuento ganador.
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Senkata
El último gol lo hizo Eleuterio, el capitán del equipo, era él quien pateaba los penales.
Es curioso cómo ciertas cosas parecen dar círculos, ya sean amplios o pequeños, el tamaño lo determina el tiempo que separa lo uno de lo otro, para repetirse de alguna manera.
Antes de que él pateara, yo ya sabía que iba a ser un remate fuerte y esquinado a la derecha del arquero rival. Igual que hace diez años, la primera vez que salimos campeones. Era en el mismo arco, el más próximo a la avenida principal, cuyo asfalto distaba apenas tres cuadras. Había cambiado la cancha, ya no era de tierra sino de césped artificial. También había cambiado la manera en la que salimos campeones esta segunda vez; fue muy difícil, el subcampeón, un equipo de Apaña, nos dio dura batalla. La primera vez lo habíamos logrado invictos, fue más sencillo. El premio, ahora que habíamos crecido, era un par de toros, ya no un chancho como cuando éramos juveniles. Y ahora nos correspondía celebrar con cerveza, ya no con gaseosas. Cuando dimos la vuelta olímpica, cada uno de nosotros tenía dos botellas de Paceña en las manos.
Nos quedamos hasta tarde en la cancha, las cajas de cervezas se amontonaban alrededor de nosotros. Ya nos habíamos olvidado del fútbol y hablábamos de otras cosas. Milton, el gordo que me había quitado mi polera 9 la primera vez que fuimos campeones, el mismo gordo cuya madre se ocupaba de pagar el derecho de cancha de cada partido para que su hijito jugara aunque sea el primer tiempo, decía, llorando:
–Es mala mi mujer –los mocos cayéndole como si fuera un niño. –Quiere irse a su pueblo, no le gusta la ciudad. Mala es. Floja es. No quiere cocinar. Sólo quiere bailar.
–De huevadas chillas –dijo alguien, no reconocí la voz, apenas el rostro borroso–. Miralo al Mendoza. Peor le va.
Algunos se rieron. Mendoza, que estaba sentado sobre una caja de cerveza, se levantó:
–¿Qué has dicho, mierda?
–Que no tienes mujer –dijo Milton.
–No –corrigió Huallpa. –Que tu mujer es una puta. Todos los del equipo nos la hemos dado. Hasta el gay del Milton.
Casi todos rieron. Mendoza estaba con Macarena desde hace un año y un poco más y ya habían tenido una hija. Pero todos sabíamos que ella era la más fácil de toda Chasquipampa. Mendoza se enojó, empujó a Huallpa.
–Callate, indio –le dijo.
–Aquí todos somos indios, el único jailón es el Milton –bromeó Eleuterio interponiéndose entre ambos. –Fijate bien, Mendocita, tu wawa no se parece a vos. Fijate bien. Clarito está. Por tu bien te decimos. ¿Acaso eres negrito?
Huallpa se rio y esto enfureció a Mendoza. Se dieron un par de puñetazos. Sangraron las narices. Me levanté, tambaleante, y abracé a Mendoza. Los demás le gritaban a Huallpa que se callara. Pero él insistía, gritaba y reía, hacía gestos obscenos. Mendoza era mi amigo, no iba a pelearse conmigo, por eso le dije:
–Calmate, carajo, no hay que pelearse por una mujer. Vámonos, ya estoy mal. Y no vale la pena ese cabrón.
Huallpa había estado con Macarena años antes de Mendoza. Y todos decían que el primer hijo de ella era suyo, pero él nunca había querido reconocerlo.
–Hijo de puta, hijo de puta –decía Mendoza y los dientes le chirriaban, las venas de las sienes sobresalían y el sudor bañaba su frente, era difícil agarrarlo, me arrastraba. –Hijo de puta, Huallpa, hijo de puta, indio de mierda.
(14/09/2018)