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Los refugiados reemplazan a los sultanes en las ruinas de un palacio de Afganistán

Sobre las laderas del río Helmand, en el sur de Afganistán, yacen los restos de una milenaria ciudad real, pero los arqueólogos temen por el futuro de este excepcional conjunto, actualmente ocupado por centenas de personas desplazadas que han huido del conflicto.

En un saliente del lecho casi seco del río, a las afueras de Lashkar Gah, capital de la provincia de Helmand, aparece un sorprendente complejo de palacios color arcilla, con sus contornos desgastados por el tiempo. Los locales lo conocen como Qala-e-Kohna, el «viejo palacio» y data del siglo XI. Los arqueólogos lo llaman Lashkari Bazar y se extiende en una superficie de 10 kilómetros.

Es el único ejemplo conocido de una residencia de invierno de la dinastía de los sultanes Ghaznevid, y posteriormente de la Ghorid. Ambas dinastías reinaron entre los siglos X y XIII en una región que incluye el Afganistán actual y el norte de India.

«No hay ningún lugar en el mundo islámico que tenga algo de este género, un conjunto así de coherente, elaborado y, pese a todo, relativamente bien conservado», declaró a la AFP Philippe Marquis, director de la Delegación Arqueológica Francesa en Afganistán (DAFA).

Pero estos monumentos, hechos de ladrillos y tierra, se ven amenazados por las construcciones modernas de la ciudad en expansión, y por la presencia de familias que huyeron de zonas rurales donde los talibanes tomaron el control.

Estos refugiados se han instalado en medio de los arcos decorados, de las torres parcialmente derrumbadas y de los nichos que hace poco contenían pinturas y esculturas.

Los nuevos ocupantes han instalado ventanas, puertas y alambres, y han recubierto los muros de una mezcla de arcilla y paja para evitar que se derrumben.

Un sitio para los fantasmas

La «casa» de Agha Mohamed, un policía de 33 años, está compuesta de dos pequeñas salas con muros altos entre los que viven 11 personas.

En una de las salas colocó un techo de bambú del cual pende una cuna precaria en la que descansa Navid Ahmad, de dos meses, enfermo de tuberculosis.

«Cuando cayó el distrito de Nad Ali (cerca de Lashkar Gah) donde vivía, me vine aquí», contó Agha.

«Quiero que el gobierno me dé un lugar para vivir. Mire las fisuras del techo, tengo miedo de que me caiga encima una noche», agregó.

Centenares de personas viven en el lugar, muchos son familias de policías que no tienen dinero para alquilar una vivienda. No reciben ninguna ayuda y no tienen acceso a la electricidad ni al agua.

«Debería de tener el apoyo del gobierno, porque yo he perdido a tres hijos que le sirvieron y los talibanes se quedaron con mi casa», expresó Bibi Halima, de 48 años, quien huyó del distrito vecino de Grishk, donde arrecian los combates.

Este es «un lugar para los fantasmas, no para los humanos», lamentó Judai Nazar, de 54 años, otro desplazado.

«Todas las casas están llenas de viudas (…) Si nuestros hijos mueren, nadie los cuida», agregó Sayed Agha, de 55 años.

Conservar el sitio

La DAFA descubrió este lugar en los años 1950, enterrado en la arena, y desde entonces no se han realizado verdaderos trabajos arqueológicos. Se identificaron los palacios, la mezquita y otros edificios anexos, como los talleres de cerámica y artesanía o las neveras que permitían mantener los alimentos frescos.

También se descubrieron las famosas pinturas compuestas de escenas raras para una época en la que la representación realista de seres vivos ya era mal vista en las sociedades musulmanas.

Estas pinturas, que habían sido llevadas en el museo de Kabul, fueron posteriormente destruidas o robadas tras la guerra civil de los años 1990, y de ellas solo quedan fotos.

A Philippe Marquis, director de la DAFA, le preocupa la destrucción causada por los invasores y saqueadores, y teme también los efectos del calentamiento global, que podría provocar una crecida del río capaz de arrasar el sitio.

Le gustaría transformarlo en un parque arqueológico que involucre a los desplazados en su preservación, para que se ganen la vida y puedan vivir en otro lugar.

«La paradoja es que, a su manera, la gente protege el lugar, porque es su casa», admitió.

Shah Mahmud Haseat, autor de un libro sobre esta joya arqueológica, es más escéptico sobre el futuro del lugar.

«Yo he intentado convencer (al gobierno) de proteger el sitio, pero no hacen nada», reclamó. «Realmente tenemos miedo de que nuestra historia sea destruida».