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Cuadrillas de ‘Hércules’ conservan el antiguo trabajo de porteador en Estambul

En una calle oscura de Estambul, un camión aparca con un remolque cargado de enormes fardos de tejido. Seis hombres esperan en fila india, listos para cargar a su espalda un paquete que tres hombres convencionales apenas podrían levantar.

Entre ellos está Bayram Yildiz, un fornido hombre de 1,85 metros y 105 kilos. Es un «hamal», uno de los cientos de porteadores que se despliegan desde la madrugada en este barrio de mayoristas a dos calles del Gran Bazar de Estambul.

Con el torso encorvado bajo más de 100 kilos de mercancía, él y sus compañeros cargan y descargan camiones, o trepan con habilidad por estrechas escaleras.

«Soy mitad Hércules, mitad Rambo», bromea Bayram, de 40 años, que asegura poder cargar hasta 200 kilos. El padre de familia, que lleva 20 años en este trabajo ancestral, gana «200, 300 liras» por día (20, 30 dólares), y a veces más.

Detrás de él, un hombre avanza al ralentí. De perfil, solo se pueden ver sus piernas. Su cara, su dorso y sus brazos han desaparecido tras el enorme fardo blanco que transporta.

«Es el peor oficio, pero no hay otro», dice Osman, que lleva 30 años como porteador.

En este barrio donde se vende ropa, tejidos o cortinas al por mayor, casi todo se transporta a espaldas de fornidos hombres. Se ven carretillas con ruedas por todos lados, pero de poco sirven para subir a las diferentes plantas.

Para repartir el peso de la carga y estabilizarla, llevan una especie de plataformas colgando de los hombros hechas de paja, cuero y tela, parecidas a las usadas por los porteadores del Imperio otomano.

En esa época, la mayoría eran armenios. Ahora, este oficio, que pasa a menudo de padres a hijos, lo ejercen mayoritariamente kurdos originarios de las provincias de Malatya y Adiyaman (sureste).

«Los de Malatya y Adiyaman supieron ganarse la confianza» de los comerciantes «en una época en la que no existían teléfonos móviles» y todo dependía del boca a oreja, explica el historiador Necdet Sakaoglu.

Según él, fue a principios del siglo XIX con el reinado del sultán reformista Mahmut II (1808-1839) cuando Estambul, entonces Constantinopla, contó con más porteadores.

Pero todavía hoy, en las bulliciosas calles del casco viejo donde apenas hay ascensores, «los porteadores son una necesidad», asegura.

Este trabajo está acabado

La mayoría trabajan en brigadas bajo la autoridad de un jefe. Es él quien asegura la coordinación con los marchantes y distribuye la paga a final de jornada. Cada cuadrilla controla una pequeña zona.

«Si trato de ir allí, no me dejarán. Es su barrio», explica Mehmet Toktas, un porteador independiente, señalando las calles vecinas.

Desde hace 30 años, este hombre, que llega a los 50 años con un físico de luchador, trajina seis días a la semana con paquetes en la espalda por las siete plantas de un inmueble donde hay instalados 120 mayoristas de textiles.

«Aquí, somos cuatro, cinco personas. Los más mayores marcharon, yo soy el único que ha quedado», dice debajo de un neón que ilumina pálidamente el pasillo de la planta baja donde pasa gran parte de sus días.

«Antes se pagaba bien, ganábamos más que el salario mínimo (menos de 370 dólares brutos mensuales). Pero ahora, con la cantidad de trabajo a la baja, no aporta tanto», lamenta el padre de cuatro niños.

Sin seguro ni seguridad social, Toktas, que dice ganar entre 150 y 200 libras (15-20 dólares) al día, trata de preservar su espalda para seguir trabajando hasta los 60 años.

«Todos los que son más viejos que yo se han hecho operar las rodillas o la espalda», asegura.

En el barrio, estos trabajadores tienen aspecto envejecido, con cabellos blancos y piernas secas como de jirafa. Algunos trabajan hasta los 70 años pese a las hernias y las rodillas destrozadas.

Para los mayoristas del barrio son indispensables. «Son un eslabón al que no podemos renunciar», dice Kamil Beldek, tras el mostrador de su minúscula tienda.

«A nosotros lo que hacen nos parece muy difícil. Pero para ellos es fácil», asegura.

Mehmet Toktas todavía se siente útil, pero cree que «el oficio está acabado». Los pisos superiores de su inmueble «están todos vacíos», porque algunos mayoristas han preferido irse lejos del centro.