Coches en llamas, miembros de cuerpos sin vida desperdigados sobre el asfalto y sendas columnas de humo que se elevaron sobre el cielo de Damasco. Así amaneció la capital siria después de que dos fortísimas explosiones golpearan las inmediaciones de un edificio famoso por las torturas de la policía secreta.

    Los dos atentados suicidas, de los que se desconoce una autoría nítida, dejaron claro a los observadores de la ONU presentes en el país que el alto el fuego mediado hace un mes es a estas alturas una entelequia. Los ataques más sangrientos desde el inicio de la revuelta siria han avivado además los temores a una guerra civil, en un país dividido por las tensiones interreligiosas entre la mayoría sunnita y la minoría shiíta en el Gobierno, apoyado por Irán.

     Ningún grupo se ha atribuido los ataques, pero el régimen de Damasco se apresuró a culpar a “los terroristas”, —según su terminología, los grupos opositores— de la matanza. El Ministerio de Exteriores sirio ha pedido a la ONU que “tome medidas contra los países, grupos y agencias de noticias que practican y fomentan el terrorismo”, en alusión a cadenas como Al Yazira, a las que acusan regularmente de incitar a los opositores. Desde el inicio de la revuelta, Damasco ha acusado a elementos extranjeros de promover las protestas y financiar a los grupos rebeldes armados con el fin de desestabilizar al régimen.

Un gran cráter horadado en medio de la carretera de circunvalación de la ciudad daba una idea de la potencia de los artefactos explosivos utilizados en los atentados. La agencia oficial de noticias Sana ha publicado fotos terribles de vísceras tiradas por el suelo y fragmentos de cuerpos sin vida. Más de 9.000 personas han muerto desde que se vieran las primeras manifestaciones al calor de la primavera árabe. Las fuerzas de seguridad reprimieron protestas inéditas en un país gobernado durante cuatro décadas con puño de hierro por la familia Assad