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Friday 11 Oct 2024 | Actualizado a 16:22 PM

Torres, Melgarejo y el Boom

El libro sobre los dictadores no existió; ‘Las cartas del Boom’ no existirá. Los escritores de hoy en día no se mandan cartas

Ricardo Bajo

/ 10 de enero de 2024 / 10:51

Melgarejo y Torres nacieron en Cochabamba. Los dos fueron militares. Los dos murieron lejos de Bolivia. Los dos fueron asesinados; uno en Lima y otro en Buenos Aires. Torres y Melgarejo son los dos únicos bolivianos citados en Las cartas del Boom, libro que recoge por primera vez las 207 misivas que se mandaron Fuentes, Gabo, Vargas Llosa y Cortázar entre 1955 y 2012.

Hay otros bolivianos que no son citados con nombre y apellido. Sobrevuela Marcelo Quiroga Santa Cruz, uno de los intelectuales que firmó una carta dirigida al general Alfredo Ovando pidiendo la amnistía para el francés Régis Debray, el argentino Ciro Bustos y cuatro guerrilleros bolivianos del Ejército de Liberación Nacional (los benianos Antonio León Domínguez Flores y Orlando Camba Jiménez Bazán; el orureño José Paco Castillo Chávez; y el paceño Eusebio Tapia Aruni).

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El comité de colaboración de Casa de las Américas, desde La Habana, emitió una declaración a finales de 1969 exigiendo la liberación de los “Seis de Camiri”. Cortázar y Vargas Llosa firmaron la declaración. ¡Qué tiempos aquellos cuando el Gran Jefe Inca (como le llama García Márquez en los encabezados de algunas cartas) pedía la libertad de guerrilleros!

El que sí sale citado con nombre y apellido es Melgarejo. ¿Y qué coño tiene que ver el tarateño con el Boom? En 1967, Carlos Fuentes, el gestor cultural de los cuatro, tiene la genial ideal de hacer un libro con perfiles de dictadores. Al primero que se lo cuenta es a Mario. Y propone varios títulos: Los Patriarcas, Los Padres de la Patria, Los Redentores, Los Benefactores. 

Fuentes convence a la editorial francesa Gallimard, a la italiana Feltrinelli y a la inglesa Jonathan Cape para que publiquen lo que será “uno de los libros capitales de nuestra literatura”. Y habla con Alfredo Guevara para que Cuba haga una edición de gran tiraje. El mexicano (Águila azteca para sus cuates de cartas) comienza a hacer la lista: “Cuba, Carpentier, Machado; México, Fuentes, Santa Anna; Colombia, García Márquez, Tomás Cipriano de Mosquera; Venezuela, Otero Silva, Juan Vicente Gómez; Perú, Vargas Llosa, ¿Prado o Sánchez Cerro?; Chile, Edwards, Balmaceda; Paraguay, Roa Bastos, Francia; Argentina, Cortázar, Eva Perón”.

Entonces Fuentes hace una confesión brutal: “no conozco a un boliviano capaz de entrarle a Melgarejo”. Ni a ningún haitiano que se anime con Papa Doc, dirá más tarde. Vargas Llosa, que se decide finalmente por Cerro, bautiza la idea: “será la crónica negra de nuestros inverosímiles patriarcas”. Y añade: “este trabajo de equipo sería una bofetada formidable a todos los pequeños maquiavelos sudamericanos que andan empeñados en dividirnos y enemistarnos”.  Pasarán más de mil años y algunas de esas amistades no sobrevivirán.

A la lista definitiva se suman: “Monterroso, Somoza; Claribel Alegría, Maximiliano Martínez; Martínez Romero, Rosas. Y… Pepe Donoso, Melgarejo. Un chileno va a escribir la semblanza del cochala Melgarejo. Entonces el maleficio boliviano cae con todo sobre el proyecto. El libro no existirá jamás.

Fuentes había “fusilado” la idea del libro Patriotic Gore, 30 retratos de escritores de la Guerra Civil Estadounidense. Iban a comprar —con las regalías— una villa para “escribanos latinos expatriados en la costa amalfitana”.

El Boom fue un boom de lectores, no de editores. La literatura latinoamericana apareció en el mapamundi y comenzó a jugar de tú a tú a los rivales. Las cartas del Boom, un archivo epistolar maravilloso, viene a demostrar —una vez más— que ningún escritor es una isla, que hay que apoyarse en los otros, que hay que unirse. Eso hicieron los cuatro. Hasta que apareció el caso Padilla y las discusiones políticas. Y los egos/celos. Y el puñete.

(Nota mental uno: si el lector espera alguna infidencia sobre la pelea entre Vargas Llosa y García Márquez en un cine mexicano en 1973, se queda con las ganas. Ni una línea sobre el ojo morado del Gabo. Eso sí, agradecerá chismes de alto vuelo, como la invitación de Fuentes a Cortázar a probar “unos hongos alucinantes” en la sierra mixteca o la aerofobia del mexicano y el colombiano).

¿Y Jota Jotita Torres? ¿Cuándo aparece en este mambo? Octavio Paz le pide a Fuentes que le pida a Vargas Llosa una entrevista al General Torres que acaba de sufrir un golpe de Estado y se ha exiliado en Perú. Mario responde: “no entiendo nada de lo que pasa en Bolivia”. (Nota mental dos: ¿cuándo entendió Varguitas algo de lo que pasa en Bolivia?).

El libro sobre los dictadores no existió; Las cartas del Boom no existirá. Los escritores de hoy en día no se mandan cartas. Ni van al cine ni van al teatro, ni comen hongos mágicos para soñar.

(*) Ricardo Bajo es un pinche periodista

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Muerte y martirio en Palestina

La fotógrafa palestina Ahlam Shibli expone en el Museo Nacional de Arte 30 obras para no olvidar la lucha del pueblo palestino

Campo de Refugiados Nuevo Askar, una fotografía de Ahlam Shibli en la serie ‘Muerte’.

Por Ricardo Bajo H.

/ 25 de agosto de 2024 / 05:37

Son fotografías alrededor de la muerte. Podían ser de cualquier lugar del mundo pero son de Palestina, donde la parca es omnipresente. Cualquier día puede caer una bomba en tu casa, sin comerlo, ni beberlo. Como en Gaza. No importa que estés en un hospital o en una iglesia o mezquita. La bomba te caerá igual. Ni estando cerca del mar, en la playa, te salvarás. Cualquier día pueden llegar militares armados hasta los dientes con tanques y “bulldozers” arengados por colonos armados con rifles de asalto y quitarte la casa de tus padres, la casa de tus ancestros, la que tenía olivos en el jardín. Como en Cisjordania. Muerte es el título de la serie de la fotógrafa palestina Ahlam Shibli. Llega al Museo Nacional de Arte de La Paz procedente de la 35ª Bienal de São Paulo. Estará hasta mediados de octubre.

Veo (foto uno) un mural con unos barrotes y una llave pintada en la entrada de la casa de los Shalabi. Tienen un hijo, Anan, condenado a cadena perpertua en las cárceles de Israel. Tienen doce familiares más en prisión. El “grafitti” es memoria y dignidad.

Ahlam Shibli nació en la Palestina histórica, en Haifa, en 1970. Vive entre Alemania y su patria. Tiene varias décadas registrando la ocupación ilegal de tierra árabe/palestina por parte de Israel y su política colonialista (condenada por Naciones Unidas). Ha presentado sus trabajos en las bienales y certámenes más importantes del arte y la fotografía del mundo como la Documenta de Kassel (Alemania), el Centro Pompidou de París, la Bienal de Busán (Corea del Sur) y la Tate Modern de Londres, entre tantos otros.

Hace doce años se fue a Nablus/Naplusa para documentar el fenómeno político de los mártires de la causa palestina, presente en las calles y casas de esta ciudad, cuna de una gran mayoría de miles de palestinos muertos durante la Segunda Intifada (2000-2005).

Un diario personal capturado por la cámara de Ahlam Shibli en Palestina.
Un diario personal capturado por la cámara de Ahlam Shibli en Palestina.

Veo (foto dos) una tienda de verduras y un cartel que muestra a los mártires Abd al-Rahman Shinnawi, Amar al-‘Anabousi y Basim Abu Sariyah de las Brigadas de los Mártires de Al-Aqsa. Junto a ellos, otro retrato, de Naif Abu Sharkh, líder de las Brigadas Al-Aqsa de Naplusa, la “ciudad rebelde”. El afiche tiene un adhesivo con un puño en alto con los colores de Palestina y la leyenda: “queremos que la ocupación fracase. Boicot a Tapuzina [un refresco israelí]. Iniciativa Nacional Palestina”.

(“No regresaré hasta que plante mi paraíso en la tierra o consiga mi paraíso en el cielo o bien muera yo o juntos muramos todos”, Ghassan Kanafani).

En la Gaza de hoy no hay fotos de militantes en las calles. En Gaza, hoy, no hay calles. Y los muertos (más de 40.000) no pertenecen a ninguna de las doce organizaciones armadas palestinas que resisten la ocupación y el genocidio (algunas islamistas, otras de partidos políticos de izquierda). En la franja, la gran mayoría de asesinados bajo las bombas sionistas son niños, niñas y mujeres. Su único delito: ser palestinos, haber nacido en Palestina. Todos se preguntan hoy lo mismo: ¿dónde está la humanidad? ¿para el pueblo palestino no existen los derechos humanos? La enfermedad de la polio, erradicada en todo el mundo, azota a la infancia palestina de Gaza por el bloqueo criminal y genocida de Israel.

Veo (foto tres) un cementerio. Es el cementerio de Naplusa. Hay una tumba con una piedra en forma de mapa. Es la Palestina histórica, la Palestina anterior a la “Nakba” (desastre) de 1948 (año de la creación del estado de Israel por una imposición de Naciones Unidas tras el fin de la II Guerra Mundial y el sentimiento de culpa de Europa y Estados Unidos por el holocausto nazi).

La fotógrafa Ahlam Shibli —una de las fotógrafas palestinas más prestigiosas de las últimas décadas— no solo toma imágenes, también graba videos y documenta injusticias. Registra. Para que la memoria perdure. Para que los genocidas no se salgan con la suya. Ahlam habla con las familias palestinas. Las madres cuentan que las fotos de los mártires en el “living” de sus casas compensan la pérdida y el sentimiento de vacío que trae la muerte de sus seres queridos que ahora son héroes; ya no morirán.

Cementerio de Naplusa, ciudad del norte de Cisjordania, en Palestina.
Cementerio de Naplusa, ciudad del norte de Cisjordania, en Palestina.

Las imágenes de los mártires transmiten orgullo, dignidad, lucha. Están de pie, armados, prestos a luchar y caer. “La muerte es un medio de reconocimiento para los palestinos que abrazan la lucha armada. Se están sacrificando por la nación palestina”, dice la fotógrafa en una entrevista con medios brasileños cuando se inaugura esta misma muestra en la Bienal de Sao Paulo, Brasil. “La muerte en resistencia nunca se olvida”. Los que ya no están se hacen presentes de nuevo.

Veo cartas, tarjetas de condolencia y diarios personales (fotos cuatro y cinco). Veo corazones y flores. Es el diario del preso Diyas al-Lidawi, escrito en 2008. Expresa su sufrimiento ante la falta de libertad e independencia de su país, Palestina. Y el amor hacia su familia que sabe que nunca lo verá libre por las calles de su pueblo.

Veo una carta de “Alá” Akoubeh, enviada desde la prisión de Majedo a su madre y su hermano Hisham. En una misiva de diciembre de 2010, el preso pide a su hermano que lleve a su hijo al tribunal para que pueda ver en persona por primera vez a su querido sobrino. Hay también cartas dirigidas a “La Madre de la Resistencia”, una mujer palestina que durante la Segunda Intifada puso su casa, su trabajo y su dinero a disposición de cualquier miembro de la resistencia palestina que llamara a su puerta en el barrio de al-Kasaba en la ciudad de Nablus/Naplusa.

Veo la fotografía de un preso en la pared de la casa de su hermano en el campo de refugiados de Balata, en marzo de 2012. Es  Bashar ‘Einab. Una vez al mes los prisioneros/rehenes palestinos en mazmorras israelíes se pueden sacar una imagen y mandarla a sus familiares. Antes tienen que comprar esa foto a sus carceleros que lucran con ella.

Una pintura en homenaje a los mártires de la segunda intifada, capturada por Ahlam Shibli.
Una pintura en homenaje a los mártires de la segunda intifada, capturada por Ahlam Shibli.

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No hay nadie en Palestina que no tenga un padre, un hijo, un hermano, un primo asesinado o preso por luchar. Recuerdo a la treintena de familiares asesinados bajos las bombas de Israel en el norte de Gaza que tiene el presidente de la comunidad palestina en La Paz, el doctor Ayman Altaramsi. No sé como hace para despertar todas las mañanas y seguir viviendo.

Veo (foto seis) más tumbas. Las de Yamen Faraj y Amjad Mulaitat, comandantes de las Brigadas Abu Alí Mustafá, la rama militar del Frente Popular para la Liberación de Palestina (FPLP). Ambos fueron asesinados en julio de 2004 tras una incursión militar israelí en su comunidad. Después las viviendas de sus familias fueron demolidas sin piedad. Como siempre.

Las fotos de la artista Ahlam Shibli cuentan/preservan la historia de su pueblo. Sus imágenes no pueden ser destruidas como hace el Ejército de Israel con los monumentos en las calles en reconocimiento a los combatientes palestinos. Una estatua se puede bajar como un fetiche (como hace la ultraderecha venezolana con las estatuas del comandante Hugo Chávez Frías, como hicieron los golpistas con bustos del presidente Evo Morales en 2019 tras el golpe cívico militar) pero no se puede tumbar una idea, bajar un sentimiento. Ya lo dijo Pablo Neruda: “Podrán cortar todas las flores, pero no podrán detener la primavera”.  El arte perdura para que los corazones no olviden, para volver a escribir relatos de resistencia.

Veo (foto siete) un cartel luminoso dedicado a ‘Anan Shalabi en la calle que lleva a la casa de su familia. Detrás hay otro con dos retratos, también es luminoso. Conmemora a los mártires Yasser Shawish y Kamal Mallah.

Un cartel luminoso en la ciudad de Nablus en tributo a ‘Anan Ahalabi.

Pasacalles en la ciudad vieja de Nablus-Naplusa, fotografiado por Ahlam Shibli.

Una tumba con el mapa de Palestina en el Cementerio de Naplusa.

Cinco cartas y fotos del preso Bashar ‘Einab en la casa de su hermano en el campo de refugiados de Balata.

Hay más fotos tomadas en los campos de refugiados de Balata y Askar Novo. Hay pintadas que dicen cosas como estas: “Ni la prisión ni la guardia me aterrorizan / prisionero Haitham Ka’abi / hijo de la resistencia de Balata / detenido en agosto de 2006”. 

En la ciudad vieja de Naplus un pasacalle muestra (foto ocho) a Naif Abu Sharkh, rodeado de sus camaradas. Y otra frase en árabe: “No hay lugar para la retirada, todos los líderes al frente. / No hay lugar para la debilidad, la victoria es nuestra guía. / No hay lugar para la humillación, lejos de mí el ocupante”.

La exposición fotográfica de Ahlam Shibli está colocada como si fueran una película, un cómic, como si fueran fotogramas/viñetas de una pesadilla. Ninguna foto está aislada de la otra. Cuentan historias, ignoradas por la industria del cine, por los canales de televisión hegemónicos, por el omnipresente aparato de propaganda israelí que controla pantallas, grandes y chicas. Las fotos de Ahlam Shibli luchan contra la invisibilización del pueblo palestino. Contra esa estrategia sistemática del sionismo que convierte a los palestinos en bestias, para así justificar su aniquilamiento como pueblo. Sus fotos de muerte y martirio son Palestina, un pueblo que pelea por la vida.

Texto: Ricardo Bajo H.

Fotos: Ahlam Shibli, Museo Nacional de Arte, Ricardo Bajo

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El viento es nuestro

‘Con el sol en la retina’ es un tierno/íntimo homenaje de un hijo (el director Miguelangel Estellano Schulze) a su viejo

Ricardo Bajo

/ 21 de agosto de 2024 / 11:18

«¿Pueden ver la casa?» Héctor, el chico, nos pregunta a todos. Todos somos cincuenta espectadores en El Gallinero, espacio teatral autogestionado en Tembladerani. Es el estreno de Con el sol en la retina, del elenco Escena Porcina. Podemos ver la casa. Una mesa, una silla, unos mates, una percha, un agujero, un horno para hacer pan, una vieja radio, un periódico, unos cuantos libros. Y un guitarrista, en el fondo oscuro. Podemos ver un hogar, un cálido hogar, de los de antes, corroído por el olvido. Son destellos.

Héctor (el joven y solvente actor Matías Laguna) recuerda su infancia, una época compartida con el padre. No sabía entonces que era feliz, no sabía que su padre, Chicho, iba a partir al exilio. El padre (un Pedro Genaro Grossman en su mejor momento) se ha olvidado de todo. Padece demencia senil. Lee el diario, se hace unos mates. Más tarde vamos a saber que es uruguayo porque el hijo recuerda un llavero con una pelotita de Peñarol, el Carbonero de Montevideo.

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Héctor celebra el cumpleaños de papá, trae torta y quiere cantar con el viejo. Lo cuida, lo mima. Con el sol en la retina habla del amor y cuidados de un hijo; esta vez no cuida la madre, no sostiene la hija.

“Dile a ella que se vaya”, dice Chicho. Los cincuenta del Gallinero no vemos a nadie. Más tarde vamos a saber que el padre en el exilio formó otra familia. “Fue ese día que empezaste a perder”, dice el hijo que no juzga, que solo pregunta; el hijo que sabe que padre no puede volar con tanta carga/culpa.

Los recuerdos de Héctor sirven para combatir el olvido. «¿Cómo llegaste a Bolivia? ¿Cómo escapaste de los milicos?». Chicho la cuenta otra vez. La vive otra vez. Guarda la bandera que parece la cubana, regala el reloj, marcha hacia la frontera, navega de nuevo. “El lago es nuestro mar”, dice.

Así vence a la demencia, a la locura. Y entonces se fuga de nuevo de la isla de Coati. Y entonces cae prisionero y las torturas siguen ahí porque nunca se fueron. El hueco, el serrucho, la carne podrida, el matadero, donde hacían de las suyas los carniceros. “Desde entonces, el silencio”. A partir de ahora, el abrazo de un hijo y un padre, para siempre.

Con el sol en la retina habla de sueños y dolores; de batallas perdidas y ganadas; de olvidos y recuerdos. De corazones que explotan, de balas y tiros, de persecución y tortura. De una vida, de una muerte. De esa locura necesaria para que gire el mundo; de ausencias. Del llamado ensordecedor del mar. De luchar por un futuro mejor. De recuerdos que son medicina.

El hijo evoca. Trae libros de piratas de siete mares, trae la historia de un padre Dédalo y su hijo Ícaro, prisioneros en otra isla sagrada (esta vez de Creta). Más tarde vamos a verlos volar para escapar, no van a perder las alas por acercarse al sol. “Te estoy esperando”, dice el hijo sin rencor. Fue cuando entró al laberinto (esta vez no era el de Creta).

La madre es el tercer personaje (ausente/presente). ¿Pueden verla? No, no la podemos ver pero está ahí, siempre lo estuvo, cuando padre se fue. “Yo no te culpo, ¿pero mamá?”. El cuarto personaje es el mar. El añorado mar uruguayo, al que padre nunca más volvió.

Con el sol en la retina es un tierno/íntimo homenaje de un hijo (el director Miguelangel Estellano Schulze) a su viejo, al recordado Washington Pipo Estellano, hombre de teatro y lucha, exiliado en ese inmenso mar sin olas llamado altiplano. Es una despedida cargada de poesía, de futuro.

El quinto pasajero es una guitarra, sutilmente acariciada por Gabo Guzmán Dávalos, escondido tras bambalinas, en la penumbra, listo para el recuerdo del olvido. Trae, no libros, sino canciones para viajar al pasado, para recorrer el mundo del revés; nada el pájaro y vuela el pez, como susurraba María Elena Walsh. Para sobrevolar el mar, el exilio y el laberinto.

El olor a pan recién hecho se expande por todo El Gallinero. Los cincuenta estamos inmersos en un periplo sin retorno a la infancia, a nuestras cálidas casas maternas/paternas, a las playas con castillos de arena. Los destellos/fragmentos del olvido se han evaporado. Los dos, Héctor y Chicho, padre e hijo, cantan un viejo tango de Aníbal Trolio, ese que habla del último organito que va de puerta en puerta, ese que muele canciones para que llore el ciego, ese ciego que fuma y fuma sentado en el umbral, como el querido Pipo.

Padre e hijo son ahora piratas que suben hasta el mástil más alto de la mesa. Van a toda vela, libres. Los dos navegan el mar de la locura. Han vencido el rencor, han derrotado al olvido. Ya pueden despedirse en paz. El viento es suyo, el viento es nuestro.

(Con el sol en la retina estará este viernes 23 en Casa Grito, San Miguel; 19.30 y 20.45; preventa Bs 40, en puerta Bs 50; reservas: 77722200)

(*) Ricardo Bajo es un pirata sin barco

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Laime Yujra, nudos de esperanza

La galería Neo de San Miguel acoge 11 obras de Cristian Laime Yujra, una nueva mirada sobre los mercados populares

Por Ricardo Bajo H.

/ 18 de agosto de 2024 / 06:13

Cristian Laime Yujra está de vuelta. Su nueva muestra se llama Nudo. Se exhibe en el nuevo espacio de la galería Neo (de Canela Ugalde, hija del recientemente fallecido Gastón Ugalde). Las obras conviven con una vieja máquina inglesa de grabado y con alumnos y alumnas de talleres de cerámica, dibujo, diseño, pintura. Son 11 cuadros donde no aparece su madre, marca de estilo. O por lo menos eso parece. Son 11 obras para gozar de lo cotidiano bajo una mirada diferente, con los ojos detenidos en cada detalle revelador. Son nudos pero también algo más que nudos; son relatos entrelazados de resistencia, ingenio y trabajo.

Dice Laime Yujra que su mamá está detrás de cada “quipu”, de cada “k’epi” callejero. Dice Cristian que los mercados populares han marcado su vida (y ahora su obra); y que los nudos de hoy son la esperanza de un mañana.

Entre plásticos y puestos, rozando el abstracto, vemos una bandera boliviana y un Illimani. La tricolor está atravesada por cuerdas, lista para ser vendida. “El Resplandeciente” se ve reflejado. Ni la patria ni la montaña son las mismas a toda hora. Depende de tu mirada, depende de tu lugar, depende de tu enredo.

– El nudo es el gran protagonista de esta muestra. ¿Qué significa esta figura?

– El nudo, en esta muestra, simboliza la interconexión de las realidades cotidianas de los mercados populares de La Paz y El Alto. Es una representación visual de la resistencia, la adaptabilidad y la unión de lo que a simple vista podría parecer inconexo.

Los nudos reflejan la fuerza de las relaciones humanas, las tradiciones arraigadas y la lucha diaria por la supervivencia. Son también una metáfora del poder de los vínculos que, al igual que los nudos, mantienen unidas las vidas de las personas, sosteniendo el tejido social de estas ciudades unidas por lazos invisibles o que no queremos ver.

– ¿Cuáles son los “lazos eternos” y cuáles son nudos de hoy para mañana?

– Los lazos eternos son aquellos que trascienden el tiempo, representando conexiones profundas y duraderas: la familia, las tradiciones culturales y el sentido de comunidad que ha pasado de generación en generación en estas alturas. Estos lazos están tejidos en la identidad misma de las personas y son difíciles de deshacer. Los nudos de hoy son las conexiones que nos dan las esperanzas de un mañana, probablemente incierto, son los testimonios en los cuales daremos fe de nuestra existencia.

– Es la primera exposición donde no vemos a tu madre.

– Hay un nudo presente en cada uno de los seres humanos, que nos une al lazo maternal, esa conexión umbilical aún existe, persiste, y me niego a dejar, o no me deja. No debería. La presencia de mi madre es omnipresente, porque de cierta manera vi la vida de un nudo a otro, envuelto en aguayos y fajas anudadas, atado a la espalda de mi madre con un gran nudo en el pecho. Para mi supervivencia, vi la infancia entre mercados, ferias y calles en el mercado Rodríguez, la Buenos Aires, el cementerio y la Ceja de El Alto, donde ella fuera ambulante y después comerciante. El nylon y el nudo aún persisten en mí; y la presencia de mi madre es inevitable en cada pincelada que doy.

–¿Estás en un período de transición?

– Efectivamente busco la transición, tratando de no repetirme, si bien tomo elementos que ya he trabajado, buscar nuevos mundos, explorar nuevos horizontes.

– Incursionas en Nudo en otros géneros, incluso rayando el abstracto, ¿estás probando nuevas propuestas/temáticas?

– Siempre ando en esa búsqueda constante, a veces el progreso técnico, pero también un progreso conceptual, creo que en el equilibrio entre ambos radica la noción de arte.

– En algunos de los cuadros pareciera que el óleo se sale del cuadro, como si fuera una red comunitaria, ¿cuál es la intención?

– Salir del esquema formal, ser y no ser tradicional al mismo tiempo. Sé que no es novedad, pero siendo honesto, añadirle algo de ilusión óptica, generar esa duda, en el lector-espectador del ¿cómo está hecho? para que luego se pregunte, ¿por qué lo ha hecho?

La ilusión del tiempo’, de Layme Yujra, es una pintura que retrata de forma inusual al Illimani.
La ilusión del tiempo’, de Layme Yujra, es una pintura que retrata de forma inusual al Illimani.

– Abordas en Nudo la cotidianeidad de los mercados, dominados por el omnipresente plástico y los “k’epis”. No caes, sin embargo, en la tentación del retrato de las vendedoras, de las mujeres de pollera, tan manido. Te concentras en cosas, en objetos, en ataduras, en ladrillo, en conexiones. ¿Por qué?

– Al concentrarme en los objetos, en las ataduras y en las conexiones, quiero resaltar la esencia invisible pero imprescindible de las vidas de las personas que habitan estos espacios. Los mercados son un universo propio donde cada objeto, cada nudo y más aún cada ladrillo cuenta una historia, a menudo más allá de lo que las palabras pueden expresar.

El plástico, los “k’epis” y los nudos que ves en mi obra son representaciones de la lucha diaria, de la creatividad y de la resistencia de las personas que, aunque no estén físicamente retratadas, están profundamente presentes en cada elemento. En cada obra de arte que nace al atardecer y muere en la madrugada por que son esculturas nocturnas, son ataduras somnolientas; cada nudo se cierra con un sueño y se desata con una esperanza.

Estos objetos, a menudo vistos como inanimados o comunes, están cargados de la energía y el esfuerzo de las vendedoras, de las cholas. Es una manera de hablar de ellas sin mostrarlas directamente, enfocándome en los signos de su trabajo y vida cotidiana.

– El único cuadro que se sale de esta nueva temática es un Illimani, reflejado con imperfecciones. Parecieran reflejos del Salar de Uyuni o en del mismo Lago Titicaca. La obra se llama La ilusión del tiempo. Nunca había visto así al “Tata” Illimani, por partida doble. Me recuerda a la primera vez que Borda pintó la montaña desde los cielos. ¿De dónde te ha venido esa imagen?

– La ilusión del tiempo surgió de una reflexión sobre la percepción y la memoria que tenemos de los símbolos más arraigados en nuestra cultura. El Illimani es una figura imponente y constante en la vida de quienes vivimos cerca de él. Sin embargo, quise explorar cómo ese símbolo puede distorsionarse, cómo nuestras percepciones y recuerdos pueden crear versiones alteradas de lo que conocemos tan bien.

La idea de reflejar el Illimani es un juego visual que desafía ínfimamente la realidad, creando un espejo en el que las imperfecciones no son defectos, sino reinterpretaciones de un tiempo y un espacio que son tan fluidos como nuestras memorias y experiencias.

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Esta obra se diferencia de las demás en la muestra porque no trata directamente con los objetos cotidianos y las conexiones humanas inmediatas, sino con un símbolo más grande que trasciende lo cotidiano. Es una meditación sobre la permanencia y el cambio, sobre cómo incluso lo que consideramos inmutable, como el Illimani, puede ser percibido de manera distinta dependiendo de nuestro contexto y estado emocional.

– El otro cuadro que llama la atención es una bandera boliviana atada con cuerdas. Su título: Made in Bolivia.  ¿Es una metáfora de nuestro enredo?

– Totalmente, es metáfora, testimonio y anécdota. Es una lectura de un país en venta, un estado como mercancía, donde todo problema radica en que nos estamos vendiendo, creo que el contenido va más allá del contexto actual. Viene desde la construcción de nación fragmentada, dividida, caótica en sus pliegues. Puede que sea la visión de un cuadro pesimista, pero como todo en la vida y más en esta obra, viene a ser ambivalente. Estos nudos que aprietan son también los lazos que nos unen, ancestros comunes que atan un país con todas sus virtudes y defectos.

Cristian Layme Yujra expone en la galería Neo de San Miguel, en La Paz.

– Cris Lanza ha filmado recientemente un documental sobre tu vida y obra, ¿qué nos vamos a encontrar?

– La idea era mostrar, en principio, el porqué de los retratos de mi madre pasando por algo de mi historia personal, y lo que me precede, algo de mi contexto. No lo vi aún pero según supe que está participando del Concurso Municipal de Video “Amalia Gallardo”, así que creo que no sería prudente hablar del documental por ahora.

*Neo Galería se encuentra en la calle José María Zalles, número 19, del barrio de San Miguel frente a Casa Grito.

Texto: Ricardo Bajo H.

Fotos: Ricardo Bajo Herreras y Galería Neo

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Miedo. Muerte. Memoria

Esto es un paseo por el LUM, museo estatal de la memoria en Lima, que tiene un espacio final para la ofrenda.

Por Ricardo Bajo H.

/ 11 de agosto de 2024 / 06:12

Salgo del LUM con el corazón hecho un chuño. El recorrido de dos horas largas me ha dejado en silencio, triste. Mis pies me llevan por las escaleras hacia el balcón de piedra que me asoma el mar. Me vienen a la cabeza poemas de César Vallejo. Esos que hablan de golpes en la vida, tan fuertes. Tuve la misma sensación cuando hace unos años salí del campo de concentración nazi de Buchenwald, en Weimar (Alemania). Las humillaciones, los asesinatos, las ejecuciones, las torturas, las bombas se ceban sobre los cuerpos. Dicen que el dolor puede ser terapéutico. Dicen que el silencio de las víctimas viene siempre de la mano del silencio de una sociedad muda e impávida.

Salgo del LUM al tercer nivel donde hay un espacio para la ofrenda, un lugar para la reflexión, la introspección y el intercambio de ideas. ¿Cómo seguir adelante después del horror? Leo los datos. Entre 1980 y 2000, según las estadísticas de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación del Perú, 69.280 personas murieron de manera violenta por motivos políticos y 20.511 fueron desparecidas. El 40% de las muertes y desapariciones ocurrieron en Ayacucho.

Hasta 2018, el Registro Único de Víctimas había identificado a 33.500 víctimas fatales con nombres y apellidos. Las preguntas continúan en mi cabeza: ¿por qué es necesario conocer el pasado? ¿por qué en Bolivia no tenemos/contamos con museos/lugares de la memoria? ¿será por eso que repetimos errores/golpes/masacres?

Rondas campesinas en Ayacucho. Foto de Ned Hugo Alarcón.
Rondas campesinas en Ayacucho. Foto de Ned Hugo Alarcón.

Leo frases que han dejado los visitantes desde la inauguración de este museo de la memoria en Lima, cerca del océano. Están en una pared de corcho, preparada para ser intervenida. Veo un dibujo hermoso a lápiz de María Elena Moyano, la “Madre Coraje”, dirigente vecinal de Villa El Salvador, asesinada por Sendero Luminoso en febrero de 1992. Alguien ha escrito junto al retrato un “gracias por no rendirte”. Mientras leo esas oraciones en el espacio para la ofrenda, mi “ajayu” regresa. Frases anónimas —hermanadas en el dolor y la esperanza— como esta me devuelven el alma pequeña: “los lúgubres caminos hoy se tiñen de un nuevo futuro”.  Me vienen al recuerdo poemas de Javier Heraud, otro poeta peruano. Esos que dicen así: “Yo no me río de la muerte pero a veces tengo sed y pido un poco de vida”.

El LUM (Lugar de la Memoria, la Tolerancia y la Inclusión Social) está en el barrio limeño de Miraflores. Fue inaugurado en diciembre de 2015, siendo presidente de la República del Perú Ollanta Humala Tasso. Se puso la primera piedra en noviembre de 2010 bajo el gobierno de Alan García Pérez. Está en la bajada de San Martín hacia la playa.

Es un edificio de estilo minimalista a base de cemento, piedras y vidrios templados. Es un museo estatal sobre el miedo, la muerte y la memoria. En su entrada están esculpidos en piedra los 30 artículos de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. El noveno es uno de los más cortos: “Nadie podrá ser arbitrariamente detenido, preso ni desterrado”. Me acuerdo de Unamuno, otro poeta, nacido en mi ciudad natal (Bilbao): “me destierro a la memoria / voy a vivir del recuerdo (…) / Os llevo conmigo, hermanos / para poblar mi desierto / cuando me creías más muerto / retemblaré en vuestras manos”.

Se tiene un espacio dedicado a los objetos y fotografías de los desaparecidos.
Se tiene un espacio dedicado a los objetos y fotografías de los desaparecidos.

Hace unos años, la derecha peruana —en esta época de vigoroso negacionismo— atacó en un particular cruzada al LUM. Dijeron que el museo no mostraba en su repertorio los crímenes de Sendero Luminoso y del MRTA (Movimiento Revolucionario Tupac Amaru). Dijeron que se ensalzaba de manera apologética a estas dos organizaciones armadas. Dijeron mentiras. La memoria siempre estará bajo ataque. Lo que molestaba y molesta a la derecha y a la ultraderecha del hermano país es que también se exhibe en el LUM el horror del terrorismo de estado, de las violaciones de los derechos humanos, ejecutadas ante el silencio de muchos por parte de los gobiernos de Fernando Belaúnde Terry (1980-85), Alan García Pérez (1985-90) y Alberto Kenya Fujimori Inomoto(1990-2000).

La primera planta/nivel del museo lleva por nombre “afectaciones”. Son los hechos de violencia y cómo afectaron a las personas, a los pueblos. Veo una foto de una urna en Chuschi (Ayacucho). Es mayo de 1980. Tras 12 años de dictadura militar, se vota para elegir presidente. Sendero Luminoso realiza su primera acción y quema las urnas en ese pueblo de mayoría campesina/quechua. Es el inicio de la “guerra popular”, el origen del “conflicto armado interno” (término acordado por la Comisión de la Verdad y la Reconciliación). Junto a las fotografías, se proyectan videos. En uno de ellos escucho a Mario Vargas Llosa reflexionando sobre la importancia de la memoria.

Las prendas exhumadas de niños enterrados en fosas clandestinas como la de Putis me congelan el alma. En diciembre de 1984, más de 123 personas (incluyendo al menos 19 niños) de las comunidades aledañas a Putis, en Huanta-Ayacucho, fueron obligadas a cavar una poza (les dijeron que iba a ser una piscifactoría) para después ser asesinadas por miembros de las fuerzas armadas. Según la Comisión de la Verdad y Reconciliación, hubo 4.400 fosas clandestinas, de las cuales solo se han podido descubrir 2.200.

La historia del pueblo Asháninka me sobrecoge. Esta nación originaria, ubicada en la región amazónica de los departamentos de Junín y Cerro de  Pasco, perdió al 22% de su población entre 1980 y 2000. Más de 6.000 asháninkas fueron asesinados y más de 10.000 obligados a huir. Sendero Luminoso controló el acceso a la zona y mantuvo a sus habitantes en cautiverio. Las mujeres fueron esclavizadas y los niños obligados a tomar las armas en filas senderistas. En 1989, ante el asesinato por parte del MRTA del líder asháninka Alejandro Calderón Espinoza, este pueblo valiente conformó en Puerto Bermúdez sus primeros comités de autodefensa, el denominado “Ejército Asháninka”.

El mural junto al espacio de ofrenda, lleno de mensajes en honor a los desaparecidos.
El mural junto al espacio de ofrenda, lleno de mensajes en honor a los desaparecidos.

Junto a los organigramas de Sendero Luminoso (surgido en una universidad pública y liderado por Manuel Rubén Abimael Guzmán Reynoso) y del MRTA (liderado por Víctor Alfredo Polay Campos), leo esta frase: “SL y MRTA desataron la violencia. Fuertes desigualdades sociales y la ausencia del estado en muchos lugares facilitaron que se expandiera”.

En la sala central/testimonial cuelgan nueve pantallas led; escucho en audífonos las experiencias de 18 víctimas de Sendero y de las Fuerzas Armadas, muchas mujeres. Me dan ganas de llorar con Ángela Mendoza, “quechuamasi” de Huamanga, madre de un desaparecido (su único hijo). Me da rabia el testimonio de Ulises Cantoral cuyo hermano Sial (sindicalista minero) fue asesinado por el Comando Paramilitar Rodrigo Franco.

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La primera planta acaba con los desplazamientos forzosos, la migración interna, hacia la capital. Lima creció entre 1981 y 1993 un 34% en población. “Yacharaniku ayqispa” (vivimos escapando, en quechua). Unos 600.000 peruanos (muchos de ellos ayacuchanos) tuvieron que huir de sus hogares. En el piso mientras camino leo frases como “tzame azhiye” (vamos a escapar), “puñuy tranquiluqa kajñachu” (ya no podíamos dormir bien), “qaykaya ñakariraniku” (cuánto habremos sufrido), “lluptiraniku” (huimos).

En el segundo nivel del LUM —denominado Acciones— me topo con Alberto “Chino” Fujimori y su política criminal. Suena la música (el “punk” con Narcosis, el “hardcore” con Krisis); marchan las fuerzas sindicales (la CGGTP, Confederación General de Trabajadores de Perú); resisten los Comedores Populares.

La bandera de Sendero Luminoso se exhibe como trofeo de guerra en el departamento de Junín. FOTO: Alejandro Balaguer. Museo LUM.

La muestra del LUM exhibe cómo la prensa de Perú registró estos hechos.

Nuevo entierro de cuerpos exhumados de la matanza de Putis.

Entierro de cuerpos exhumados de la matanza de Putis.

La foto ‘Rondas campesinas en Ayacucho’, de Hugo Ned Alarcón se exhibe en el LUM.

Paneles explican que el inicio de la violencia en Chuschi, Ayacucho, fue en 1980

Un afiche refleja las demandas populares en contra del exmandatario Alberto Fujimori.

Recuerdo los hechos que conmocionaron Lima. El atentado de la calle Tarata en Miraflores, dos coches bomba de Sendero con 500 kilos de nitrato de amonio, petróleo y dinamita que dejaron 25 muertos en julio de 1992. Leo un dato terrorífico: en los primeros siete meses de aquel año explotaron 37 coches bomba en la capital. La masacre de Barrios Altos: donde militares del “escuadro de la muerte” Grupo Colina asesinaron a balazos a 15 vecinos del cercado de Lima (un niño de ocho años entre ellos) que participaban en una pollada en noviembre de 1991. La toma de la embajada de Japón (y la operación Chavín de Huántar) en diciembre de 1996 por parte de un comando de 14 militantes del MRTA. Las capturas de Víctor Polay en junio de 1992 y de Abimael Guzmán en septiembre del mismo año.

En aquellos 20 años para el olvido, para la memoria se dictaron un total de 226 “Estados de Emergencia”, campo fértil para la violación de los derechos humanos, para la impunidad.

Veo tapas de revistas y periódicos. No me extraña el rol ambiguo de los medios de comunicación hegemónicos, el sensacionalismo de algunos. Me reconcilio con mi oficio al descubrir la corajuda labor investigativa de colegas que pagaron con su vida: Jaime Ayala, Hugo Bustíos y Pedro Yauri, periodistas ayacuchanos y ancashinos, asesinados por efectivos militares.

Cuando llego a la “Hoyada” no entiendo nada. Es un agujero de arena. Representa/simboliza el asesinato de cientos de campesinos en los “Cabitos, el cuartel general Nº51 del Ejército”. La Chalina de la Esperanza me reconforta. Son bufandas que cuelgan del techo, son de todos los colores, han sido tejidas por madres afectadas por Sendero Luminoso y las Fuerzas Armadas. Llevan los nombres de hijos desaparecidos y asesinados con las fechas del dolor.

Prendas exhumadas de niños enterrados en fosas comunes en Putis, Perú.

La esterilización de 272.000 mujeres campesinas quechuas (y 21.000 hombres) en los 90 durante el gobierno de Fujimori centra un documental interactivo; es el Proyecto Quipu, un archivo de memoria colectiva. “Con muchísima arrogancia pensaron que siendo las mujeres indígenas, iletradas, quechuahablantes, las más débiles de las más débiles, no se iban a atrever a hablar. Pues les salió mal el cálculo, hablaron”. Es la frase de la activista y abogada de derechos humanos, Giulia Tamayo. Me hace recuerdo a la película de Jorge Sanjinés Aramayo, Yawar Mallku.

La última sección del segundo nivel es para el trabajo de la Comisión de la Verdad y Reconciliación. Cuando subo al espacio de la ofrenda, estoy sin aire. Escribo una frase en la pared de corcho. Tres chicas se sacan una “selfie”. En el balcón de piedra, me asomo al mar. Respiro. Profundo.

Texto: Ricardo Bajo H.

Fotos: Ricardo Bajo Herreras, museo LUM, Hugo Ned Alarcón, Carlos Valer, Alejandro Balaguer, Walter Chiara

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Antígona, no estás sola

El teatro de sombras y los títeres también forman parte de esta tragedia metateatral sobre un pueblo que no se ve

Ricardo Bajo

/ 7 de agosto de 2024 / 10:53

Una hermana ha perdido a su hermano. Lo han matado en la última masacre. No tiene nombre, no tiene (el) cuerpo. Ni siquiera lo va a poder velar en paz. Los espectadores hemos sido colocados en un pasillo de veredicto, no es gratuita esta escenificación (que va más allá de la tradicional puesta en escena). Antígona (una estremecedora Tania Quiroz) carga una carretilla en la oscuridad. Lleva tierra. Y una luz en medio de la oscuridad. Se detiene frente a las gradas, se sube a la carretilla y se acurruca entre sus polleras. Antígona está sola.

Estamos en el estreno de Antígona Senkata, dirección y texto de Antonio Peredo Gonzales. Somos una veintena de espectadores en El Bunker. La escenificación nos sumerge en olvidadas jornadas de dolor y muerte. El hecho teatral contemporáneo (ayudado por imágenes, audios, discursos históricos, canciones) no es la mera transposición del (teatro de) texto dramatúrgico.

Lea: El misterio del cielo

Se escuchan gritos, disparos. “Fusil, metralla, el pueblo no se calla”. En lo más alto de las gradas, como si fuera un altar, se proyectan videos caseros de las calles de Senkata, siempre en noviembre. Son los que van a volar la planta, son los que van a saltar por los aires a todo el barrio, son los terroristas. Antígona retrocede sobre sus pasos. Se balancea en un columpio gigante, entre la vida y la muerte. Es una wayllunk’a. Ante el dolor interminable, un ritual alegre de fertilidad. Por el hermano asesinado, viditay.

Antígona no se resigna. Sabe que ha nacido entre cerros, es decir entre dioses. Sabe que las montañas están para no olvidar los orígenes, para que las soledades no duelan (tanto). El altar de las escaleras blancas vomita imágenes de ayer y de hoy: Luis Arce Gómez se confunde con Jeanine Áñez. “No va a haber perdón”, dice el que obligaba a todos a caminar con el testamento bajo el brazo. Antígona sigue sola, apenas recuerda su nombre. “Larga noche nomás es”, se dice a sí misma.

La hermana del hermano asesinado quiere ch’allar para su descanso final, para el viaje definitivo. Entonces llega un militar vestido de negro. “Llora a tu hermano lejos”, grita. El militar se mueve al ritmo de una morenada. Goza sádicamente cuando humilla, cuando la hermana se arrodilla, cuando lame. Es la actriz Malala Sanz, que aprovecha las herramientas del mundo de la danza (del cual proviene) para ejecutar otro ritual, esta vez de muerte, esta vez de desprecio.

De fondo escuchamos al tercer (invisible) protagonista. Es una voz (la de Antonio Peredo) que reproduce a los gritos (también) un discurso de ley y orden. De Dios con mayúscula. “¿Quién no quiere ser libre?”, nos pregunta cínicamente a todos. “No vale la pena ser héroes, menos heroínas, ¿dónde está tu cuerpo? ¿dónde está ahora tu pueblo, Antígona?”.

El relato del poder quiere contagiar(te) resignación, debilitar tu fuerza moral, tu fortaleza ancestral. Antígona se sabe mujer, por eso va a desobedecer las leyes de los hombres. Se sabe historia de sus abuelos, se sabe tejido, lengua antigua, medicina ancestral. Antígona entra a una oficina de la Fiscalía. Ahora es un simple número. Busca justicia pero no sabe cómo, ni dónde.

La mujer/militar sube en vía crucis hacia el altar; se desnuda, pide una consideración. Se ha colocado en el lugar del otro, de la otra. “¿Y si la ley fuera india, si el gobierno fuera mujer, si el Estado fuera niña, si la familia fuera marica, si tú fueras yo?”.

La obra de Peredo nos habla de identidad (quienes somos, quienes queremos ser), de cuerpos (por enterrar y resucitar), del poder y la venganza (“han matado a mis hermanos desde siempre”), de culpa y empatía. De miedo y odio. De aprender a estar/ponerse en la piel del otro, de ver a través de otros ojos.

El teatro de sombras y los títeres también forman parte de esta tragedia metateatral sobre un pueblo que no se ve. Y cuando más oscuro está (y se escucha algún pequeño sollozo que acompaña y contiene las lágrimas de Antígona/Tania Quiroz), amanece. Antígona canta, susurrando. Será tierra. Pintará frases sobre un espejo cóncavo y fondo negro: “el pueblo es nuestra mentira. Nosotros somos el pueblo”. 

Antígona conversa con el hermano en una caverna de silencios. Mira a sus ojos fríos. Lo abraza y festeja en un preste de todos los olvidados. Es la despedida a un hermano. Antígona (ya) no está sola. Baila con nosotros, ya no agacha la cabeza. Desafía la ley para rendir la muerte de su hermano y sepultarlo con dignidad, como hizo hace miles de años en Grecia otra Antígona con su hermano Polinices. Ahora sabe cómo se llama, ha conjurado el peor de los miedos. “Hoy me callo para retumbar en el tiempo”. Es lo último que nos dice. Silencio.

(*) Ricardo Bajo va al teatro

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