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Un boliviano cuenta el desastre japonés

Han pasado 10 días desde que tembló la tierra y el tiempo se alteró para el mundo. Canales de televisión, radio emisoras y periódicos no dejan de hablar sobre ese aciago día, cuando pensé que quizás no saldría de la oscuridad que se abrió delante de mí, como un mar profundo o como una pared invisible de humo.

La tierra ha seguido temblando como 300 veces desde aquel viernes 11 de marzo. Yo pude sentir unas cinco veces por día, las demás ya no las percibo, quizás porque ya mis sentidos se acostumbraron al temblor. Pero, a veces me sobresalto y me aferro a mi silla, a cualquier pared; me parece que mi alrededor vuelve a temblar repentinamente.

Me echo en mi sofá y siento que mis cuatro paredes se balancean una y otra vez, veo las lámparas colgadas del techo y compruebo que no se balancean, constato que es el latido de mi corazón que sacude mi cuerpo. El temblor de la tierra se ha quedado en mis sentidos, en mi mente.

Salgo a la calle, veo que la gente se encamina a su trabajo, las tiendas atienden a los clientes, los trenes se mueven repletos de uniformados de negro, como si fueran a un entierro o regresaran de él, pero es el traje no reglamentado de los empleados públicos.

Treinta y cinco millones de habitantes tiene esta ciudad, y todos se mueven como el día anterior al terremoto. Los niños van a sus escuelas y colegios. Los restaurantes exponen el menú de cada día y mantienen sus puertas abiertas de par en par. Para el colmo… están las recepcionistas con la sonrisa que les enseñan en los manuales de entrenamiento.

Todo parece normal, pero hay ciudades enteras que se borraron del mapa. Al día siguiente de haber temblado la tierra 8.9 grados en la escala de Richter, una explosión en la Central Nuclear de Fukushima nos puso en vilo a quienes vivimos en esta prodigiosa isla, y que luego el mundo se percató que afectará a otros países.

Y las explosiones se sucedieron en los siguientes días hasta llegar a cuatro y emanar radiactividad que se posa en las verduras, en el agua del mar y de los ríos, en los alimentos de los peces y en los animales; en nuestra frente, en nuestras pupilas.

Al día siguiente de la explosión empezó el éxodo de los extranjeros, pero yo sigo aquí. Los vuelos internacionales están todos colmados, algunos gobiernos dispusieron aviones para sus connacionales. También los japoneses evacúan al sur y al este del archipiélago. Primero la prefectura de Fukushima, luego las colindantes a ésta, incluyendo un porcentaje de la ciudad de Tokio, que está a 250 kilómetros del epicentro de la explosión de donde fluye este polvillo que mis ojos no pueden ver. Los cables nacionales e internacionales coinciden en que a una semana, el grado de la radiactividad es de 5, de un máximo de 7. Pero también coinciden en decir que no tiene efectos para la salud humana de forma inmediata.

Oigo esta última frase, y veo el abismo detrás de ella. Si no tiene «efectos para la salud humana de forma inmediata», eso quiere decir que hoy, mañana, la próxima semana y el próximo año seguiré disfrutando de la vida y del sol en esta isla llamada el Imperio del Sol, incluso en mi tierra natal en un punto de los Andes al otro lado del mar. Pero cuando pase lo «inmediato», vendrá el momento «mediato»… Tal parece que tenemos que acelerar la felicidad.