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¿Ronaldos o Messis?

Veo futbolistas bolivianos muy engominados, con ‘high lights’ en el cabello

/ 10 de agosto de 2012 / 05:43

Bolivia se encuentra en la mitad de la tabla del ranking FIFA, cerca al puesto 100. Un triunfo esporádico más allá de nuestras fronteras no hace verano, y sin embargo hay hinchas fieles que se encienden solos, aunque muy interiormente estén convencidos de que el déficit de hoy pasa también por la falta de pasión, de calor, de expresividad para entusiasmar a las tribunas y a las audiencias. Son lunares los que en nuestras canchas pueden despertar los grandes fervores de las hinchadas.

Cristiano Ronaldo y varios niñatos de pelajes parecidos y fama incuestionable, no saben cuánto daño pueden estar inflingiéndole a mitad de la humanidad futbolística infantil, mientras Lio Messi salta a la cancha despreocupado por el look. Sucede que muchos de los chicos que hoy dicen jugar al fútbol están preocupados por pelotudeces como la camiseta “alternativa” del cuadro de su preferencia, el gel que utilizan sus ídolos, los zapatos fosforescentes naranjas o verdes que exhiben, los autos deportivos que manejan o con las chicas con las que van a brindar con champán a las discotecas. O sea, el fútbol para esos chicos se constituye en una moda que puede franquear acceso a un status y a una vida tan glamorosa como estúpida, esto es, el fútbol vaciado de su  polisémico sentido lúdico y de sus inciertas y apasionantes características de profunda aventura humana. Estaría bien que todos esos elementos vinculados a la ritualidad de mercadeo que domina hoy fueran accesorios y no que los fetiches generaran tantos precoces impostores especialmente instalados en las clases medias-altas.

Veo futbolistas bolivianos muy engominados, con high lights en el cabello, con crestas que les aumentan unos centímetros a sus estaturas (“esos raros peinados nuevos” diría Charly García). Sé que muchos de ellos salen de los vestuarios como si nada cuando acaban de jugar y terminan derrotados. Y estoy informado que varios otros han adoptado estilos de vida donde la jarana se ha trasladado de los boliches a los cómodos apartamentos en los que no hay cámaras, policías o radiotaxistas chismosos. Busco afanoso en las canchas bolivianas futbolistas sanguíneos, con temperamento, con bríos al momento de trepar la boca del túnel y me encuentro con jovenzuelos que corretean de a ratos, hacen un par de jugadas y se marchan como aquellos oficinistas aburridos de tanta rutina.

En ese contexto debo compadecer a Miguel Ángel Portugal que hasta hace unos días andaba llorando debido al panorama tan desolador. Bolívar tiene que buscar a algún amauta o yatiri de vasta experiencia para llamar por la noche al alma perdida que anda vagando quién sabe por cuáles cielos y mares, y probar si de esa manera vuelve el ánima del futbolista que lleva el juego en las entrañas, con autoridad en el campo para encender a las tribunas y que todos quienes se sitúan en ellas queden convencidos de que hay que traducir el respaldo en arengas para restablecer las conexiones con la pasión. Parecía que el solitario candidato a ese lugar era Wálter Flores, pero lamentablemente, víctima de una lesión, no podrá estar en la primera convocatoria hecha por Xabier Azkargorta para enfrentar a la selección de Guyana.

Felizmente hay constataciones que pasan por el humor y nos devuelven al territorio de la esperanza: Un pastor evangélico se acerca a un chico de siete años y le pregunta:

“¿Hijo mío te gustaría ser cristiano?”. Y el chico con la apabullante simplicidad de su edad le contesta: “No gracias señor, prefiero ser Messi”. Pues bien, aquí están las antípodas del fútbol de hoy: Mientras el uno concibe el fútbol como espectáculo televisivo en el que pavonea su vanidad y su ferocidad competitiva, el otro va a la cancha a jugar, a disfrutar del contacto con la pelota, a celebrar las paredes interminables, las jugadas perfectas y los goles con los que se rematan festivamente las variantes del divertimento. Eso sí, cada uno, a su modo, son líderes, el uno en plan insoportablemente coqueto y crispado, y el otro solamente con la certificación a cada paso que da, que nadie puede hacer con el balón lo que hace él en cada partido del Barcelona.

El fútbol boliviano necesita a gritos liderazgo, ése que indiscutiblemente expone Pablo Escobar cuando juega con la oro y negro,  pero que todavía no puede encarnar con la Verde de nuestra selección. Unos metros atrás, Alejandro Chumacero es otro caso de expresividad sobre el que no hay dudas: Marca, quita, traslada y remata con la energía de los valores alejados del burócrata insensible y satisfecho. Un futbolista que presta servicios en un equipo llamado profesional tiene que ser primero un auténtico amante del juego en el que la actitud vaya por delante en cada partido y lo demás será la suma de unas virtudes que lo harán más o menos buen jugador.

El fútbol boliviano necesita baldiviesos y melgares, cristaldos y etcheverrys, truccos y borjas, es decir, futbolistas capaces de expresar vocación por el juego, su hambre por la lucha y la búsqueda de la victoria, esos que llaman a miles y miles de futboleros a retornar a las gradas, y cuando están lejos, a no perderse el próximo partido por Tv porque saben que estarán esos exponentes del juego por los que hay que hinchar sin reservas y ninguna desconfianza, renovando el pacto entre el público y el juego, ése que precisamente hace que el fútbol no tenga parangón como “dinámica de lo impensado” o “pasión de multitudes”.

Se buscan líderes en el fútbol de Bolivia. Flores y Escobar pueden terminar consolidándose como tales, ojalá, porque si piensan que con Papá Xabier en el trabajo semanal es suficiente, estamos en problemas, él no juega, lo máximo que puede es intentar dirigir de la mejor manera que se lo permitan sus conocimientos y experiencia. Lo demás, lo esencial, corre por cuenta de los once que salgan al verde césped.

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LLAKI: un viaje de cuerpo y alma en clave kallawaya

El director Diego Revollo estrenó su película documental el 18 de abril en la Cinemateca Boliviana

La cinta boliviana está dirigida por Diego Revollo y producida por Miguel Nina.

Por Julio Peñaloza Bretel

/ 21 de abril de 2024 / 06:49

Lunlaya es el lugar en el mundo en el que un niño comienza narrando de cuántas vacas dispone su comunidad: 16. Trepa hacia lo más alto de un cerro para revisar si están todas, y en ese trayecto cuenta como el cóndor ataca al ternero y dice que si luego de someter al mamífero van apareciendo más cóndores, significa algo así como el arribo de la destrucción, de la rapiña que destroza y mata. Ese mismo niño juega y ríe con una maquinita entre sus manos, y repite hakuna matata, frase que hiciera universal El rey león, cinta de la poderosísima transnacional del audiovisual Disney. Es muy probable que ese niño de sonrisa luminosa no sepa que hakuna matata significa “no hay problema”, “sé feliz” o “no te preocupes” y que pertenece a la lengua africana suajili (Tanzania, Kenia, Uganda), que la canción de la película de animación que ha circulado por todos los mares y continentes fue compuesta por Elton John y Tim Rice y que con el impulso de la voracidad mercantil, Disney se la apropió, lo que provocó la indignación de sus hablantes originarios.

Si introduzco el abordaje de Llaki con esta referencia a Disney es porque se debe tener presente, ahora más que antes, que prácticamente ya no existe rincón en el mundo que no haya sido penetrado por la dominación informática y tecnológica, pero que a pesar de ello, todavía es posible encontrar una inquebrantable resistencia cultural de los habitantes inmersos en sus orígenes, desde la respiración hasta la piel, exponiendo su granítica identidad, y en este caso, esa notable y casi milagrosa fusión entre la materialidad de la sanación ancestral y la espiritualidad con la que se viaja hacia las profundidades de la naturaleza y sus bondades que alimentan y curan, que conducen al inacabable viaje hacia la comprensión de que sanar significa no necesariamente superar plenamente una enfermedad, sino asumirla desde los límites humanos a partir de un laborioso reaprendizaje de construcción de la identidad/entidad humana hecho de músculo y hueso, pero en primer lugar de pensamiento y sensibilidad.

En un radio receptor popularmente llamado radio canchera, de esos en los que se escuchaban las transmisiones de partidos de fútbol décadas atrás, un locutor hace una mención al “Estado Plurinacional de Bolivia” sin más, único elemento informativo acerca del país del que forma parte la familia kallawaya Ortíz Ramos, que dialoga e interactúa con los Revollo, hijo y padre, cineasta y médico urólogo, formados en universidades convencionales del occidente urbano, que acuden continuamente a Lunlaya sin el mínimo atisbo de ese paternalismo conservador que suele subestimar la vida rural en la que tiempo y espacio difieren de la vorágine del mundanal ruido de las ciudades.

La combinación de fotografía fija, que se constituye en memoria de viaje, con planos generales de un lugar en que la magia no es folklore ni exotismo étnico, y los primeros planos de sus protagonistas, hacen que Llaki pueda sustentar su marca audiovisual a partir del sentido en el que no aparece una intención de “hagamos una película sobre los kallawayas”, sino más bien un viaje existencial que genera como consecuencia un documental en el que la experiencia intercultural de sus participantes enfatiza la riqueza de la comunicación, a través del registro de la calidez de rostros y gestos y la calidad de los testimonios a través de las breves narraciones de esos que son simultáneamente guías espirituales y sanadores.

Diego Revollo, luego de sufrir la pérdida auditiva del oído izquierdo y experimentar una parálisis facial parcial, imposibilitado de encontrar respuestas médicas en la consulta del especialista que trabaja en hospitales y clínicas —la medicina suele no ofrecer soluciones a muchísimos males desde la frialdad científica—, se decide a viajar y escuchar las voces que nacen de otros saberes sobre los procesos de curación que no terminarán resolviendo una limitación física, pero sí le permitirán descubrir una nueva manera de comprender, asumir y cultivar su interioridad humana: Una de las voces abrigada por fuegos de leño nocturnos reflexiona con la sabiduría que da la experiencia acerca de nuestra incapacidad humana para agradecer todo lo que la madre tierra nos provee, que así como nutre puede destruir: el fuego que nos abriga, puede también quemarnos.

Llaki es una experiencia cinematográfica, y por lo tanto, bastante más que sólo una película.  Completa una década de cercanía, y por lo tanto confianza y afectividad, entre el director de la película, su propio padre, su pequeña hija y su equipo en diálogo continuo con la familia Ortíz Ramos, que certifica el valor identitario de la cosmovisión kallawaya en la que su ritualidad cotidiana privilegia espíritu y naturaleza como sentido existencial y es a partir de estos términos que debe ser leída como narración del acercamiento humano y los rasgos esenciales de una cultura que ha trascendido fronteras y ha sido reconocida en sus cualidades originarias.

La palabra con la que se titula la película significa tristeza, melancolía o pesadumbre, pero a partir de su irrupción, con sus hallazgos y certezas, Llaki termina resignificando el renacimiento y el encuentro donde se impone la horizontalidad en la comunicación en clave de respeto por las convicciones mutuas.

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Ficha Técnica

  • Título LLaki. Dirección: Diego Revollo.
  • Fotografía: Miguel Nina y Mauricio Ovando.
  • Música: Jorge Zamora (Zamorita).
  • Casa productora: Transbordador Audiovisual.
  • Con la participación de: Aurelio Ortiz, Juan Ortiz Jiménez, Melisa Ortiz, Valentín Ortiz, Justina Ramos, Apolinar Ramos, Fernando Revollo, Amaya Revollo. Duración: 72 minutos. AÑO: 2023. PAÍS: Bolivia.

Texto: Julio Peñaloza Bretel

Fotos: Transbordador Audiovisual

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La vara que dejó García Linera

/ 20 de abril de 2024 / 00:00

En tiempos de una cada vez más aplastante mediocridad, Alvaro García Linera está desaparecido. Por decisión propia. Porque los tiempos que corren así parecen aconsejarle. E incluso se podría llegar al extremo de pensar que ante tanta burrada cotidiana, a él, como a algunos más, les tiene que provocar flojera dar batalla en simulacros de guerras repletas de soldaditos de plomo.

En estos tiempos de descalificación de azules contra azules, García Linera, a lo largo de más de un año, ha ofrecido unas cuantas entrevistas por streaming, radio y TV (dos con este periodista) y parece no estar dispuesto a formar parte de la fotografía diaria de un paisaje gris en el que el entrenador de San Antonio de Bulo Bulo, Thiago Leitao, sobresale por astucia al desafiar a un poderoso empresario diciéndole que podrá estar enterrado en millones de dólares, pero que de fútbol no entiende nada, luego que su humilde y principiante equipo del Trópico de Cochabamba eliminara a Bolívar del torneo de un fútbol que de profesional tiene solo el nombre.

García Linera está desaparecido. No está. No quiere estar. Sabe exactamente lo que está sucediendo con Bolivia, pero se niega a responder más allá de la sensatez y la lógica con la que se deben leer los hechos que producen las coyunturas, esas efímeras etapas de las que se alimenta el periodismo y que así como se encienden y relampaguean un par de días a partir de algún hallazgo estremecedor o de algún hecho que produce rabia de impotencia, al tercer día pueden desaparecer de los escenarios públicos por falta de seguimiento, y peor incluso, por falta de compromiso con el rigor crítico, por la laxitud a la que invita este tiempo en que todo lo público, o casi todo, se iguala para abajo, con afirmaciones como esa de que la Ley 348 sería una ley “antihombres”, o que el Tribunal Supremo Electoral juega políticamente a favor de unos en perjuicio de otros, como si no existieran leyes, reglas de juego, estatutos y reglamentos, es decir, un mínimo ordenamiento jurídico y una mínima institucionalidad.

La vara que el vicepresidente de Evo Morales ha dejado, se ha convertido en inalcanzable y por lo tanto en insuperable. En los mejores momentos gubernamentales del evismo,  se podía percibir una gran mística de los equipos de trabajo con los que se encaraban las obligaciones de un Estado redimensionado desde la laboriosidad teórica de García Linera y las convicciones prácticas de quienes hacían funcionar la maquinaria para que tuviéramos un país, ese país que en algún momento estaba comenzando a ser de todos, sin que nadie quedara afuera de la lucha y de la fiesta, del combate y la celebración, sin que nunca más, desde esa combinación entre lo indígena y plurinacional, y la filosofía marxista, pudiéramos tener una Bolivia en que apellidar Mamani, Quispe, Tomichá o Parabá fuera motivo de vergüenza y resignación, para convertirse en razón de vida nacional popular, lo que significa que aquí no hay comunismo, señoras y señores. Aquí lo que puede haber son algunos comunistas de corazón y formación, pero no comunismo como se concibe desde la paranoia camachista, microclima en el que pululan agentes del retorno al orden del racismo, la discriminación, y los ricos blancoides sometiendo con palo y zanahoria a los mugrosos indios de mierda masiburros, cruce de llama con monolito… ¿O no hablan así en los salones de las “fraters”, los militantes de la logia y del exterminio?

Tiene que resultar cuando menos desagradable que se trate de traidor a quien se ha quemado las pestañas por construir una estrategia política y cultural en que lo indígena y lo campesino se fundieran a través de lo originario. Tiene que resultar decepcionante para García Linera que Evo Morales se haya olvidado que fueron un tándem virtuoso durante casi tres lustros para gobernar el país, con la visión conceptual de uno y el potente liderazgo del otro.

El día que Alvaro García Linera dejó de gravitar en la política y en lo político de Evo Morales, el líder perpetuo de las seis federaciones cocaleras del Chapare bajó de los aviones del liderazgo internacional al barro de las carreteras en el que manda la bazofia verbal de Héctor Arce, ex alcalde de Omereque o de Rolando Cuéllar, un odiador a tiempo completo del nacido en Orinoca. Desde el día en que García Linera dejó de estar cerca a Evo, todo volvió a los tiempos de la rústica pelea anterior a 2005. Como si Evo nunca hubiera sido presidente. Como si hubiera olvidado todo lo aprendido que le permitiera trascendencia a sus gestiones gubernamentales.

La vara dejada por García Linera ha quedado muy alta para el evismo. García Linera está ausente y Bolivia vive una incertidumbre política como no había sucedido en este nuevo ciclo antineoliberal desde 2006, que amenaza con volver debido al empecinamiento de un solo personaje que ha renunciado a sus propios códigos de respeto y lealtad, para hacer de la obsesión su nueva forma de vida. 

Julio Peñaloza Bretel es periodista.

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Destrozo de un Vestuario

/ 6 de abril de 2024 / 07:42

Se llama Vestuario, así con mayúscula, y no camarín como aquí se dice por fuerza de la costumbre. Vestuario es el espacio sagrado del fútbol para los creyentes y para quienes no lo son, el lugar en el que se inicia el ritual que precede a un partido y al que se regresa en el entretiempo y al final del mismo con la extenuación que implica el haber evolucionado en un campo de juego durante más de 90 minutos. El Vestuario es, a la hora del juego, propiedad de futbolistas y cuerpo técnico, al que suelen visitar los dirigentes de un club cuando el equipo gana, pero al que difícilmente asoman cuando lo que ha sucedido es una derrota.

El Vestuario es un lugar en el que se ha impuesto históricamente un código de secretismo que si se viola, se incurre, otra vez para los creyentes, en pecado mortal, considerando que gran parte de quienes juegan al fútbol creen en Dios y al que muchísimos de ellos agradecen mirando el firmamento cada vez que anotan un gol. En efecto, lo que se diga y haga, lo que se debata y discuta, lo que se reflexione o se calle queda en el Vestuario y el que ose cometer alguna infidencia de lo que allí se habla, estará rompiendo un código de convivencia o un primer mandamiento del amplísimo catálogo de cábalas futboleras.

El que no es futbolista, entrenador o parte del cuerpo técnico de un equipo, sabe que cuando ingresa en el Vestuario, está ingresando en una zona que se debe respetar con humildad parroquiana, pues en cada banqueta ocupada por los jugadores de un equipo está lo íntimo, lo más personal de cada uno de ellos. Un utilero de la selección boliviana de fútbol de los años 90 me contó alguna vez por qué era diferente de sus compañeros Erwin Platini Sánchez a la hora de ataviarse con la indumentaria antes de un partido: “Erwin es distinto hasta por la forma en que se pone las vendas, eso marca que ha pasado por el rigor del trabajo en Europa”. Estas que parecen anécdotas son las cosas que marcan un riquísimo conjunto de detalles que en términos generales solo tienen derecho a conocer los componentes del equipo. Nadie más. Nadie menos. 

El que conoce el fútbol y lo ama por su esencia lúdica sabe, por más dirigente que sea, que es mejor no ingresar en el Vestuario de manera intempestiva y permanecer en él no más allá de un tiempo breve, a no ser que se esté celebrando la obtención de un campeonato y sean los propios futbolistas quienes lo abran para invitar a quienes les bancaron el torneo para sumarse a los festejos. En consenso entre todos los futbolistas, pueden subirse videos a las cuentas de las redes de cada uno de ellos sobre lo que allí sucede, por soberana decisión grupal, como aquella ya memorable arenga del capitán Lionel Messi a sus compañeros antes de jugar la final de la Copa América que Argentina le ganó a Brasil en el mismísimo Maracaná de Río de Janeiro en 2021.

El que respeta el Vestuario está comprometido con el fútbol, con una ética que debe prevalecer en todos quienes tienen que ver con clubes y equipos, incluidos los aficionados y los hinchas, o probablemente en primer lugar en ellos, cosa que dejó de suceder el sábado 31 de marzo en el estadio de Villa Ingenio de la ciudad de El Alto, cuando luego de una derrota en condición de locales (0-1 frente a Independiente Petrolero de Sucre), los futbolistas de Always Ready se encontraron con que su desempeño en el campo de juego había desatado un desquiciamiento que derivó en destrozos, sustracción de pertenencias, acaloradas recriminaciones por lo sucedido en la cancha hasta la renuncia del lateral afroboliviano Diego Medina (jugador de selección) a seguir vistiendo la camiseta de la banda roja, decisión de la que reculó pocos días después, luego de que el presidente de Bolívar, Marcelo Claure, denunciara violencia e insultos racistas por parte de la dirigencia del club, presidido por un joven de apellido Costa, hijo del presidente de la Federación Boliviana de Fútbol, Fernando Costa.

Un colega e hincha de Always Ready considera que lo sucedido fue producto de una “liberación de la zona” que significaría que la propia dirigencia del club generó las condiciones para que los vándalos disfrazados de hinchas cometieran  los desmanes que dieron lugar a una crisis finalmente apagada por los futbolistas y la dirigencia, a través de un pacto de silencio, es decir, el retorno a la inviolabilidad del Vestuario, tres días después de que fuera precisamente violado de la manera más grosera e inadmisible y que hoy tiene nuevamente al fútbol boliviano en el privilegiado sitial de la vergüenza, producto de los exabruptos de los unos con la supuesta permisividad de los otros para asumir una especie de lección dictatorial sobre la derrota: En casa no se pierde y si sucede, ya saben lo que les puede pasar muchachos.

De esta manera nuestro fútbol consolida una identidad plagada de incidentes con los que lo extradeportivo termina casi siempre imponiéndose a lo esencialmente futbolístico, motivo por el cual estoy siempre atento la Premier inglesa, allá donde códigos y juego son parte de un solo discurso.

Julio Peñaloza Bretel es periodista.

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¿Altura o buen juego?

/ 23 de marzo de 2024 / 08:05

Desde que la razón futbolera nos asiste, el balompié de este lado del mundo es más conocido por la altitud en la que se encuentra su principal estadio, antes que por las virtudes de sus equipos principales, o las capacidades competitivas de aquellos que ingresan anualmente en la arena de Copa Libertadores, Copa Sudamericana y en las eliminatorias mundialistas.

Bolivia ha defendido invariablemente su derecho a jugar en los 3.640 metros sobre el nivel del mar de La Paz y esa defensa se hace extensiva a practicar el fútbol en los 2.558 de Cochabamba, los 2.790 de Sucre, los 4.070 de Potosí, los 3.709 de Oruro y ahora también los 4.000 de El Alto. A tal punto ha calado hondo el asunto que hasta los cuadros nacionales de las ciudades del llano instalaron desde hace algunos años la excusa de que subir a jugar a La Paz, El Alto, Oruro y Potosí implica una desventaja deportiva certificada por la ciencia médica.

Parapetados en la cima de nuestra cordillerana identidad, cada vez que nos visitan equipos brasileños, argentinos o uruguayos, la discusión sobre las virtudes del anfitrión generalmente ocupan un segundo plano, debido a que desde que Daniel Passarella dijera en 1997 que “jugar en la altura es inhumano”, sentimos que tal afirmación se constituía en una intolerable impugnación a nuestro derecho a jugar donde vivimos. Passarella se pasó de la raya, incurrió en una ofensa imperdonable, han afirmado muchos periodistas dedicados a cubrir las actividades futbolísticas del país.

A 24 años de la sentencia del que fuera técnico de la selección argentina —que protagonizó una bochornosa puesta en escena con uno de sus futbolistas autoinfligiéndose una herida en el rostro—, resulta necesario recordar que la celeste y blanca le ha ganado a Bolivia en La Paz nada menos  que cinco veces (eliminatorias para los mundiales 1966, 1974, 2006, 2022, 2026), Bolivia se impuso con la misma cantidad de partidos (eliminatorias para los mundiales 1958, 1970, 1998, 2010, 2018) y se produjeron dos empates (eliminatorias para los mundiales 2002, 2014). Conclusión: La altura no gana partidos.  Datos complementarios: El último triunfo de la selección argentina dirigida por Lionel Scaloni (3-0 en el Hernando Siles en septiembre de 2023) consistió en un baile desplegado a distintos ritmos, entre tango y chacararera; y en el último partido jugado contra Brasil en Miraflores (marzo, 2022), nuestra sufridora selección soportó una goleada de 0-4. Segunda conclusión: La altura no gana partidos y hasta puede convertirse en el peor dispositivo de autoengaño de los equipos nacionales que terminan aplastados en su propia casa. Tercera conclusión: Argentina y Brasil, temerosos por la falta de oxígeno en nuestra cancha, le han ganado a la selección boliviana, triunfando en primer lugar contra la altura, nuestra supuesta principal ventaja.

En 2001, el preparador físico Alfredo Weber me dijo en Buenos Aires que Bolivia no podía darse el lujo de perder con tan grande prerrogativa, que si se prepara convenientemente lo más probable es que se haga imbatible en La Paz. Weber tenía razón hasta cierto punto, pero vistas las cosas dos décadas después, está claro que mientras Bolivia ha ido perdiendo habilidades para usufructuar de la potestad que le da su ecosistema, las selecciones visitantes han encontrado la manera de humanizar el jugar en estas alturas que para mentalidades como la de Passarella era imposible.

El expediente de la altura, tal como se persiste en concebirlo, se ha convertido en la excusa que ha trascendido décadas y a la que en las últimas horas hay que agregar ciertas percepciones que dicen que nuestros jugadores son de madera (Faustino Asprilla), que la selección mexicana no debería perder el tiempo midiéndose con Bolivia porque no sirve como adversario de partido preparatorio a un torneo. La altura sería temible si tuviéramos un fútbol competitivo, tal como el desarrollado por Colombia que no juega en la altura de Bogotá (2.625 m.s.n.m), que lo hace en la calurosa Medellín, porque ha privilegiado el construir un fútbol de calidad con el impulso de conductores como Carlos Bilardo y Francisco Maturana (años 80 y 90).

La altura de El Alto sirvió de cuco cuando Always Ready demolió con suficiencia hace algunas semanas a Sporting Cristal (6-1), ese mismo equipo peruano que hace un año le ganó en la altura de La Paz a The Strongest sepultando sus aspiraciones de pasar a octavos de final de Copa Libertadores. Para decirlo sin vueltas: El fútbol se construye con fútbol, con procesos de largo aliento, con estructuras formativas y recién a partir de esa escala de prioridades se podrá pensar en que la altura sirve como última cuña  —no como primera— para alcanzar el triunfo o el éxito deportivo, y será sensato y síntoma de madurez entender a los que a pesar del pánico vienen y ganan, certificación indiscutible de que el juego se gana con juego y no con falsos fantasmas.

Julio Peñaloza Bretel es periodista.

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El periodista Julio Peñaloza agrega sexta parte a edición de su libro

La primera edición de “Democracia interrumpida” quedó agotada y conforme transcurría el año 2023, el periodista, autor del libro, fue añadiendo nuevos capítulos (un total de veinte).

El Centro de Investigaciones Sociocomunitarias (CIS) publicó el libro en su segunda edición.

/ 17 de marzo de 2024 / 19:16

“Este libro es en gran medida producto de mi trabajo en La Razón en los últimos cuatro años, sin su respaldo difícilmente habría sido posible” dice Julio Peñaloza Bretel, habitual columnista de este diario, acerca de la publicación de este libro que el Centro de Investigaciones Sociocomunitarias (CIS) acaba de publicar en su segunda edición y que forma parte de la oferta del stand de la Vicepresidencia del Estado en la primera feria del libro que se desa-rrolla en la ciudad de El Alto.

El momento mismo en que se produjo el derrocamiento de Evo Morales, Peñaloza Bretel decidió construir un relato que contemplara una visión estructural acerca de la violencia política, las violaciones a los derechos humanos y las masacres sufridas por bolivianas y bolivianos a lo largo de la historia del país. Con este espíritu, la primera edición organizada en cinco partes fue presentada en abril de 2022 por el vicepresidente David Choquehuanca, el expresidente Eduardo Rodríguez Veltzé y la entonces embajadora de México, María Teresa Mercado, que tuvo refugiados en su residencia a varios personeros del defenestrado gobierno del MAS durante el gobierno transitorio de Jeanine Áñez.

EDICIÓN

La primera edición de “Democracia interrumpida” quedó agotada y conforme transcurría el año 2023, el periodista, autor del libro, fue añadiendo nuevos capítulos (un total de veinte) acerca de personajes, víctimas y actuaciones que permitieron esta nueva edición en la que figuran, por ejemplo, “La coartada del fraude/golpe”, “Cierre de filas contra el golpismo”, “El asesinato político de Sebastián Moro”, “Operadores mediáticos ad nauseam”, “Un libro que Luis Fernando Camacho debería leer” (acerca de las masacres de Sacaba y Senkata), “La canciller”, “La Embajadora”, “El paramilitar” “¿Por qué se enjuició a Jeanine Áñez por la vía ordinaria?”, “El antimasismo de Página Siete y su fase terminal” y “La sentenciada”.

En términos temáticos, la parte 1 se refiere a la historia política de Bolivia, la parte 2 a las noticias sobre el gobierno de facto, la parte 3 a la interpretación y contextualización de los acontecimientos y protagonistas durante el gobierno de Áñez.

PARTES 4 Y 5

La parte 4 a la recapitulación de las masacres sufridas por el pueblo boliviano desde la República en el siglo XX hasta el vigente Estado Plurinacional, en la parte 5 se abordan a través de reportajes periodísticos, los hechos y los personajes que dieron lugar a la interrupción del Estado de Derecho a partir del 10–12 de noviembre de 2019.

Finalmente, en la parte 6, incorporada en esta segunda edición, se abordan aspectos que quedaron en el tintero y que repercutieron en términos de noticias y generaron opinión entre 2021 y 2023.

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