Si no hubiera sido que Luisito se convertía en arquero por unos segundos, Ghana podía haber sacado a Uruguay de las semifinales de Sudáfrica 2010, gesto volador que provocó el penal que a continuación Gyan mandaría al travesaño y facilitaría el pasaje a la definición en la que desde los 12 pasos, Fernando Muslera atajó bien y el loquísimo Sebastian Abreu “picó” el último para meter a la celeste entre las cuatro mejores del anterior mundial.

La desmemoria de los hinchas desenfrenados para los que el único tiempo válido es el del aquí y ahora, como si no hubiera historia y futuro, ha debido borronear semejante intuición callejera que equiparó una expulsión con la celebración de todo un país. Como era previsible, Suárez tuvo que aceptar la tarjeta roja, pero sabedor de que el rompimiento de las reglas debe ser traducido en la eficacia de la ejecución, este recurso extremo hizo felices a los poco más de tres millones de uruguayos que tienen al fútbol incorporado en su sabiduría cotidiana.

Luisito, ya con la camiseta del Liverpool, pareció un mal pibe cuando insultó al francés Patrice Evra del Manchester United, con epítetos racistas. Luisito pareció un peor tipo cuando le mordió el brazo a Branislav Ivanovic del Chelsea. Y por supuesto que el golpe de puño que Luisito le metió a Gonzalo Jara de la selección chilena en un partido por eliminatorias sudamericanas, confirmó que el autor de los dos goles contra Inglaterra en este Mundial de Brasil no se anda con delicadezas y que su aprendizaje de vida no se hizo en otra escuela que la de su vecindario, allá donde se ve a los guapos, dirían los tangueros de otras épocas, territorio en el que no hay condiciones para dar margen al de enfrente por ningún motivo.

El fútbol tiene en su antes y después, los tiempos para saber que siempre hay posibilidades de redención, y que hasta un asesino serial, si es que en la legislación de su país no figura la pena de muerte, tienen derecho a rectificar con una nueva conducta y como para que esta historia contenga los ingredientes de emoción, melodrama, suspenso, llanto y todo el repertorio posible de gestos conmovedores, Luisito tuvo que someterse a las sanciones que correspondían a las muy sanitarias e innegociables reglas escritas en la Premier League inglesa.

Cumplidas las sanciones correspondientes, Brendan Rodgers, el entrenador de los Reds, volvió a confiar en él para juntarlo nuevamente con Daniel Sturridge con el que hicieron estragos en cuantas defensas de los equipos rivales les fue posible, anotando entre los dos, 52 goles en la última temporada, dando nacimiento a una dupla que superó lo hecho por Messi y sus amigos, CR7 y sus amigos, y el resto de los grandes anotadores del fútbol de élite, dejando atrás sus horribles prácticas y sus grandes prejuicios, producto de una ignorancia explicable por los sitios que lo vieron crecer, y hasta uniéndose a la campaña en defensa de Danny Alves cuando le arrojaron una banana (Barcelona vs.Villarreal), sumándose a la consigna de “todos somos macacos” que dio dos vueltas al planeta a través de Twitter.

Luisito aprendió que el racismo tiene castigo y que la violencia en la cancha se sanciona con las reglas que no tiene el barrio, allá donde impera la ley del más fuerte. Ese aprendizaje que los amantes de la paz y los defensores de los derechos humanos observan con detenimiento ofreció sus primeras señales en cómo Suárez salió a buscar a Walter Ferreira, el fisioterapeuta de su selección, para celebrar el primero contra Inglaterra —soberbio cabezazo, luego de soberbio envío de Edinson Cavani— a quién agradeció por su rapidísima recuperación, luego de haber sido operado el 22 de mayo en la rodilla izquierda por un problema de menisco. El gesto tuvo un valor entrañable, porque el kinesiólogo apodado El Manosanta por su talento para recuperar jugadores en tiempo récord, se encuentra superando la durísima experiencia de la quimioterapia por un cáncer que casi lo dejó afuera de la delegación uruguaya que viajó a Brasil.

Quiso el destino —y los calendarios FIFA— que Luisito tuviera que enfrentarse a cinco de sus compañeros de equipo en un partido que se jugaba por el todo o nada, luego de la macana que Uruguay se mandó contra Costa Rica —sin Suárez en la alineación— pero que le dio una linda lección de humildad y oficio. Frente a Steven Gerrard, Jordan Henderson, Glen Johnson, Raheem Sterling y su compañero de fechorías en las vallas rivales, Daniel Sturridge, el mejor jugador de la última temporada de la Liga inglesa hizo el partidazo de su vida con el que revivió las esperanzas de conseguir para los charrúas la clasificación frente a Italia a octavos de final.

A Luisito lo aman los uruguayos y la fanaticada entusiasta y popular del Liverpool, pero hay otros ingleses que lo odian como el parlamentario laborista Ian Austin que impotente, luego de la derrota que eliminó a su selección, dijo a través de su cuenta Twitter que “tenía que ser el sucio, tramposo, violento, racista y caníbal Luis Suárez” y que no contento con su furioso desahogo completó: “No lo digo solamente porque anotó, sino porque Suárez es una desgracia total. Una plaga horrenda para un hermoso deporte. Racista, violento, tramposo”.

Lejos de estar interesado en convertirse en el chico fashion del fútbol del primer mundo más preocupado de celebrar a las cámaras y vender champú, como Diego Maradona describió a Cristiano, muy lejos de la roñosa gestualidad de Messi, y para nada preocupado por los flashes y las coberturas farandulescas, Suárez es el malvado que para la flema inglesa insulta valores y reglas de convivencia en el fútbol más organizado y ético del planeta por cómo se comportan sus actores en los campos y en los estadios. Lo que esos flemáticos no saben es de dónde llega este antihéroe del fútbol que tiene la ventaja de formar parte de un equipo valiente como ninguno y que pareciera necesitar encontrarse al borde de la corniza para darle sentido a su identidad.