Llega el momento de la evaluación final y la primera cosa que no debe pasar por alto es que si de algo sirve para un parcial descargo, los arbitrajes funcionaron con llamativa precisión en la determinación de los incontables fuera de juego producidos por los equipos entrenados en el achique y vaya que hicieron de este recurso, un argumento visible del muy notorio trabajo táctico desplegado en cada uno de ellos. Por lo demás, los simuladores presididos por Arjen Robben ganaron casi todas las partidas, los meterodillas no fueron por lo menos amonestados —ayer fue Manuel Neuer sobre Gonzalo Higuaín—, y los que verdaderamente producen faltas como recurso táctico, gran parte de ellos, salieron indemnes. De los premios consuelo, casi nada que decir, salvo que Lionel Messi no fue el mejor jugador del campeonato.

En ese sentido, el de la administración de justicia y el marketeo sistemático de todo cuanto le convenía a la FIFA, Brasil 2014 fue un desastre, con varios partidos que terminaron con resultados torcidos por las malas disposiciones de los tríos arbitrales —Holanda 3-Brasil 0 es el último de ellos— y empeorados por las decisiones posteriores del comité disciplinario que solo fue severo in extremis con Luis Suárez del Uruguay, utilizando el soporte audiovisual para determinar el conjunto de cinco castigos en uno.

En los varios cotejos definidos luego del tiempo reglamentario, es difícil establecer ganadores en el genuino sentido de la palabra, especialmente si se tiene en cuenta que en el caso de la final jugada ayer en el Maracaná, la táctica se impuso en tiempo y espacio, con las previsiones triunfando sobre los movimientos circulares e integrales que supieron practicar los alemanes a lo largo del torneo. Son merecidos campeones no por lo que hicieron ayer, que en comparación con sus seis encuentros previos disminuyeron ostensiblemente la calidad de su producción gracias a un rival que supo dónde poner el acento para minimizar sus virtudes.

Alejandro Sabella demostró nuevamente de qué manera pueden dibujarse los movimientos de un equipo cuando las fórmulas iniciales fracasan, con Martín Demichelis como ordenador de la línea de fondo, Javier Mascherano-Lucas Biglia bien aplicados en el medio para desbarajustar las variantes predominantemente gestadas por la banda derecha con diagonales a cargo de Thomas Müller que conforme transcurría el partido se fueron haciendo más esporádicas y los germanos fueron obligados a distanciar sus líneas, porque debían también preocuparse por las escapadas alternativamente ensayadas por Lionel Messi, Higuaín y un poco menos Ezequiel Lavezzi durante la primera etapa.

Con porteros bien atentos, defensas bien organizadas, volantes de contención que pocas veces se equivocaron y delanteros sin la llegada y la puntería suficientes concluyeron los 90 minutos, hasta que en el exasperante alargue, Mario Götze que había sustituido a Miroslav Klose, recibió un centro a placer para batir a Romero cruzando a su palo izquierdo, en la única situación cara a cara producida en una de las porterías en todo el cotejo. Todavía me preguntó qué pensó Demichelis cuando la pelota viajaba hacia los pies del delantero al que había tenido relegada en la banca Joachim Löw, y no atinó a retroceder ni medio metro para evitar que recibiera solitario y cómodo para concretar el gol del campeonato.

A medio camino de su andadura, Argentina se vio obligada a rectificar su propuesta porque el juego asociado hacia adelante se convirtió en una imposibilidad y un desmentido al talento de sus figuras creativas, por parte de unos rivales que le rompieron un planteamiento basado en principio en el toque y la ofensiva en bloque, que fue remplazado por uno de contraataque, de pelotas largas y dependiendo de la genialidad que se necesitaba para marcar diferencia y que ayer no apareció: Messi deberá esperar otros cuatro años para intentar sumar el único título que le falta a su impresionante trayectoria.

Brasil organizó el torneo y termina con un agrio sabor por el desenlace con diez goles en contra en sus últimos dos partidos y Alemania, su verdugo de hace pocos días, vitoreado porque cualquier cosa puede ser posible menos que los del Río de la Plata ganen un título mundial en el Maracaná. Gran parte de los brasileños, a esta hora en Río de Janeiro, saltan de felicidad junto a los teutones.

La Alemania de Joachim Löw es la expresión del fútbol mejor organizado del planeta en el que todo está pensado para favorecer la presencia de los espectadores en sus estadios —desde los precios de las entradas hasta el mínimo detalle de seguridad—, y para generar políticas estatales que fomentan a niños y jóvenes, en condiciones inmejorables, la práctica del fútbol, con entrenadores y profesores que traspasan fronteras para mirar qué se hace en otros sitios de Europa y de esa manera tomar los mejores ejemplos para extrapolarlos a su realidad.

Alemania es un modelo a imitar en el que el Estado y la sociedad son una sola cosa en el deporte y así se podrá comprender mejor cómo llega a obtener su cuarto título mundial, y el primero conseguido por Europa en América, que hoy día tiene a sus mejores expresiones de juego en Colombia y Chile, a las que todavía les falta aprender a ganar partidos decisivos, y de esa manera, de una vez por todas, romper esa bicefalía históricamente dominante secundada por Uruguay, que en este mundial ha puesto en evidencia, como hasta ahora no había sucedido, que argentinos y brasileños ya no tienen los expedientes para ganar caminando o solamente con la camiseta.

Cuarenta años después de tener grabada en mi retina infantil la inmerecida obtención del título mundial en Múnich frente a Holanda, esta vez los alemanes sí fueron los mejores, se llevan el trofeo no por un golpe de suerte, o por lo impensado de la dinámica de uno u otro partido, sino como producto de una sistemática búsqueda en la que hubo esmero por la excelencia con la mira siempre puesta en el arco de enfrente, como tiene que ser para quienes defendemos siempre una idea fundamental: El que ataca gana.