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Una debacle que obliga a la epopeya

Una derrota por cinco a cero añade a la elocuencia de las cifras el inocultable reflejo de un rendimiento paupérrimo. Bolívar pagó demasiado caro sus errores. Que además fueron repetidos. Tres de los goles  se generaron en el juego aéreo, lo que marca un déficit.

Sin embargo, las fallas no solo se produjeron de mitad de cancha hacia atrás. Hubo escasa creación, Torrico trabajó poco y nada. El único susto (65’) fue obra de un cabezazo de Eguino, que terminó cerca de uno de los verticales.

Aparte, el equipo jugó muy condicionado desde el principio. El juez colombiano  José Buitrago amonestó en 20 minutos a tres jugadores del visitante y quedó claro que no midió con la misma vara. Típico arbitraje localista.

Y si a San Lorenzo le salió todo a pedir de boca (menos la tarjeta amarilla a Buffarini, imposibilitado de jugar la revancha), la Academia vivió la experiencia inversa, en medio de rendimientos individuales muy por debajo de los antecedentes.

Una de las causas para el desenlace futbolístico tuvo que ver con el mínimo control de la pelota. Tan pronto se la recuperó pasó a poder del adversario. A eso cabe agregar, como consecuencia, la profusión de infracciones en las cercanías del área propia. Y en la medida que el marcador creció en adversidad el desconcierto se apoderó del conjunto, sin que apareciera nada ni nadie que alejara esa expresión fantasmal, desprovista de dinámica, de ideas, de capacidad de recuperación.

¿Y ahora ?

Porque esto es fútbol aún existe la remota opción de reversión.

Azkargorta y compañía deberán reunir toda la dignidad competitiva que la circunstancia exige. Desde luego que al mismo tiempo tendrán que subsanar el cúmulo de desaciertos que dieron lugar a esta catástrofe. Sin ignorar la necesidad de levantar la moral. Enfrente tendrán a un rival seguramente muy conservador, instalado en su zona, amparado en la tranquilidad que otorga la ventaja lograda en casa.

El cachetazo es extremadamente duro. Casi de nocaut. Para cambiar la trama hará falta una proeza. Y solo de Bolívar —que supo llegar a semifinal con suficientes méritos— dependerá consumarla. No queda otra.