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¿Derrota de banco?

Decía Borges que no hay mal poeta que no sea autor, en algún momento, del más memorable de los poemas. La frase puede venir a cuento de muchas cosas: un poco para justificar a quien, de pronto, exuda algo maravilloso de puro milagro, pero también, en contraste, a quien siendo un portento de pronto se sale con un mamarracho.

¿Qué pasó el 6 de abril en el Monumental de Núñez? ¿Fue The Strongest ese adefesio que juraron hasta el cansancio periodistas y fanáticos? Contra el mundo, o al menos contra una minoría, propongo otra mirada: fue una derrota del técnico; una derrota concebida en el banco. Fue un duelo particular entre el Muñeco Gallardo —DT de River— y Mauricio Soria, del Tigre. Y el nuestro terminó apaleado. No quiero parecer predispuesto contra el entrenador aurinegro. Mi propuesta va más lejos: sostengo que, por hoy, no hay un técnico en el medio nacional capaz de dar cuenta cabal de un juego que, en su base estratégica, sigue siendo muy semejante al ajedrez, a la batalla decimonónica. Es decir, altamente posicional. Un duelo de fundamentos estratégicos que se va resolviendo en escaramuzas tácticas que requieren un ojo atento y perspicaz durante todo el lance: saber leer el partido, que le dicen.

Lo penoso del análisis actual es que permanece anclado en los jugadores, y redunda en demasía en su bajo nivel de preparación. Cierto, resulta sencillo llegar a conclusiones así cuando se los ve fallar hasta el hartazgo; pero —siempre hay un pero— existen unas cuantas situaciones en las que lo que se percibe —o se reclama— es la mano del técnico.

La noche de los pantalones blancos de The Strongest —uno hubiera querido que en vez de banderines los equipos intercambiasen cortos— fue una de esas que se inscriben en esto. Y no es la primera vez de Soria. Tal como con The Strongest, hace unos meses avanzó en la Copa América de Chile, pero en un partido que debía jugarse al todo por el todo, frente a Perú, se congeló tanto que dejó que el rival vapuleara a la selección. El pasado miércoles llevó su caso más lejos. La alineación era discutible. Muchos nos preguntamos por qué dejó al mixto y hábil Castro en el banco. El esquema era —para mi gusto— muy polémico. Muchos técnicos del medio nacional se llenan la boca elogiando la línea de tres zagueros al fondo con dos volantes laterales, pero olvidan que es un trazo para un fútbol muy evolucionado: exige volantes muy, muy veloces, resistentes y dotados tanto para atacar como para defender. Del mismo modo, los centrales deben tener una capacidad superlativa para abrirse y cerrarse en el área con gran rapidez y solvencia. Si he de ser sincero, no veo jugadores nuestros rayando a ese nivel.

Mucho menos cuando se trata de enfrentar a equipos más hábiles y dotados que los nuestros. La noche del miércoles, en los primeros minutos se vio que el esquema de Soria iba a hacer aguas. Bastó que D’Alessandro se percatase —léase, Marcelo Gallardo desde el banco— que al frente tenía a un mediocampista —Ernesto Cristaldo— en funciones de defensor lento, ausente e impreciso, para que se volcase al saqueo por allí, desbaratando en el camino al resto de la defensa. Poco mejoró el que Chumacero se pusiera a colaborar a su compadre en desgracia. D’Alessandro venía con su propia tropa y con tres o cuatro combinaciones centellantes dejaban el espacio abierto y listo para los goles. Mi pregunta es, ¿no vio Soria que Cristaldo estaba haciendo el peor partido desde que llegó a The Strongest? Cuando todos asegurábamos que no regresaría al segundo tiempo —para el que ya había cinco goles en contra—, el técnico decidió que Ballivián, Pérez, o Jair Torrico no existían en este mundo. ¿Hubiera cambiado algo si uno de estos defensores de oficio reemplazaba al normalmente solvente mediocampista paraguayo, a fin de bloquear la sangría que estaba causando el iluminado ofensivo de River? No hay manera de saberlo, pero la lógica lleva a pensar que sí. Diez o veinte minutos del segundo tiempo, y Ernesto dio otra muestra de lo lejos y mal dispuesto que se hallaba esa noche. Paró, como último hombre, una pelota centrada al borde del área. Pero lo hizo tan pobremente, que en un segundo un jugador de River apareció por detrás y se la llevó. No fue gol de milagro. Y Mauricio Soria en el banco, muy bien, gracias.

En los últimos minutos, el Tigre se fue al frente en una mezcla de enojo y vergüenza. Sus jugadores combinaron cerca del área argentina. Cristaldo apareció por el costado, reclamó la pelota, rompió la prometedora combinación que se estaba haciendo e hizo un lance al arco argentino. Evito las palabras “tiro”, “remate” o “disparo”. Lo que le salió, a todas luces, fue un pase al arquero rival.

Pocas veces he visto caer a un equipo así por causa de los fallos y nervios que propaló un jugador. Pero esto es fútbol; es un juego y una mala noche la tiene todo el mundo. Lo que asusta —futbolísticamente hablando— es que el técnico jamás se hubiera dado cuenta y, como contra Perú, hubiese sido incapaz de dar el timonazo que enderece el rumbo o que, al menos, muera en el intento. Había un banco que hablaba de otras posibilidades. El Chuma se tuvo que ir lesionado para que Soria descubriese a Castro cuando faltaban diez minutos para el fin de la pesadilla. El paceño, con dos pisadas al balón, mostró que podía haber hecho bastante más esa noche. Para la anécdota quedan los 18 toques seguidos que articularon los jugadores del Tigre en el segundo tiempo. O las dos veces, en el primero, que enlazaron once toques. Cuando hay seis goles en contra, la gente no suele atender a estos detalles, pero las imágenes no mienten. Como muestra, Bolívar contra Boca articuló en su mejor momento ocho toques. La increíblemente inexpresiva selección de Baldivieso consiguió amarrar, contra Argentina, tres toques seguidos. ¿Es —me pregunto— un detalle menor? ¿No es que, desde el rectángulo, los jugadores, casi como soldados abandonados, están pidiendo otra cosa, una mano de verdad estratégica?

(*) Cé Mendizábal es literato, ganador del Premio Nacional de Novela 2013 e hincha del fútbol. Colabora en esta edición con la Revista Marcas Plus.