Fue como si hubiera continuado —al margen del escenario y distancia temporal— el partido de Montevideo. Si hasta el tercer gol se repitieron los autores (Alonso (2) y Chumacero, orfebre de una joyita en el arco norte) y, esencialmente, las diferencias colectivas e individuales.
Salvo diez minutos del periodo inicial, cuando intentó tibiamente ser rival de veras, Montevideo Wanderers transitó en su ya conocido accionar.
Necesitaba una proeza para clasificarse y ni por asomo reunió mínimos atributos en función de aquello.
The Strongest volvió a aplicar la receta con idónea circulación de pelota. Aceleró sin desgastarse. Su volumen de juego permitió que por lo general encontrara receptores destapados y capitalizó la ventaja de dañar a través de la proyección por los flancos. Acaso lo único que pueda reprochársele sean ciertas desatenciones defensivas en lo poco que inquietó el visitante.
El cotejo tuvo bastante de balón dividido, sobre todo en inmediaciones del centro de la cancha, pero ello no alcanzó a disimular el desnivel que las cifras exhiben al cabo de la serie. Y eso que el travesaño devolvió un lanzamiento penal de Pablo Escobar en el complemento.
Otro elemento para ponderar en el aurinegro tuvo que ver con la actitud encaminada a ir siempre por más, a sabiendas de que el pleito se encontraba sobradamente resuelto. No se conformó. Respondió a la condición de ser mejor. Le regaló al público una exhibición maciza, más allá de que el equipo uruguayo —y la percepción descarta de plano lo exagerado— encaró el compromiso anhelando, ansioso, nada más que su epílogo. De no ser por Martín Rodríguez, el portero, lo de anoche, en Miraflores, daba para una goleada de escándalo.
Diego Bejarano convirtió el cuarto y completó una tarea que seguramente será un acicate adicional en pro de ir la semana próxima a Santiago.
Lo cierto es que, entre virtudes de unos y falencias de otros, el desenlace de ambos episodios no hizo más que ajustarse a la realidad que el título de esta columna sintetiza.