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Ovidio no se murió

No recuerdo bien si tenía 11 o 12 años. Soñaba entonces, como casi todos mis amigos del barrio, con ser futbolista. Cuando corríamos tras la número cinco en la polvorienta calle del incipiente Bosque de Bolognia unos eran Troncone, otros Fontana, los menos Galarza, pero la mayoría jugábamos a ser Ovidio. Reconozco que en mi caso era complicado: algo gordito y con dos piernas izquierdas, tenía que resignarme por lo general a ocupar el puesto del que evitaba que la pelota trasponga esa línea imaginaria que hacían dos piedras de mediano tamaño y un inexistente travesaño. Ser Ovidio le tocaba a otro, por lo general a mi amigo Archie, que agarraba la pelota y no se la sacabas nunca.

Por entonces, las paredes de mi cuarto estaban atiborradas de esos pósters de jugadores de fútbol que tenían un marco que asemejaba a la madera y que el entrañable “Hoy Deportivo” nos regalaba todos los lunes. En pose de gladiadores, cual dioses del Olimpo, estaban allí, los ídolos de mi tiempo. De entre esas decenas de fotos gigantes, las más repetidas eran las de dos astros: Ovidio y Lucho Galarza. Habrán sido una docena del primero y unas 10 del segundo. En ese tiempo, lo nuestro era amor por ellos, amor en estado natural, incondicional, al extremo de renunciar incluso a nuestra identidad, ya no por ser como ellos, sino por ser ellos…

Un buen día, me enteré que en nuestro barrio vivía un dirigente del Strongest, equipo en el que jugaba Messa. Algo me dijo que ése podía ser el camino para algún día llegar a estar cerca de mi ídolo, darle la mano, pedirle un autógrafo; en fin, comprobar que era humano y no extraterrestre como sospechaban varios de mis cumpas de infancia. Y así fue. Achá, así apellidaba el vecino-dirigente, me dijo que podía hacer cumplir mi sueño de acercarme a Ovidio. O sea, tocar el cielo con las manos. Ese domingo, en el estadio Lastra, el Tigre jugaba contra 1° de Mayo por el campeonato de la Asociación (la Liga no había nacido aún). Pero para tamaña concesión Achá me puso una condición: “yo te hago entrar al vestuario para que lo veas al Ovidio, pero antes debes ir a la tribuna y sumarte a la barra para alentar al equipo; tienes que cantar y gritar fuerte”, propuso. Como no podía ser de otra manera, acepté emocionado.

Recuerdo que esa noche, del sábado para el domingo, no pude dormir por la ansiedad que me dominaba. Elucubraba: Messa no va a estar; no me dejarán entrar al camarín; el partido se va a suspender por lluvia; Achá no es dirigente y solo me hará hacer barra; algo raro va a pasar, pero mi anhelo no se va a concretar…  Volvía a dar otra vuelta entre las sábanas y pensaba: le voy a dar un abrazo; le pediré el autógrafo soñado; ojalá me regale su polera o, mejor, sus cachos. Pasado el mediodía dominguero comencé a hacer guardia en la casa de mi genio hacedor de sueños y cuando me di cuenta ya estaba en la recta general del Lastra: enfundado en un chaleco del Tigre que me prestaron y debía devolver al final del partido, gritaba ¡estronguer, estronguer!, al son de un chullu-chullu hecho de madera y tapacoronas de cerveza. Me quedé ronco, nunca dejé de alentar, bajo la mirada vigilante de quien ya se imaginarán.

Confieso que fue uno de los partidos más largos que me tocó presenciar. En él, Ovidio hizo un gol y todos en la tribuna enloquecimos. Todos menos él, porque cuando Ovidio hacía un gol, por muy importante o vistoso que fuera, no lo festejaba. Serio como siempre, apenas le daba una palmadita en el trasero a los compañeros que se le acercaban para congratularlo por la conquista. Cuando acabó el juego, Achá me tomó de la mano y corrimos hacia el vestuario. Mis rodillas temblaban, mi corazón amenazaba con romperme el pecho. De pronto se abrió la puerta y fue como entrar al paraíso: olor a fricción Vita, jugadores con torsos desnudos y sudorosos, gritos de algarabía, abrazos, algunos reporteros con micrófono y auriculares, el utilero corriendo presuroso para rescatar las camisetas y los cortos. Y casi al final del camarín, sentado en una banca de madera, agachado, desatándose los cordones de los botines estaba él, Ovidio. Levantó la mirada y saludó a Achá. Yo quedé petrificado, sin atinar a hacer o decir algo, como si hubiera visto un fantasma. “Hola muchacho”, me dijo y me extendió la mano. Recuerdo que me preguntó si me había gustado el partido, mas no recuerdo qué le respondí. Cuando me sobrepuse a tan mágico momento estábamos saliendo del estadio, camino de vuelta al barrio, allí donde ahora ansiaba llegar lo más rápido posible para contarles a mis amigos y a quien quisiera escucharme lo que había sido ese mi paso fugaz por el edén.

Varias décadas después, ambos trabajando como cónsules, tuve la suerte de volver a darle la mano a Ovidio. Por vergüenza o algo parecido no le conté nada sobre nuestro “primer encuentro”. Al sentirlo tan cerca volví a emocionarme como esa tarde en el Lastra. Miles de imágenes volvieron a mi mente: mis pósters del “Hoy” en la pared, su golazo de la primera final liguera contra Oriente el 77, sus palmaditas en el trasero, su seriedad, nuestro saludo, nuestras cachañitas en el barrio y esa certeza infantil de que Ovidio era un dios, por tanto inmortal, distinto a nosotros, simples mortales.

Después de la noticia que nos llegó este jueves desde España, me ratifico en mis sospechas: Ovidio no se murió, porque tipos que juegan a la pelota como lo hacía él no pueden morirse. Presumo que en el partido que se juega “allá arriba”, el Gran DT precisaba un talentoso 10 y lo llamó a Messa. Es eso. Te encomiendo, querido, Ovidio que nos guardes un lugarcito en la tribuna de por allá, para que cuando sea nuestro turno, volvamos a gritar tus goles y salgamos corriendo hacia el camarín para ver si esta vez nos animamos a pedirte ese autógrafo y esa camiseta tan soñados cuanto ausentes. Gracias por todo, maestro.