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Las maneras de la guerra (II)

Años atrás, hojeando una de esas revistas de fin de semana, me topé con una entrevista minúscula a Marcelo Claure. Era una ráfaga de preguntas cortas que ameritaban respuestas mínimas. “¿Quién es su personaje favorito de cómic?”, decía una. “Batman”, respondió el empresario. “¿Y el personaje que más odia?”. “El Joker. Por stronguista”. En ese lejano 2009, lo tomé a broma. Lejos estaba ya el Batman de Tim Burton (1989), que había impuesto como símbolo el logo de fondo amarillo del murciélago en el centro del pecho sobre el traje negro del personaje. “Tiene que ser un chiste”, me repetí entonces, pero hoy, a la sombra de los años, no puedo menos que ver en la frase del empresario un anuncio de lo que se ha convertido en un modelito recalcitrante de conducta. Estos son algunos periodistas, entre otra gente, que han tenido que bancarse con la prepotencia, cuando no matonaje, de los mandantes de Bolívar: Jorge Burgoa —tildado como “stronguista imparcial sinvergüenza”, sea lo que sea que signifiquen las palabras que usó Claure para atacar al relator de Tigo—; Fernando Bustillo, recriminado por Guido Loayza por preguntar “si fue un fracaso el no lograr el título”; Shamir Álvarez, expulsado de una conferencia de prensa por el mismo Loayza tras hacer otra pregunta incómoda, y luego amenazado… Es conocida, asimismo, la anécdota de un radialista reprendido por gritar, tras un gol de The Strongest, durante el Tri, “¡The Strongest, el único sin descensos!”, como si recordar eso fuese mentar la peste. Claramente, Claure y Loayza no ignoran lo que hacen: en el orbe de los consensos deleznables e instantáneos que arma Twitter, o la publicidad, no es difícil acumular pulgares para aplastar a alguien. En el ámbito de la verdad, las cosas funcionan de otro modo.  

Ética o mercado? Lo dije la semana pasada: no me gusta la manera en que César Salinas trata el caso de Diego Bejarano. Frases como que “se estaba muriendo de hambre en Grecia”, o que “se va con la maldición del Tigre” son cosas que no deberían oírse a un presidente. De algún modo los clubes deben retrotraerse a lo positivo que los jugadores hicieron mientras jugaron para ellos. Bejarano fue, varias veces, un aporte excepcional. En la Libertadores de 2017, en un partido con River que al Tigre se le estaba haciendo indescifrable, Diego lo destrabó con un precioso gol de taco. Esa es una imagen que se debe guardar, agradecer y tener paciencia. Demandar por perjuicios, “sentar precedentes”, ¿cabe…? Se dice que no se fue bien, pero ¿quién se va “bien” al archirrival, aquí o en cualquier parte?

Pensemos: ¿qué se entiende por cláusula de rescisión de contrato? ¿Qué papel juegan los dirigentes en estas idas y venidas? Mandos medios de The Strongest cuentan que en Luque, Paraguay, durante el sorteo de la Libertadores, se reunieron con gente de Bolívar. Allí, dizque, acordaron no ir por jugadores del otro. Pero a la vuelta ocurrió lo de Bejarano, como si los dueños hubiesen puesto un mentís a cualquier pacto. En rigor, Bolívar no fue solo por él. Fue por el Chuma —la gran novelita de fines del año pasado— y tanteó a Raúl Castro. Si no los convencieron, es otro cantar. Entonces la duda es si debe existir algo así como un protocolo, un marco ético para estas cosas. En esa Edad Media de nuestro fútbol, en los 80, un día de tal el coronel Mario Oxa Bustos, presidente de The Strongest, propuso un trueque a su par Mario Mercado: Julián Jiménez, un delantero paraguayo aguerrido que hacía goles en el Tigre, por Jorge Hirano, titular de la selección peruana y uno de los mejores punteros que ha tenido Bolívar. El minero Mercado, que decididamente nunca iba a perder el filo, le respondió: “Claro, pero el trueque deberá incluir el pase del coronel Oxa Bustos”.

No es que las cosas hubiesen sido siempre tan simpáticas. Durante la gestión de Mercado se dio el caso de Juan Carlos Ríos, obligado a jugar en Bolívar tras una odisea disparatada, así como el de Luis Suárez, homónimo del delantero del Barça. Era un diez argentino que brilló en San José. Al final del torneo, The Strongest le habló, le hicieron firmar un papelito y le adelantaron dinero. Al regreso de la vacación entrenó un par de días con el Tigre, pero Bolívar le presentó un papelote —un contrato con todas las de la ley— y una mayor cantidad de billetes. El caso se zanjó en una comisaría, con Suárez tratando de explicar lo que había hecho y lo que se aprestaba a hacer: devolver su platita al Tigre y pedir disculpas porque “se había precipitado…”. Se trató, se trata, qué duda cabe, de un mundillo reducido a las cualidades de una ranchera: “no hay que llegar primero, sino que hay que saber llegar…”.

El modelo. ¿Debe haber algo que lleve a imponer treguas y levantar, sino amistosas, al menos respetables banderas blancas? En el actual estado de cosas, es como poner puertas al campo. El dinero lo ha deformado todo hasta niveles impresentables. Si todo un Barcelona se tragó un sopapo como el de Neymar pagando su monstruosa cláusula para irse al PSG, ¿qué esperar en un país de ciegos, como el nuestro, en el que un tuerto —Bolívar— quiere ser rey a como dé lugar? En 2017, en medio de la guerra que le hacían a César Farías, leí a gente ligada al club celeste poco menos que reclamando en los diarios por el hecho de que Bolívar no tuviese ya treinta títulos, en vez de los veintitantos que tiene. Uno de los más puntillosos se dio el lujo de señalar el modelo a seguir: el Bayern Múnich, el equipo alemán que arrasa en cada torneo de su país. Hasta donde se sabe, futbolísticamente hablando, en Alemania todos siembran pero solo el Bayern cosecha. Claro, semejante accionar tiene consecuencias: más allá del alto nivel de su fútbol, pocos torneos son tan previsibles y aburridos como el alemán. A título de ilustración, recordemos lo ocurrido en la final “alemana” de la Champions de 2013. Como una auténtica rareza, el Borussia Dortmund había llegado a la final europea como una fuerza titánica dispuesta a repetir la dosis de la Bundesliga sobre el tiránico monopolio del Bayern. Para ello contaba con la fuerza demoledora del polaco Robert Lewandowski, el talento de Mateo Reus, y con la joya más promisoria del futbol alemán: Mario Götze. Pero días antes del partido ocurrió lo previsible, y que lleva nomás a cambiar de canal cuando se trata de fútbol teutón: el Bayern pateó el tablero. Pagó la cláusula de rescisión de Götze de 37 millones de euros, con la venia del jugador, y se lo alzó. A partir de ahí nadie dijo si el hombre podía, o no, jugar la final con su “anterior” equipo contra su “nuevo”, en una de las situaciones más extrañas, incómodas e infamantes de la historia del fútbol. Hubiese o no alguna “letra chica”, para el buen entendedor el Bayern había desarbolado a su rival antes del partido. Así lo entendió también el técnico del Borussia, que no se molestó en convocar a Götze. En pleno maremoto, un lúcido Lothar Matthäus fue uno de los que protestó por lo “oportuno” del contrato que tiraba a la basura la confianza de la gente. El chico, considerado desde esa hora como la persona más odiada de Dortmund, se acercó cohibido al vestuario de sus ¿excompañeros ahora rivales? a desear suerte. En 2016, tras un paso gris por Baviera, Götze regresó al equipo que lo formó, a su ciudad natal cuyos habitantes fruncen las cejas cada vez que lo ven. Mateo Reus, su otrora socio, subió un tuit fraternal en inglés: “Welcome back”. Pero la vuelta muestra otro Götze: frío y burocrático en lugar del hábil y atrevido de antaño. Apenas dos goles y dos asistencias en 16 partidos dicen que la magia se fue a otra parte…

El largo rodeo debe decir algo a Salinas, Claure, Loayza y otros: los jugadores no son máquinas inmunes a sus leseras, pujas, caprichos y bochinches. Xabier Azkargorta, el técnico más querido de nuestro fútbol, solía decir hasta el cansancio que lo que importa es el ser humano. No le atendimos.

(Fin de Segunda parte)

(*) El autor es escritor y periodista