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Suárez y Salah

La historia del fútbol es la historia del afecto. Es la historia de niños jugando en la calle, a veces con una pelota y a veces con cualquier cosa que ruede, creando lazos, haciéndose amigos, así como aparecen en las propagandas de los mundiales, año tras año, niños brasileños, africanos, rusos, pateando la pelota por la calle, las rodillas negras y el cabello despeinado. Niños con zapatos nuevos o zapatos gastados o corriendo descalzos. El calzado es lo de menos, sin importar lo que te quiera hacer creer Nike. Por supuesto, la historia del fútbol es también la historia de Nike y de las grandes marcas transnacionales. Es la historia del poder, del despotismo, de la política, del patriotismo violento, del racismo y la misoginia. Es la historia del dinero.
Pero para los fines de esta columna, hoy, la historia del fútbol es la historia del afecto.   

“Me enamoré del fútbol a los siete años, mi mejor amigo siempre me decía que algún día sería grande…” dice Mohamed Salah, delantero de la selección de Egipto, en una entrevista en la página web de Liverpool. Por otro lado, Luis Suárez, delantero uruguayo, hizo de su carrera futbolística una cruzada para llegar a Barcelona, para poder estar al lado de la mujer que ama. Es por afecto que los fanáticos elegimos nuestro equipo, es por afecto que hinchamos por la selección de un país que no sea el nuestro, que nos emocionamos por una victoria o lloramos una derrota de gente que jamás hemos conocido. Es por afecto que soy fanática de la selección de Uruguay; porque en Uruguay fui feliz, porque tengo familia en Uruguay, porque soy medio uruguaya, porque me reconozco en su juego.

Si el fútbol fuera solo un juego, y si disfrutarlo pasara solo por comprender las reglas, las personas como yo no tendríamos manera de acercarnos a él. Si así fuera, sería un pasatiempo solamente para hombres, solamente para entendidos, mucho más triste y pobre. Pero el fútbol no es solo un juego, o más bien: el fútbol es nada más y nada menos que un juego, un juego en el que se juega la vida. Y al centro de la vida, al centro del afecto, así como en una obra de teatro, están los personajes. Es por los personajes que yo me acerco al fútbol. El partido de hoy entre Uruguay y Egipto, por ejemplo, en el que se juega el cierre de la primera fecha del Grupo A (ya casi suena a que sé de fútbol) se trata, para mí, del enfrentamiento entre dos personajes: Mohamed Salah y Luis Suárez.

Mohamed Salah es un joven de 25 años, delantero del Liverpool y el mejor jugador de Egipto de los últimos tiempos. Luis Suárez no necesita mucha introducción, pero por si alguien no lo ubica, es ese jugador que “no mordió a un contrincante italiano en el mundial anterior, sino que le hizo sentir, accidentalmente, los efectos de un mordisco”. Suárez y Salah son chicos de pueblo en países tercermundistas. Ambos empezaron jugando en la calle de su barrio, ambos se enamoraron del fútbol allí, en la calle. Mohamed Salah empezó jugando en un equipo en El Cairo a los 14 años, y para poder entrenar allá viajaba todos los días desde su pueblo, cuatro horas de ida y cuatro de vuelta, tomando hasta siete buses diferentes en cada viaje. Pasaba solo dos horas de colegio al día. “Si no hubiera logrado ser futbolista profesional… las cosas no hubieran resultado bien para mí”, dice en la misma entrevista. Y sin embargo no había otra. Con personas como Suárez o Salah, no se trata de decidir qué quiero ser cuando sea grande. Se trata simplemente de tener la fortaleza y disciplina para cumplir tu destino.  

Suárez no puede ostentar semejante lucha contra las adversidades. El suyo ha sido un enfrentamiento no tanto contra elementos externos sino contra sí mismo; contra su carácter intempestivo, su mal genio y falta de disciplina. Cuando tenía 16 años, le pegó un cabezazo a un árbitro que le había sacado tarjeta roja. Cuando estaba recién llegado a Holanda a su primer equipo europeo, Groningen, era un casi-adolescente con sobrepeso que comía demasiado McDonalds e insultaba a su entrenador cuando lo sacaba del juego. Y luego lo de las mordidas… no me malentiendan. Yo amo a Suárez. Me conmueve enormemente un hombre que tenga que enfrentarse a sí mismo para salir adelante. Me imagino la calle en el barrio del Cerro en Salto, en el interior de Uruguay, un niño no alto ni fornido teniendo que defenderse con lo que tiene. Me imagino a ese niño saliendo en los momentos de tensión en partidos internacionales.  No lo excuso, pero lo entiendo. Y salir adelante es lo que hizo, con disciplina y probablemente yoga y meditación y terapia y afirmaciones de tipo: “no morder al contrincante” y “no sacar la pelota del arco con la mano”.

Tanto Suárez como Salah son jugadores con alma, saben jugar en equipo (ambos son excelentes asistentes, no solo goleadores), ambos tienen historia con el Liverpool y son de los mejores jugadores de este Mundial. Lo que quiero ver hoy en el partido entre Uruguay y Egipto, si es que la lesión de Salah lo permite, es el enfrentamiento entre estos dos personajes, estos dos goleadores que vienen de tan lejos y que tienen, en el fondo, tanto en común. Que gane el mejor. Mi afecto está con Suárez.

(*) Camila Urioste es escritora.

Invitada por Marcas de La Razón durante el Mundial Rusia 2018.