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Hasta donde Rusia siempre quiso llevarlo

España, el favorito, murió ahí, en la extrema definición que el dueño de casa forzó luego de defenderse a ultranza (y lo hizo bien, menester es resaltarlo). Además, contó con la seguridad de Igor Akinfeev, candado en casi ciento treinta minutos y determinante al contener dos tiros penales. Un arquero grandioso que ubicó a Rusia, volteando pronósticos, entre los ocho mejores.

¿Qué sucedió con el equipo hispano? Quiso ganar y no pudo. Le sobraron intenciones, pero no conceptos para derrumbar el muro albo.

Tuvo en abrumadora mayor medida la pelota, se entretuvo al manejarla en pases laterales inútiles, sin profundidad, monótonos. Silva, Koke, Asensio e Isco aportaron, en general, muchísimo menos de lo correspondiente. Así transcurrió el tiempo.

Y cuando los de Hierro lograron ponerse cerca de convertir, el golero y capitán, está descripto, se interpuso. Adviértase, asimismo, que este candidato ya fuera de carrera solo anotó desde los doce pasos. Alcanzó la ventaja luego de un autogol de Sergei Ignashevich y eso, sumado a la posesión, no consiguió atrapar el máximo objetivo.

Por su lado, el cuadro de Stanislav Cherchesov nunca se apartó del libreto. Ni siquiera parcialmente derrotado. Basado en una férrea disciplina confió en Artem Dzyuba y el gigante respondió no solo porque marcó la igualdad, vía pena máxima, luego de un córner en el que Piqué saltó imprudentemente con un brazo arriba. Pivoteó cada vez que fue asistido, dio lugar a la preocupación de la Roja y cumplió lo previsto hasta agotarse y permitir la entrada de Fyodor Smolov.

Podría interpretarse que el fútbol tosco —y hasta antiestético, si se permite— superó al vistoso. Es verdad. Este último careció no sólo de ideas e imaginación, también de eficacia. Pecado futbolístico considerable.

Acaso España firmó su sentencia al cambiar de director técnico en el mismísimo umbral del torneo. Quizás debió sancionarse una infracción penal a su favor cerca del epílogo del alargue (doble agarrón a Ramos y Piqué) pero Kuipers, el árbitro holandés, y el VAR optaron por desentenderse.

Lo anterior, empero, no exime de auténtica responsabilidad a un conjunto que durante la fase de grupos —a despecho de su primer puesto— reveló flaquezas que en tiempos no muy lejanos le eran distantes y ajenas.

Andrés Iniesta dejó el banco para recomponer la situación. Lo intentó, pero sin acierto ni fortuna, al igual que Thiago Aspas y Rodrigo. Nacho y Jordi Alba, los laterales, tampoco pasaron a campo contrario como el trámite lo pedía. De “La Furia” solo emergió el recuerdo de una expresión futbolística ahora tan parsimoniosa cuanto apagada. Excluida por un elenco conscientemente inferior pero, de la misma forma, respetuoso al extremo de una planificación tendente a resistir sobre la base de acopio físico, disfraz de muy claras falencias técnicas.

Rusia, en la definición límite, no erró ningún disparo. David De Gea desperdició una gran oportunidad de reivindicar un desempeño justificablemente cuestionado y en Moscú se despidió otro aspirante quebrantador no solo de esperanzas, posiblemente también de apuestas.

Es la Copa en la que el balón detenido decide destinos. Hubo lugar para prórroga y lanzamientos penales. Rusia sabía que en ese supremo expediente radicaba la chance que el volumen de su juego difícilmente le concedería. Aferrada a esa convicción arrastró a una representación ibérica empequeñecida, desmañada, negada de rebelarse frente a sus lagunas futbolísticas.

Éxito de un estilo. No el de mayor calidad. Sí el monolítico, macizo, apuntado por unas cuantas individualidades resueltas a privilegiar el valor de lo global, incluyendo la concesión de prestar la redonda porque, visto está, si se la usa trivialmente nada está garantizado. Vaya si lo sabe y sufre España. Esta Espanodaña.