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La memoria

Desde que Uruguay quedó eliminado del Mundial el viernes 6, el torneo ha perdido mucho de su encanto. Igual no me pierdo un partido, pero la pasión ha bajado a niveles de leve cosquilleo. Por ese motivo, hoy hablaré del Mundial 2010. Un Mundial con canciones pegajosas. Un Mundial en el que Uruguay quedó en cuarto lugar. El solo recuerdo de ese Mundial me causa más mariposas en la panza que cualquier partido de los que quedan en éste.

Para mí, fútbol fue ese partido entre Ghana y Uruguay en la fase de cuartos de final del Mundial 2010. Yo estaba en el medio del campo, en Apolo, haciendo encuestas a poblaciones indígenas acerca del uso de productos de palmeras, probé leche de majo por primera vez y conocí el tuyo tuyo, esa asquerosa larva de escarabajo que crece en los troncos de palmas caídas y que los niños Leco comen como pipocas, felices, lamiéndose los dedos.

Me había enamorado recientemente de la selección de Uruguay, en gran parte por la ilusión de mi hijo que tenía entonces seis años. Me enamoré de los goles de media cancha de Forlán, de la garra desgarrada de Suárez, del temple del capitán Lugano. Nunca había sentido tan mío a un equipo. Me reconocía en su juego. 

A la hora en que daban el partido yo abandoné el hotel (un convento/hostal autosustentable operado por monjas de clausura) y me fui a la plaza a buscar un lugar público con televisor. Las tiendas y los restaurantes alrededor de la plaza tenían televisor, todos sintonizados al mismo canal. Eran las tres de la tarde. Daba la novela. Pregunté, tratando de disimular la histeria de mi voz, si alguien planeaba ver el partido… Entonces doña digamos Elsa gritó algo a alguien al otro lado de la plaza y este alguien, digamos don Arturo, se desperezó y caminó hasta una esquina donde hizo algo con unos cables y de pronto todos los televisores de alrededor de la plaza sintonizaban Bolivia Tv.

El partido acababa de comenzar. Entré a un boliche de pollos flacos al espiedo y pedí una porción. Me posicioné en una mesa justo frente al televisor.

Fue un partidazo. Estaba cero a cero, recuerdo la tensión con que comía ese pollo chicloso y esas papas que chorreaban grasa de hace cinco días, recuerdo mi tensión que contrastaba con el ambiente absolutamente relajado de los demás comensales, que miraban el partido de reojo, indiferentes al partido entre Ghana y Uruguay, países para ellos igualmente lejanos e insignificantes.

Tensión. La tensión a mi alrededor hacía un campo electromagnético. El partido iba cero a cero. Así terminó el tiempo reglamentario y luego de un descanso empezó el tiempo de alargue y entonces…

Entonces Ghana empezó a atacar y atacar y había un negro enorme, hermoso con su polera blanca, el 10 de Ghana, que hizo una jugada que ya no recuerdo pero recuerdo que terminó frente al arco, a no más de un par de metros, y todo, todo el equipo de Uruguay estaba metido entre él y el arco en ese par de metros, era una locura, el negro frente a todo el equipo de Uruguay, uno contra diez, y pateó la pelota, era una bomba, eso, un misil, estaba entrando al arco por encima de las cabezas de los 10 jugadores de la celeste cuando una cabecita negra salta, se asoma por encima de los demás, brazos en alto, y ataja la pelota con ambas manos.

Suárez.

Me paré gritando tan violentamente que se cayó la silla, derramé el vasito de plástico lleno de Inca Cola. Mi corazón palpitaba de tal forma que lo escuchaba como un tambor en los oídos. Suárez, bendito, bendito, bendito Suárez. Tarjeta roja directa, obvio, pero ¿a quién le importaba? A nadie. Recuerdo a Suárez salir de la cancha, la cabeza en alto, una leve, imperceptible sonrisita en el rostro. Lo amé. A él no le importaba la tarjeta roja. A él lo que le importaba era que había comprado tiempo. Se había inmolado por el equipo. Se había sacrificado por una oportunidad.

No levanté la silla. A quién le importaba la silla. Lo que importaba ahora era el penal. El penal. Las manos me temblaban. Muslera, ese flaquito de 24 años con cara de adolescente vestido de verde limón besaba los postes de su arco y se alistaba frente al negro enorme y hermoso de Ghana que preparaba la pelota, el pie, la pierna, el alma, para patear el esférico y meter el gol de la victoria, el gol que llevaría a Ghana por primera vez en la historia a una semifinal.

Recuerdo el rostro del jugador de Ghana en un primer plano en la televisión, sudando, concentrado, recuerdo sentir en el fondo, en algún lado profundo, que si no fuera Uruguay su rival yo estaría hinchando por él, yo estaría de su lado, del lado de Ghana, del lado de África, del lado de todos los niños negros que soñaban con llegar a una semifinal.

Pero era Uruguay. Solo podía haber un vencedor. Ghana tenía que caer. 

El 10 de Ghana pateó la pelota, y la pelota era un misil, una bomba, un torpedo que pegó en el poste que Muslera acababa de besar y entonces volví a gritar y perdí los estribos y la euforia era tal que me puse a llorar. Yo lloraba y reía por la felicidad de Suárez y Forlán y el Loco Abreu que en ese instante eran los seres más hermosos del mundo.

Me dolió el 10 de Ghana, me dolió su equipo y me dolieron todos los niños de África. Pero solo brevemente. Porque luego de la euforia terminó el partido cero a cero. Sí. Había que terminar a penales. A penales. Uno tras otro los penales de infarto pero ya estaba yo anestesiada, ya mi cuerpo vibraba imperceptiblemente y mi garganta estaba ronca de tanto gritar, miraba parada frente al televisor, en silencio, atónita, hasta que por fin le toca patear al Loco Abreu, y la mete y…

Ganamos. Solo que no fue así.

El partido no estaba cero a cero, estaba uno a uno con golazo de Forlán de media cancha. ¿Cómo olvide ese gol? Y la polera de Ghana no era la blanca. Estaban con la alternativa: rojo sangre, y el negro hermoso no era en realidad tan hermoso. Y el casi gol que tapó Suárez con las manos no fue una patada, fue un cabezazo, y él no se alejó con la cabeza en alto y una sonrisita en el rostro tras ser expulsado, se alejó llorando, limpiándose las lágrimas con la camiseta.

Así fue. Ahora lo recuerdo.