Recuerdos y una reflexión pasado un cuarto de siglo
Éxito. Término cotizado, escurridizo, anhelado y complejo de alcanzar. Vaya si lo sabe nuestro fútbol, que en materia de Copas del Mundo padece un cuarto de siglo sin siquiera acercarse a la opción de repetir el logro.
Entonces, la conmemoración (absolutamente lógica, natural, pertinente) conduce también al cuestionamiento —sin la mínima intención de aminorarla o encarar el papel de aguafiestas— acerca de las razones por las cuales hay que remitirse al lejano 1993 para hallar un motivo de alegría o, si se prefiere, un hito histórico.
Argumentos hay, cómo no, muchos. Valederos y no tanto.
Lo cierto es que, sin ser un patrón indiscutible, una experiencia positiva suele encadenarse a otra sino similar al menos próxima. Podrá, en este sentido, apelarse al subcampeonato de la Copa América de 1997, lo que no hace más que reafirmar el concepto, pero, al mismo tiempo, a la vuelta de la esquina emerge la clasificatoria sudamericana inherente al Mundial de Francia —de la que cabe recordar no participó Brasil, debido a la condición de campeón vigente— en la que la selección nacional solo superó a Venezuela, para terminar penúltima en la tabla de posiciones, a ocho puntos del cuarto y último clasificado de Conmebol.
Es verdad que cambió el sistema. De una eliminatoria rápida, estructurada en dos series, se pasó —primaron y priman poderosas razones económicas, vinculadas a la venta de derechos— a la actual, de todos contra todos y desarrollada durante un par de años. Representa un dato no menor, pero este cronista no lo entiende como exclusivamente determinante.
De seguro que adquiere mayor trascendencia el valor del capital humano propio. Aquella generación, dotada de talento, efectividad, mística y hambre de gloria, fue exprimida hasta, inclusive, más allá del límite… Entre tanto, el proceso de recambio cayó en un pozo insondable, al margen de una que otra valorable excepción.
La vigencia y los frutos de academias como Tahuichi Aguilera y Enrique Happ —dos notables usinas generadoras de futbolistas— decreció debido a la desaparición de sus mentores y a otras razones que no viene al caso citar en esta oportunidad.
Las consecuencias no tardaron en advertirse. Los “próceres” que llegaron a Norteamérica pagaron el precio del inexorable transcurrir del tiempo y cada vez exportamos menos a mercados de alta o mediana competitividad.
No solo eso. La carencia de una adecuada política directriz se sumó a purgas de poder internas que condicionaron lo que es factible definir apenas como buenas intenciones limitadas a eso. A un discurso generalmente no llevado a la práctica o concretado a medias, según la circunstancia lo permitiese.
Y a fines de añadir otro matiz al debate —oportuno de plantearse a raíz de la implicancia derivada de la coyuntura— resulta ineludible poner sobre el tapete el grado de calidad de los torneos domésticos. Bolivia depende, mucho más que cualquier otro país sudamericano, de los jugadores que actúan en la ahora denominada división profesional. ¿Se han jerarquizado o degradado los campeonatos? La respuesta, en la que el ingrediente financiero es insoslayable, conduce a sondear la causa de esta sequía extendida a través de dos décadas y media. Demasiado prolongada, no cabe la menor duda.
Un geste de recepción
Edificio Cobija, avenida Arce de la ciudad de La Paz. Guido Loayza, a la sazón presidente de la Federación Boliviana de Fútbol, disponía de una oficina concebida para sus actividades profesionales. No tardó en convertirse en el centro de operaciones. A ratos el espacio se hacía pequeño, aunque la toma de decisiones parecía remitirse al dueño de casa y a quien adquirió el rango de imprescindible y eficaz mano derecha: Percy Luza.
En ese lugar conocí a Francisco Xabier Azkargorta Uriarte. Más allá del contacto de presentación, compartido con otros colegas, la ocasión pretendía configurar una entrevista amplia, de esas contempladas en las tradicionales ediciones de lunes.
Hombre magnético, con evidente rodaje (estaba a las claras su manejo del ida y vuelta periodístico) a la hora de responder. Elocuente sin necesidad de elevar el tono de voz.
El registro de la conversación instaló el “aquí y ahora” que después se haría persistente en sus expresiones.
La referencia se asocia ineludiblemente al relato de Marcelo Torrico. El arquero, uno de los convocados más jóvenes, no olvida el contexto del primer encuentro con el director técnico vasco.
“Fuimos citados para concentrarnos en Cochabamba, el hotel estaba en el kilómetro cinco de la carretera hacia Quillacollo. Nos recibió de pie en la puerta, dando la mano a cada uno; sí, fue una muy buena impresión inicial”.
Azkargorta se instaló en una apacible residencia de Obrajes. Sobre la avenida 14 de Septiembre. Se movilizaba en un Suzuki Vitara que, hasta donde tengo entendido, la FBF aún conserva en su sede central. No era difícil advertir en él —en dicho domicilio tuve oportunidad de concretar más de una nota— el propósito de transmitir sus convicciones y, paralelamente, de conocer hasta el mínimo detalle, no necesariamente futbolístico, del ambiente en que estaba desenvolviéndose.
No era todavía, ciertamente, el personaje que llegó a ser. A pesar de los mostachos, el reconocimiento popular era cuestión de futuro.
Y de hecho no la pasó bien luego de un partido amistoso con Chile, en el Hernando Siles. La reprobación del público tuvo eco en el periodismo, sobre todo aquel habituado a emplear matices sensacionalistas, apoyado en el inmediatismo.
“Jugamos como nunca una gran cantidad de cotejos de preparación y, de hecho, varios los perdimos, pero el plantel ganó identidad, adquirió fisonomía hasta llegar a moverse casi de memoria; por eso la solidez que mostró cuando hubo puntos de por medio”, rememora el portero, que justamente debutó en una gira por Cetroamérica.
La unión y la euforia
En la bitácora de recuerdos —admitiendo un no necesario apego al orden cronológico— existe una sensación única. No reiterada posteriormente.
Tanto o más importante que la conquista deportiva en sí.
Está vinculada al innegable fenómeno social que involucra al fútbol.
Es muy posible que un determinado porcentaje de lectores no alcance a comprender la dimensión de lo señalado. Y es normal. Porque acaso no lo vivió, debido a una cuestión de edad.
Tiene que ver con la inconmensurable unión y alegría que la selección mundialista de 1994 generó en todo el país. Un fenómeno hasta ahora no reiterado. No puede desconocerse, por ejemplo, que el seis a uno a la Argentina dirigida por Maradona (abril de 2009, clasificatoria rumbo al Mundial de Sudáfrica) no dejó a nadie indiferente, pero la reacción durante la campaña relativa a la Copa de Estados Unidos alcanzó ribetes indescriptibles. Con mayor impacto en la ciudad de La Paz, pero aliada a réplicas en todo el país, sin distingos de ninguna naturaleza.
Los post partidos en el estadio Hernando Siles representaron auténticas, espontáneas y grandiosas fiestas populares. El domingo de la clasificación en Guayaquil el país se abrazó de modo fervoroso. Irrepetible.
El viernes 17 de junio —día del debut, frente a Alemania, en el Soldier Field de Chicago— no fue feriado en el país, pero se asemejó a una jornada no laborable, sobre todo después del mediodía. Avenidas céntricas de la sede de gobierno aparecían desérticas. Casi sin tráfico vehicular y con escasos peatones, presurosos en pos de una pantalla televisiva.
Era, desde luego, la consecuencia de todo lo vivido en meses anteriores, cuando se abrochó el pasaporte al anhelado torneo.
Ni siquiera el duro contraste en Recife (goleada furiosa, seis a cero, del local) amenazó el encanto. Todo lo contrario. Así como se despidió al conjunto con ilusión se lo recibió a fuerza de una conmovedora manifestación de fidelidad y certeza que la caída no afectaría, como final y felizmente aconteció, la obtención del objetivo.
Ese agobiante día de fines de agosto en el nordeste brasileño pasó de todo. Al punto que uno de los emblemas del equipo sufrió en el hotel un robo de consideración. Inconcebible episodio para un hotel de cinco estrellas. La pericia policial demoró la salida al aeropuerto en función del retorno.
“Fuimos partícipes de un hecho inolvidable. Soy un agradecido del fútbol pero también comprendí la necesidad de hacerme profesional en otro plano para el día de mañana. Estudié kinesiología y fisioterapia, profesión que ejerzo desde hace buen tiempo. Ha transcurrido un cuarto de siglo, pero parece que hubiera sido ayer…”, evoca Torrico Terán.
“Sentir que es un soplo la vida, que veinte años no es nada…”. En este caso son veinticinco. Sin embargo el espíritu de Gardel, en el mítico Volver, traduce la connotación de la gesta. Esa que se celebra como la ocasión lo amerita. No obstante, el dulce recuerdo trae aparejada, en apego a la realidad, la percepción de todo aquello que se hizo —o dejó de hacerse— para que los capítulos posteriores migraran hacia el polo opuesto, convirtiendo a la desilusión en una lamentable constante.