Interferencia
El mundial 2010 me dejó muchos partidos memorables. Uno fue el de Uruguay contra Holanda por las semifinales, durante el cual la palabra “interferencia” cobró nuevos significados. Escuché el partido en una radio a pilas en un pueblo sin agua corriente a varios kilómetros de Apolo, sin señal de celular, parada encima de una lomita donde los lugareños decían que era más probable que mi radio captara la señal. Escuché todo el partido de manera intermitente, con el sonido borroso, repleto de estática, con el brazo en alto para no perder la señal. La derrota fue amarga, nació mi odio por Robben y la macurca en el brazo me duró dos días.
Corte a: jueves 20 de junio de 2019. El inicio del primer tiempo del partido Uruguay-Japón me encontró junto a mis hijos en un taxi en la carretera de Potosí a Sucre. Varados a lado de dicha carretera mientras el conductor y uno de los pasajeros intentaban soplarle vida de nuevo a la batería descargada. Habíamos hecho todo para poder llegar con tiempo a Sucre para ver el partido entero y, sin embargo, ahí estábamos, atascados a las siete de la tarde mientras caía la noche.
¿No tienes miedo de que pasemos todo el feriado aquí en el medio de la nada, mamá? Me preguntó Lucas. De lo único que tengo miedo es de perderme el partido de Uruguay, le respondí. Yo tengo más miedo de que gane Japón, añadió Micael.
Yo no entiendo nada de autos, no entiendo las maniobras que hacían el chofer y el pasajero, no sé cómo después de 15 minutos lograron que el motor rugiera y el auto pudiera arrancar de nuevo. El tema es que, llegando a Yotala, Micael logró captar la señal de radio en su celular y sintonizamos el partido justo a tiempo para escuchar el primer gol de Japón. Aun así, el alivio de estar en sintonía con el partido era enorme. El taxi avanzaba a toda velocidad por la carretera mientras el árbitro revisaba el VAR para determinar si era o no penal para Uruguay, y Micael y yo cruzábamos dedos. Cuando Suárez anotó el gol nos olvidamos de todo, de todas las interferencias que nos habían impedido ver el partido desde el inicio, como estaba planeado. Uruguay iba empatando y todo iba a estar bien.
Logramos llegar a Sucre para ver el segundo tiempo y la interferencia se transfirió al partido en sí, cuando Japón logró bloquear casi todos los ataques que intentaba Uruguay. Una y otra vez una cabeza, una atajada del arquero, una pierna, algo se interponía para impedir el gol. Luego el gol de Japón, y por fin el instante en que Josema Jiménez logró quebrar la defensa y anotar el gol del empate final.
Al igual que la mecánica vehicular, los mecanismos del fútbol son un misterio para mí. No sé cómo un equipo que pierde 4 a 0 con Chile se enfrenta a un equipo que ha goleado 4 a 0 a Ecuador y llegan a un empate. Todos los pronósticos indicaban que Uruguay ganaría con facilidad, solo que el fútbol es igual que el clima: le valen los pronósticos. Y me imagino que así como se dice que uno no se puede bañar dos veces en el mismo río, porque ni el río ni tú son los mismos, los equipos cambian también después de cada partido; la selección de Japón no es la misma que se enfrentó a Chile, algo ha cambiado aun si la alineación es exactamente la misma. La derrota cambia algo, la determinación es distinta. Igual con el equipo de Uruguay; la victoria del primer partido ejerce una suerte de alquimia, la lesión de Vecino tiene un efecto y el equipo ya no es el mismo.
Y qué bueno que así sea. Que fácil sería, de otro modo, adivinar siempre el resultado de un partido. El fútbol es, así, absolutamente impredecible y humano. La interferencia, la ley del caos, las leyes del azar hacen de un torneo como la Copa América una historia inimaginable y llena de giros en la trama.
No puedo esperar a ver cómo le va a Chile contra Ecuador, un partido supuestamente con el resultado cantado, pero que podría darnos una sorpresa. Y el partido entre Chile y Uruguay, ese espero verlo sin ninguna interferencia. Cruzo los dedos.
(*) Camila Urioste es escritora. Invitada por Marcas de La Razón durante la Copa América Brasil 2019