Finalista con sobrado derecho y autoridad
El fútbol es –como se ha expresado en tantas oportunidades– de actitudes y detalles. El próximo rival de Brasil encaró el encuentro como verdaderamente correspondía. Dejó todo en el estricto sentido de la expresión y cuando el elenco rojo descubrió fallas las transformó en cachetazos letales. La cruda fisonomía de la lucha en Porto Alegre alcanzó un último episodio: tiro penal a favor del derrotado y Eduardo Vargas quiso picar el balón que Gallese, para cerrar una presentación impecable, atrapó.

Hubo un aspecto clave en lo técnico. Perú, con potestad, lo dejó sentado en el mediocampo. Yotún, Tapia, Carrillo, Cueva y Flores se apoderaron del manejo de la pelota y no solo establecieron superioridad numérica, sino de claridad futbolística que se tradujo en una presión alta que prontamente otorgó recompensa.
Chile sufrió con la inseguridad e imprecisión; de ahí que representó una proeza tejer una acción continua de tres o cuatro toques.
Muy temprano, Christian Cueva desvió en una llegada a fondo. Y si bien hubo una réplica también clara (remate desviado de Aránguiz ante pase de Beausejour) el cuadro de la banda roja mandó no solo en el plano de la iniciativa franca, sino también en el contraataque. Eso se reflejó en los goles del lapso inicial.
En la apertura de la cuenta Edison Flores cazó, libre de marca, una cesión cruzada y definió con categoría. Más tarde Yoshimar Yotún capitalizó un grave error del arquero Gabriel Arias, que inopinadamente dejó desguarnecido el marco ante un largo envío, aparentemente carente de riesgo.
El partido era abierto, intenso, pero siempre, en el lapso inicial, las condiciones fueron impuestas desde el lado peruano, casi sin contrapeso porque, por ejemplo, Luis Advíncula constituyó un receptor permanente en el flanco derecho. Eso permitió que Paolo Guerrero —en teoría único atacante franco— nunca se sintiera solo. Todo lo contrario. Advirtió que era acompañado y no solo eso: dispuso de compañía segura y efectiva.
En suma; el equipo de Ricardo Gareca tejió el desarrollo adecuadamente, añadió resolución y se vio frente a un rival que, asimismo, echó de menos la gravitación de individualidades como Sánchez, Vargas, Isla, Pulgar y el mismo Vidal, distantes en productividad de presentaciones anteriores.
Al margen de todo lo anterior un factor imposible de obviar. La importancia del portero Pedro Gallese, que cuando fue llamado a intervenir, sobre todo en la parte final, estuvo a la altura de la circunstancia.
Perú la tuvo clara en todos los matices del juego. Exhibió lucidez. Ganó por lo general en los duelos mano a mano. Marcó prestamente y en el momento de cuidar lo conseguido esperó y se agrupó sólidamente.
Chile rondó el descuento con un cabezazo de Vargas devuelto por uno de los palos, pero pecó de excesiva prisa y de ojos cerrados en varios de sus intentos ofensivos. Ejemplo: como no aconteció en pasados cotejos abusó de los centros, apelando, aferrado a la desesperación, a una vía infructuosa.
Con dicho panorama Yotún se acercó al tercero y elevó desde muy cerca.
El aval de la ventaja contribuyó en buen grado al libreto del conjunto incaico. En una semifinal dos tantos de diferencia representan una riqueza más que importante y Perú agregó a su mérito la tranquilidad, esa que dio lugar a la anotación de Guerrero, como una especie de cereza sobre la torta.
El fútbol es —como se ha expresado en tantas oportunidades— de actitudes y detalles. El próximo rival de Brasil encaró el encuentro como verdaderamente correspondía.
Dejó todo en el estricto sentido de la expresión y cuando el elenco rojo descubrió fallas las transformó en cachetazos letales.
La cruda fisonomía de la lucha en Porto Alegre alcanzó un último episodio: tiro penal a favor del derrotado y Eduardo Vargas quiso picar el balón que Gallese, para cerrar una presentación impecable, atrapó.
Hay victorias que no dejan lugar a ningún cuestionamiento. La peruana se consumó bajo dicho contexto. Irrebatible.
Oscar Dorado Vega
es periodista.