El fútbol ocupa un sitial importante en la vida argentina, quizá demasiado. Es transversal a toda la sociedad. Va desde el obrero al profesor universitario, es una iglesia sin ateos.
A veces cuesta explicarlo para quien no lo ha vivido. Si un candidato a Presidente de la Nación confesara que no es hincha de ningún club no tendría una mínima opción de triunfo. No se concibe. No es normal. Así como el caballo come pasto, con el mismo afán nosotros tragamos fútbol.
Es un alimento espiritual, un entretenimiento nacional y un compendio de códigos, comportamientos y lealtades. Se empieza como hincha, luego, ya más grande, uno se hace socio y es hasta que la muerte nos separe.
El genial Roberto Fontanarrosa decía que la pasión por el fútbol “es como el matrimonio y las enfermedades, se contrae”. Y, dado que a los argentinos nos apasiona mucho más nuestro club que la selección, el mismo Negro sostenía: “Central es como mi vieja, la selección es como mi tía”.
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No decimos equipo, decimos cuadro. Y no decimos estadio, sino cancha. En nuestro imaginario, la madre y el club de fútbol son sagrados, están en el altar supremo de la adoración. Ante esa instancia no se concibe la traición. Del padre se hereda el club de fútbol. El padre es de Racing, el hijo de Racing.
Así tiene que ser. Para poder abrazarse en un gol, tras una gran victoria. Luego, la madre, por extensión, le guste quien le guste, cincha por el club del hijo, para verlo feliz. Esto es así y el que lo quiera cambiar que no se gaste, pierde tiempo.
En casa profanamos la tradición. Mi padre era un demócrata: su corazón latía por Rosario Central y sus dos hijos le salimos de Independiente. No obstante, sobrellevó el hecho con ponderable señorío. Hubo un alto costo: no haber ido nunca con él a un partido, una pena.
Para ir nos enganchábamos con amigos, con otros padres, con la barra de la esquina… Cuando tuvimos la suficiente edad para manejarnos, nos íbamos por cuenta nuestra. Mi mamá no era tan futbolera, simpatizaba tenuemente por Newell’s Old Boys, pero deseaba que ganara Independiente por nosotros.
En el barrio hubo un caso real de amor y desamor fuerte. También de padre e hijo. Adolfo fue un hombre simple, devoto esposo y padre ejemplar. Armó con Silvia un hogar modesto, dado su empleo público en el correo. Con afanes y sacrificios hizo la casita. Tuvieron a Guillermito. Su mundo cerraba perfecto: el nido, la familia, el pichón. Con eso era feliz. Con eso y con Boca.
Ése era el otro gran amor de su vida. Y su único gasto, su lujo, ir a la cancha. Ni fumaba. Cuando Guillermo cumplió siete años lo llevó por primera vez a La Bombonera, venciendo los temores de la madre y aceptando miles de recomendaciones: “Cuidalo bien”, “Tapalo”, “Vayan lejos de la hinchada”, “No discutan con nadie”…
Después ya se hizo costumbre y mermaron las aprensiones. Bastaba con un “pónganse un gorro que hay mucho sol”. Así, todos los domingos Adolfo y Guille partían tempranísimo hacia el ritual. Adolfo sentía que con eso completaba el círculo de la felicidad.
¿Qué más podía pedir…? ¿Fortuna? ¿Para qué? La fortuna era eso, y luego, si ganaba Boca (que casi siempre ganaba), volver a casa, tomarse unos mates calentitos con Silvia y escuchar la radio comentando las hazañas boquenses. Porque esto transcurrió a comienzos de los ’60, el fútbol por televisión no arrancaba todavía, la radio era todo. “Ssssshhhh… que está hablando Fioravanti”.
Sí, Adolfo iba pletórico en el tren, la vista en el horizonte. Guille juicioso, con su habitual compostura. No podía haberle salido un hijo más bueno. Un santo, estudioso. Pero la vista de Adolfo, que estaba más allá del sol, no podía penetrar en la cabeza de Guillermito. Allí habitaba un duende. Algo no estaba bien ahí dentro, algún cablecito cruzado. Adolfo lo ignoraba.
Guille también adoraba ir a la cancha, salió tan futbolero como su padre. Sin embargo, en su interior abrigaba un sentimiento encontrado, que no se atrevía a confesar. Pasó un año, dos, tres… El almuerzo dominical, el beso a mamá, el tren, la cancha, la multitud, la vuelta a la calidez hogareña. Y si ganaba Boca, llegaban con pastelitos de la panadería al bajar en la estación. Cuando hay amor, las rutinas son hermosas.
Guillermo se fue haciendo grandecito y secundaba fiel al padre, aunque el embrollo que tenía en la cabeza ya lo asfixiaba. Hasta que una tarde, que jugaban Boca y River, no pudo aguantar más.
“A estas gallinas las vamos a destripar”, le decía Adolfo, contento, a otro hincha de Boca sentado en el asiento de adelante. “Hoy se comen cuatro”, respondió el otro, con el clásico optimismo boquense, (a menudo infundado, por cierto).
Guille nada, iba serio, pero por dentro no aguantaba más. Bajaron del tren y se animaron caminando hasta La Boca, encolumnados con la marea boquense, todos gritando, arengando. La caravana entubaba las calles de ese barrio peculiar, atrapante.
El humo de las parrillas, los vendedores de gorros, banderas y vinchas, los que ofrecen entradas de reventa, el azul y oro presente en toda esa babel ansiosa por subir al cemento y dar el aliento que, como Boca, nadie. Adentro ya estaría colgada de la segunda bandeja la bandera del Jugador Número Doce con la leyenda que inflama los pechos: “Podrán imitarnos, igualarnos jamás”.
En ese maremágnum, Adolfo se sentía en el paraíso. Guille, tal como es él, ni una palabra, ni un gesto. Pero Adolfo no decía nada porque sabía que era así, calladito, poco expansivo. “¿Querés un choripán, Papito…?” Guille rechazaba educadamente.
La bravata se consumó y salió redonda: ganó Boca 3 a 1. ¡Tres a uno a River y con triplete del ídolo, el brasileño Valentim…! Una locura. Adolfo se abrazó con media Bombonera, Guille lo vivió a su manera: sin efusión. Tardaron en salir, la multitud, eufórica, no tenía apuro en irse, las pizzerías de La Boca desbordaban, siempre que gana Boca es una fiesta de pizza y moscato, vino en jarra.
De vuelta a casa, alumbrados por los focos de la esquina, Guille tomó la que hasta hoy es la decisión más fuerte de su vida. Lo paró al padre unos metros antes de llegar a la puerta de casa y se lo dijo. No quería herirlo por nada del mundo, pero se animó:
-Pa… tengo que decirte algo.
-Claro, pedime lo que quieras, Guillermín, hoy es un día glorioso.
-No, papi, no quiero nada, es otra cosa.
Adolfo cambió el semblante, se volvió adusto.
-¿Qué pasa, hijo?-. Le acarició la cabeza con enorme ternura.
-No te enojes por lo que te voy a decir…
-No, mijito, nada de lo que me digas me puede enojar.
-Es algo que yo siento y que ya no lo puedo ocultar más…
-¿Qué es…?, preguntó Adolfo, preocupado.
-Yo soy de River.
Era otoño. Había comenzado una llovizna tenue y fría que mojaba. Adolfo quedó mudo. Su rostro se tornó sombrío. Fue una noticia terrible. Un impacto como si le hubiera caído un saco de correo en la cabeza. No pudo responder. Ninguno de los dos habló más. Entraron. Silvia esperaba con el mate, contenta, ya sabía del triunfo de Boca, los vecinos de enfrente gritaron los goles. Le pareció extraña tanta parquedad, cada uno encaró para su pieza. Adolfo no quiso cenar, no pudo dormir, sintió que el cristal de su vida se había resquebrajado.
Nunca más fueron a la cancha juntos.
(11/11/2024)