Jugar con el corazón en la mano
Jorge Barraza, columnista de La Razón
Claro que nos gustaría golear 6 a 2 a nuestro acérrimo rival como aquella vez del Barça al Madrid en 2009; encima, de visita y con baile a lo Xavi-Iniesta-Messi. Desde luego pagaríamos una cena para diez por un 7-0 similar al de Estudiantes a Gimnasia en 2006. Daríamos nuestro celular por una remontada increíble como la de Independiente en La Bombonera, cuando perdía contra Boca 4 a 3 hasta el minuto 89 y lo ganó 5 a 4 a los ’95. Ni hablar del reciente 5-0 del Liverpool al Manchester United, nada menos que en Old Trafford, en las narices de 70.000 diablos rojos…
Pero es demasiado pedir. Siendo un clásico, con medio a cero estamos hechos. Ese día no importa el cómo, sino el qué. ¡Hay tanto en juego…!
Es domingo, va cayendo la tarde y emprendemos la retirada, exhaustos como si nos hubiesen molido a palos. Felices hasta el delirio o tristes a más no poder. No hay dique para esa alegría ni consuelo para esa pena. Terminó ese volcán de pasiones y volvemos a casa. Con las horas, la tormenta de nuestros sentimientos amainará lentamente y las aguas de los sentidos volverán a correr mansas. Sí, parece una tontería, pero ¿entonces por qué nos ponemos así…? Y en esto va incluido todo el arco social de un país: desde el lustrabotas hasta el profesor universitario. El fútbol nos corre por vía intravenosa.
Si ganamos está todo bien, la vida es bella, el país no está tan mal, el sueldo alcanza, la sonrisa no afloja. Llamamos al viejo para contarle, hablamos con los primos y los amigos que son del mismo palo, arde el WhatsApp, vemos mil veces los goles, compramos tres diarios…
Si perdemos todo es negro. Volver a casa derrotado es bronca, cabeza gacha, no hablar con nadie, irse a dormir sin cenar y desear que no haya lunes ni martes. Que la semana empiece en viernes si es posible. Es no comprar periódicos, no escuchar radio ni mirar los programas deportivos en televisión, aguantarse los memes, tragarse la bilis de la rabia y asimilarlo.
El clásico es distinto a todo. Es el partido que más se desea ganar, y el que no se debe perder. El que da miedo perder.
Maravilla folclórica, bellísima tradición social, el clásico no es un partido ni un evento más. Es el gran acontecimiento, la cita de honor. Los temores en pugna con las ambiciones. Una apuesta fuerte. Son dos guapos frente a frente cuchillo en mano. Es el orgullo en juego, el amor por los colores. El nuestro y el de ellos. ¡Belleza de palabra!: “Ellos…” Dicha así, despectivamente, si es posible con una pizca de malicia. “Ellos…”, linda forma de aludir al adversario sin nombrarlo. Todo eso es el clásico, una de las facetas más hermosas del fútbol.
Esa lindura que es el clásico se empieza a fermentar desde chico. Para obtener el diploma del buen hincha es preciso sentir cierta aversión por el rival desde muy chico. No se puede ser de Nacional sin aborrecer de Peñarol. ¿Cómo ser de Independiente sin tener inoculado el veneno contra Racing…? Eso sale solito, de chiquito. Una belleza porque vale únicamente para el partido. Después, uno tiene entrañables amigos en la vereda de enfrente, familiares, hermanos incluso que son fanas del otro cuadro. Hasta se casa con una hincha del contrario. Cuántos habrá locos por Bolívar enamorados de una belleza stronguista… Y viceversa. Entre besos y abrazos se dirán: “Hoy les ganamos”. Y la respuesta segura: “¡Qué van a ganar, ustedes…!” Porque cuando se habla del club de uno el otro amor se hace a un lado. Eso es como la soberanía: no se negocia.
El clásico es un atavismo, tiene siglos de añejamiento, viene de las contiendas entre aldeas, para ver quién tomaba más cerveza, quién hachaba más árboles o cuál bando ganaba la cinchada con la soga. El fútbol lo hizo suyo y lo trajo hasta nuestros días.
Fue el fin de semana de los clásicos. Y en ese contexto, se jugaron los dos de máxima resonancia mundial: Real Madrid-Barcelona y River-Boca. El Madrid-Barça es en cierto modo un neoclásico. Lo decía siempre Di Stéfano: “En mi época el clásico nuestro era el Atlético”. Sucedió que luego el Atlético fue cayendo en un pozo (del cual lo rescató Simeone) y los otros dos se convirtieron en dos monstruos universales, plagados de estrellas. Y se robaron la marquesina. Es claramente el derby europeo más atractivo. Aunque no son de la misma ciudad, condición casi imprescindible para encuadrar como clásico. El Barça se paseó en el Bernabéu: 4 a 0 con clase.
River y Boca, en cambio, nacieron con el siglo en el mismo barrio porteño de La Boca, a cuatro o cinco cuadras uno del otro. Barrio de inmigrantes genoveses, portuario, plagado de astilleros y carbonerías. Luego, en 1923, se dio un suceso extraño: River emigró a Recoleta, la zona más elegante de Buenos Aires, y fue cambiando el perfil de sus hinchas. Entonces la rivalidad pasó a tener otro condimento: la élite versus el proletariado, la exquisitez contra el sudor. Y allí quedaron definidos para siempre River y Boca.
Este es el clásico del alma. Hasta para un periodista con media docena de Mundiales encima estar ahí, en el Monumental o en La Bombonera, es colgarse una medalla: “Yo lo vi”. Nada hay comparable. Barcelona-Real Madrid pueden mover más millones, tener mejores artistas, no igualar esta pasión. Y eso se extiende a Milan-Inter, Celtic-Rangers, Lazio-Roma. En River-Boca hay que echar el resto. Allá por los ’60, Juan Carlos Barberis, un discreto marcador de punta que militó en ambos clubes estaba tan compenetrado en el duelo, que dijo: “Hoy dejo la sangre en la cancha, la mía y la de los contrarios”. Así jugaron, y así ganó Boca ayer, a lo Boca: 1 a 0 mínimo, apretado, todo músculo, todo esfuerzo, regando el campo con transpiración.
Los periodistas montan un pizarrón y explican sesudamente qué puede acontecer en el clásico, pero es tanta la adrenalina, corre tanta lava detrás de la pelota que las tácticas se derriten como helado en el Sahara.
El jugador se juramenta y pone todo. ¿Cómo no hacerlo…? El viernes, en el último entrenamiento del equipo antes del choque con Rosario Central, treinta mil hinchas de Newell’s acudieron al estadio a arropar a sus futbolistas. ¡Y no era un partido…! Los jugadores hacían flexiones y ellos alentaban… Este es, quizás, el clásico más encarnizado, el más fundamentalista. En Rosario hay bares exclusivos para centralistas y bares para ñubelistas.
La ansiedad devorará las horas previas, ese cosquilleo… El anhelo por partir hacia el estadio apurará el almuerzo. La tensión invadirá los cuerpos de millones. Y cuando caiga el sol y deje paso al crepúsculo, volveremos. Extenuados pero felices o destruidos y amargados. Son las reglas de juego de un clásico. Los sentimientos en una batidora, mezclados y andando a mil. Y como toda pasión, es bello vivirla.
Es tarde de ganar por medio a cero. En un clásico basta y sobra.