Todos los cañones apuntan a Qatar
Imagen: Archivo La Razón
Jorge Barraza, columnista de Marcas
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Hacia 1990 el Calcio reinaba como la meca del fútbol. Las celebridades futbolísticas no recalaban en España ni en Inglaterra (aún no se creaba la Premier League), menos en Alemania, los cracks aterrizaban en el Milan, el Inter, el Napoli, la Juventus, la Roma, el Lazio, el Parma… Ahí estaba el poder económico.
En medio de ese esplendor, el país de Da Vinci y Miguel Ángel montó la Copa con más pompa de la historia. No se fijó en gastos.
Quería lucirse, mostrar al mundo su historia, su arte, su industria, la moda, la cocina, el diseño, la música… ¡Vaya si mostraron su creatividad musical…! Decenas de millones recordarán por el resto de sus vidas Un’estate italiana, la canción de Giorgio Moroder y Tom Whitlock con la celestial interpretación de Edoardo Bennato y Gianna Nannini. El tema más bonito de los Mundiales:
“Notti magiche / inseguendo un goal / sotto il cielo / di un’estate italiana…” (Noches mágicas / persiguiendo un gol / bajo el cielo / de un verano italiano…)
Todo el Made in Italy desplegado sobre la alfombra verde del fútbol. Tiraron el país por la ventana. Fue el último Mundial en que un estado autorizó chequera libre con un objeto claro: cautivar al mundo.
En ese ambiente regio, rodeado de actividades culturales, artísticas y turísticas, se disputó un campeonato feísimo, con muchas faltas y una tónica de mezquindad general.
Tanto que fue el certamen con menos promedio de gol de la historia: 2,21 por juego. A contravía de la canción, nadie perseguía un gol. Pero esos son cinco centavos aparte.
Si Italia ’90 fue un torneo deslumbrante —pensábamos— el siguiente será despampanante, hollywoodense, pues se haría en la patria del espectáculo: Estados Unidos. Todo su poder económico se volcaría a asombrar al mundo.
Nos dimos de narices. Fue el Mundial más utilitario de la historia. No invirtió un solo dólar en construir o remodelar nada. Ofreció los estadios que ya estaban, como estaban -sin siquiera una mano de pintura-.
Grandes escenarios, pero envejecidos, sin reparos de sol o lluvia. En el cotejo inaugural —Alemania 1 – Bolivia 0—, en Chicago, se registró una temperatura de 43 grados, que en el campo de juego ascendía a 55°. Los presidentes Bill Clinton y Gonzalo Sánchez de Lozada se quitaron el saco, se arremangaron la camisa y se aflojaron la corbata. No había techito para nadie. Los narradores radiales se sorprendieron de que los pusieran a relatar en unas precarias cabinitas de madera.
El 4 de julio, Brasil derrotó a EE.UU. 1-0 en el estadio de la Universidad de Stanford en San Francisco, muy pintoresco, pero íntegramente de tablones de madera.
Con un detalle que nos impactó: el pasillo que rodea el campo y lo divide de las tribunas, por donde la gente entra y circula, era de tierra. Y no hablamos de 1930… Para los centros de prensa se montaron carpas. Donde debía haber un toilet se instaló un baño químico, uno, ni siquiera dos. Así todo.
Como copresidente del comité de la siguiente edición -Francia ’98- Michel Platini recorrió instalaciones, observó, tomó notas.
Le preguntaron sobre la organización del torneo estadounidense y respondió con una media sonrisa: “Simpática”. Luego agregó una frase ingeniosa: “Hicieron extraordinariamente bien lo mínimo”. Tal cual. Lo montaron como negocio. Eso permitió que fuera el único Mundial con ganancias: dejó más de 3.000 millones de dólares en caja. Y no lo hizo el estado norteamericano sino la empresa privada.
La final se disputó un domingo a mediodía en Pasadena, también con un calor asfixiante y sin resguardo. El lunes a la tarde ya estaban desmontadas todas las instalaciones de cartón y madera, los carteles alusivos y ningún transeúnte desinformado podía imaginar que hasta el día anterior se había celebrado allí una Copa del Mundo.
Ni rastros quedaban. El fútbol no es cultural en USA, aunque ese torneo le dio popularidad y fue multitudinario. Claro, para 1994 ya había 27 millones de residentes latinos a quienes gusta la número cinco más que la de béisbol o que la ovalada del fútbol americano. Y ellos fueron mayoría.
En cambio, Qatar, como antes Rusia, Brasil, Sudáfrica, Alemania, Corea, Japón o Francia, realizó obras que prometen maravillar a los visitantes. Pero, haga lo que haga, será carne de cañón para Occidente.
A norteamericanos y europeos no les cae en gracia el emirato y le darán palo. Pocos recordarán que, en la reciente final de Champions en París, el 28 de mayo, se registró quizás la peor organización de la historia de este deporte.
Ochenta mil hinchas —ingleses y españoles principalmente— quedaron expuestos a ejércitos de delincuentes y atracadores y vivieron una noche pesadillesca, siendo miles de ellos robados y vejados ante la pasividad policial.
“No todo marchó bien el sábado, necesitamos aprender las lecciones en los próximos días”, señaló alegremente la primera ministra francesa, Élisabeth Borne. El propio senado francés acusó al ministro del Interior, Gérald Darmanin, de mentir sobre los gravísimos incidentes. Esa noche, Dios fue francés.
No hubo muertos, sólo golpeados y acuchillados. Pero Francia ya informó oficialmente que boicoteará el torneo de Catar, aunque Joseph Blatter acaba de confesar que el expresidente galo Sarkozy coaccionó a Michel Platini (entonces titular de la UEFA) para que los votos europeos fueran a Qatar, lo cual decidió la elección. Siete ciudades francesas, París incluida, no transmitirán los partidos en pantallas gigantes.
“Comprometidos con los valores de compartir la solidaridad en el deporte y la construcción de un lugar más sostenible, no podemos contribuir a la promoción del Mundial de 2022 en Qatar, que se ha convertido en un desastre humano y ambiental”, sostiene un comunicado de la ciudad de Marsella. En Alemania también protestan contra Catar. “15.000 muertos por 5.760 minutos de fútbol… ¡Qué vergüenza!”, rezaba en pancartas en los estadios del Borussia Dortmund y del Hertha de Berlín. ¿Eurocentrismo…?
“Los europeos siempre llamando a boicotear eventos que no suceden en Europa (sin hacer nada más que cartelitos), sin embargo, sus selecciones se presentan igual y festejan cuando ganan”, dice Ariel, tuitero argentino.
Catar dará comodidades excepcionales a los visitantes, como aire acondicionado en los estadios y un metro espectacular, entre otras cosas. Pero la prensa occidental estará agazapada, lista para dar la puñalada. Es posible que el buen juego y las bondades tecnológicas queden opacados por noticias negativas.
Que las hubo: ¿cómo diablos consiguieron los votos para ganar la candidatura…? Y por acusaciones graves: The Guardian, de Inglaterra, aseguró que al menos 6.500 trabajadores indios, bengalíes y nepaleses contratados para la construcción de los estadios murieron desde 2010, afectados por pésimas condiciones laborales.
Semejante dato derriba cualquier entusiasmo que un Mundial pueda despertar, lo mancha. No obstante, uno se pregunta: ¿Quién los contó…?, ¿Cómo fue…? ¿Morían por falta de medidas de seguridad…? “No, los mató trabajar bajo calor extremo”, asegura un informe de la revista Time. La respuesta de las autoridades cataríes es que fallecieron apenas tres operarios. ¿Quién dice la verdad…? Es imperioso saberlo.
Si no hay un esclarecimiento, será agua que se llevará el río y sólo quedará el eco de los goles.