Un grito en el silencio
Imagen: Ricardo Bajo
Enrique Triverio y el resto del plantel de The Strongest en El Prado paceño
Imagen: Ricardo Bajo
Crónica de una noche de delirio gualdinegro
“Al Prado, al Prado”. Ha terminado el partido y las masas gualdinegras caminan desde Miraflores al centro paceño. Los hinchas se abrazan, lloran en los últimos minutos de partido, piden la vuelta. Se ha sufrido hasta el final, como manda el Antiguo y el Nuevo Testamento gualdinegro. La alegría contenida -como la bronca acumulada- explota.
El Siles está repleto de hinchas del club The Strongest. Como hacía mucho tiempo no se recordaba.
El Prado se inunda de amarillo y negro. Camisetas de todas las temporadas, auspiciadores que incluso uno había olvidado. En el túnel del Nudo Villazón hay una caravana de carros. Están ansiosos por entrar al pasillo entusiasta del Prado. Son las nueve de la noche y todavía faltan dos horas para que llegue el equipo bajo la lluvia, bajo el diluvio.
La Gloriosa Ultra Sur 34 llega caminando, cantando, haciendo sonar vientos y percusiones. Entra por la calle Batallón Colorados. Más tarde llega la muchachada de la Recta Inmortal. La barra toma por asalto el centro de la fuente del Prado. Entonces parece que estamos otra vez en el Siles. Los carros bajan y suben por el Prado a una velocidad pasmosa. Todos se quieren detener en el epicentro del delirio. Tocos tocan bocina. Todos sacan banderas que llevaban demasiados años guardadas/olvidadas en el armario.
Unos amigos llegan montados sobre una camioneta. Portan un feretro celeste con la foto de Marcelo Claure. La gente se arremolina, todos quieren la foto. “Un minuto de silencio, psssss”. Unos cuates se roban el feretro hacia el centro de la fuente. Es el oscuro/celeste objeto del deseo en la fiesta gualdinegra.
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Don “Rena”, el dueño del Gigante Kurmi, está abrigado hasta el cuelo con chalina poderosa. Su hermano y su hijo (el Brujo) han viajado al concierto de Pink Floyd en Buenos Aires y han perdido el vuelo de regreso. Lo lamentarán por el resto de sus vidas. La caravana de carros es un goteo incansable.
Una saya llega con tambores, cajas y sonajas y el entusiasmo sube y baja de las nubes. Qué manera de soñar. “Condorcito, quisiera ser”. Hay gente de todas las edades y bengalas. Hay disfraces y máscaras. Homero vende donas. Hay abuelitos y abuelitas que rememoran la Guerra del Chaco. Cincuentones que me hacen recuerdo de la final del 77 en Cochabamba. “Don Tigre” se pasea con una bandera de otros tiempos. Vuelven los abrazos que nos debíamos, las lágrimas que nunca supimos llorar. Hay muchos niños y niñas. Son los tigres del futuro, los que recordarán dentro de un par de siglos que madre y padre les hicieron stronguistas para siempre en aquella noche bajo la lluvia, bajo el diluvio. Hay murga, como aquella murga del “Chino” Riveros de hace cien años.
Todos quieren saber si va a llegar el equipo. Son casi las once de la noche y tras dos horas de cánticos y más canticos, algunos vuelven a sus casas. “El equipo está entrando por la Camacho en un bus de dos pisos, avisen a todos”. Muchos siguen a lo suyo, el festejo es de la gente. Dos changos y dos chicas están trepados sobre el techo de la parada del bus. Es una atalaya para divisar al Strongest fuerte que saber jugar/ganar. “Detener amores es pretender parar el universo”, canta Silvio. El mundo Tigre no se cansa ni se rinde; el mundo Tigre no se para.
Los vendedores ambulantes de cerveza tratan de sortear a la muchedumbre. “Paceña, Burguesa, Paceña Burguesa”. Hay trago de todos los colores, hasta de colores que uno no sabe ni como se llaman. “Servite, hermano”. Me invitan chela de gente que ni conozco. No hay demasiados puestos de anticucho. La noche es fría y la llovizna es pertinaz, como el sentimiento gualdinegro. Entonces el famoso bus de dos pisos (de la carrera de Turismo de la UMSA) aparece sobre el horizonte. Como las caravanas en los “western” salvajes.
Viscarra está subido en lo más alto, al frente. Es el guarda valla del “ajayu” stronguista. Es el cancerbero de todas nuestras ilusiones. Viscarra está tan eufórico como la hinchada ahí abajo. Ni siquiera se ha cambiado. Está con el corto del partido. Y bebe cerveza a dos manos, con dos latas llegando a su garganta. Se para, se levanta, agarra banderas que llegan volando desde abajo.
Hay cánticos para todos. Junior Arias tiene la bandera de Uruguay como capa. “Uruguayo, uruguayo”. Cuando la saya logra abrirse paso y se coloca frente al bus, grita la hinchada: “Que baile Jusino, que baile Jusino”. Y el capitán baila saya sobre un bus de dos pisos bajo la lluvia. En la parte trasera, Ursino bota latas de cerveza a la gente. Una tras otra. El capitán Wayar tiene una sonrisa dibujada que tardará días y noches en desaparecer. Nadie se acuerda de su roja ni del gol fallado por Junior. El ex presidente Héctor Montes está en lo más alto junto a Viscarra, Jusino, Castillo y Arias. Su padre, don Héctor, viaja en la parte baja, sentado. Hasta en eso, el Tigre es de otra galaxia. Cuatro entrenadores, dos presidentes. El actual mandatario, Ronald Crespo, se ha quedado en el Siles.
El bus del equipo va a tardar más de una hora en recorrer apenas cien metros. Triverio, aclamado como el que más, no va a salir de su asiento bajo techo. Es el goleador impasible, como el “hombre tranquilo” de la película de John Ford. Ha dejado de llover, diluvia. Nadie se mueve, todos quieren una polera firmada, una fotografía que se quede grabada en la retina para siempre.
Las pilas de Viscarra no se agotan. La policía aparece sobre las once y media de la noche al final del Prado. Abren paso y el bus dobla la plaza del Estudiante y se pierde por la avenida 6 de Agosto en Sopocachi. Sobre la alta madrugada, sobre las camisetas mojadas, sobre la alfombra de botellas y latas vacías, alguien grita en el silencio de la noche: el maleficio ha terminado, carajo.
(28/11/2023)