El segundo descubrimiento de América
Imagen: Oswaldo
Jorge Barraza, columnista de La Razón
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Al nordeste de París, en lo que los franceses llaman la banlieue (el suburbio), se encuentra la comuna de Colombes, bella y tranquila zona residencial a la que se llega con el Metro y luego en tren.
En ese barrio de árboles y silencios se encuentra el Estadio Yves-du-Manoir, el viejo coliseo donde nació la gloria del fútbol sudamericano. Sobre ese césped centenario descubrió el mundo que, al otro lado del océano, en tierras de indios, había individuos que jugaban mucho a la pelota.
No eran simples batebolas que corrían sin parar: se trataba de verdaderos artistas que maravillaban con su toque, su gracia, sus fintas, sus frenos y amagues. Eran los uruguayos rompiendo el cascarón del gran reconocimiento, dando vida a la llamada “Ráfaga Olímpica”, que hilvanó París 1924 y Ámsterdam 1928.
No podíamos llegar a París sin visitar el templo de Colombes. Acaso nosotros estuviésemos ahí a causa del furor que causaron aquellos fenomenales charrúas. Como rezaba esa magnífica publicidad que promovía el turismo dominicano: “República Dominicana, donde todo empezó”. Es que allí desembarcó Colón por primera vez en tierra americana. Futbolísticamente, nuestro desembarco fue en Colombes.
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El Yves-du-Manoir se achicó, de 60.000 espectadores pasó a 7.000. Queda una sola tribuna, la lateral con techo de chapas del que fue escenario central de los Juegos Olímpicos de 1924 y de la Copa del Mundo de 1938. Es la casa del Racing Club de París, otrora glorioso que hoy deambula por la cuarta división.
El mismo Racing de París que en 1986, patrocinado por la empresa de motores Matrá, revolucionó al fútbol mundial contratando a Enzo Francescoli, Ruben Paz, Pierre Littbarski, Maxime Bossis, Luis Fernández y otras estrellas. El resultado fue un fiasco colosal, un simple amontonamiento de nombres. Se dilapidó una fortuna, el equipo descendió, el sponsor huyó y el Racing Club se hundió en la ciénaga del anonimato.
Aún hoy, en el mundo globalizado donde todo se conoce, a muchos franceses les costaría ubicar en el mapa a Uruguay. Remontémonos a 1924. Allá no se sabía si Uruguay era una fruta, una marca de tabaco o la denominación de una tribu. El nombre por sí sólo sonaba tan exótico… La tarde de la inauguración de los juegos, refieren, izaron la bandera uruguaya al revés, con el sol para abajo. También, dicen, le erraron al himno: pusieron una marcha brasileña. En el cuadro de competición lo ubicaron en una eliminatoria previa frente a Yugoslavia.
Cuenta la leyenda que dos “espías” yugoslavos fueron al entrenamiento uruguayo para ver cómo eran esos individuos tan extraños. Y ahí apareció la picardía criolla. Alertados, los celestes hacían todo torpemente: se chocaban entre sí, pateaban a cualquier parte. Los balcánicos volvieron a la concentración y, más que contentos, quedaron compungidos: “Pobre gente, venir de tan lejos para quedar eliminada en el primer partido”. Sintieron lástima sincera.
Al día siguiente jugaron y Uruguay les ganó 7 a 0 con un baile inolvidable… Y con apenas 3.025 personas en las gradas.
Fue tal el impacto que ya al segundo encuentro asistieron 10.455. Y al otro, y al siguiente. Cada presentación fue una fiesta de toques, lujos y goles. El negro José Leandro Andrade fue apodado “La Maravilla Negra” e invitado de honor al Lido. A Nasazzi se lo denominó “El Gran Capitán”, a Héctor Scarone “El Mago”, a Pedro Petrone “La Fiera”. El fútbol le debe a Uruguay el primer gran golpe de popularidad, ya que su hazaña trascendió todas las fronteras. Allí nació la fama de que era un deporte donde todo podía suceder. Ahí estaba la muestra.
Tras la paliza a Yugoslavia, otras cuatro victorias compusieron la escalera hacia el laurel olímpico: a Estados Unidos 3-0, a Francia 5-1, a Holanda 2-1 y a Suiza 3-0. Tras ese último choque con los helvéticos, el público se puso de pie y ovacionó a los celestes como nunca se había visto. Pasó un minuto, dos, tres… la gente no paraba de aplaudir. Para corresponder a tanto homenaje, Nasazzi les dijo a sus compañeros: “Che, vamos a dar una vuelta a la cancha para saludar”. Así nació la Vuelta Olímpica. La inventaron sin darse cuenta. La gente arrojaba sombreros y flores a su paso y los muchachos uruguayos los recogían y volvían a lanzarlos. Está filmado, es muy emocionante.
El detalle que lleva la gesta a niveles de epopeya es que, además, Uruguay asistió al torneo disminuido. En 1923 la Copa América se celebró en Montevideo. El fútbol oriental estaba dividido desde 1922 por un cisma: Nacional se quedó en la Asociación, Peñarol, enrabietado, arrastró una parva de clubes chicos a fundar la Federación. La afiliada a la Conmebol y a la FIFA era la Asociación, con esos jugadores se afrontaban las citas internacionales. Tan enconada era la división de los dos grandes que una tarde, el 25 de noviembre de 1923, dos “Selección de Uruguay” se presentaron a jugar a la misma hora. En el Parque Central y por la Copa América, la de la Asociación (oficial) venció a Brasil 2 a 1. A unas veinte cuadras, en la cancha de Peñarol en Pocitos, el combinado de la Federación derrotó a Chile por idéntico marcador. Los dos jugaron con la casaca celeste que marca la historia. Los dos decían lo mismo: “Nosotros somos Uruguay”.
Para ganar su pulseada frente a Peñarol de cara al público, el presidente de Nacional y de la Asociación, Atilio Narancio, hizo una jugada maestra; les prometió a los jugadores: “Si ganan la Copa América los llevo a disputar las Olimpiadas en París”. Los futbolistas cumplieron, conquistaron el título. El dirigente también. No fue fácil. Narancio, apodado “El padre de la victoria”, ya metido en el baile, bailó: hipotecó su quinta en el barrio de Maroñas para financiar el viaje. No fue todo: hasta último momento, el Comité Olímpico Uruguayo no daba la autorización para participar en los Juegos; temía un papelón. Es que intervendrían todas las potencias europeas, se desconocía el poderío de ellas, pero se pensaba que sería enorme. Y Uruguay tenía su fútbol partido. Peñarol, Central, Sud América, Defensor, Misiones, Miramar, River Plate y una treintena de clubcitos más no estarían representados. Era un riesgo muy alto. Las gestiones llegaron hasta al presidente de la Nación. Recién nueve días después de partir de Montevideo, estando el barco en alta mar, el COU dio la aprobación. La Celeste acudiría sin los futbolistas de la Federación. Era la mitad de Uruguay. Por ello, la gesta olímpica de 1924 tiene valor doble.
Aquel 9 de junio de 1924, miles de hinchas de Peñarol hacían fuerza por Suiza. Es que no había ningún futbolista mirasol entre los campeones. “En la final del ’24 yo quería que la selección perdiera. Sin Peñarol, ese equipo no era Uruguay”, nos dijo, en persona, el arquitecto Raúl Bove Ceriani, expresidente del Comité Olímpico Uruguayo. Uruguay era entonces un país cercano al millón y medio de habitantes. Sin embargo, 400.000 abarrotaron el puerto de Montevideo para aclamarlos en el retorno.
Uruguay campeón olímpico… ¡Increíble! Entramos en el año del centenario de aquella hazaña eterna. Volvimos de Colombes flotando entre los recuerdos. Y apenados. Ni una foto, ni una placa de bronce perpetuaba la hazaña de aquellos héroes que pusieron al fútbol sudamericano en el mapa de la consideración mundial.
(07/01/2024)