Con su 5 a 0 a domicilio al Valencia por Copa del Rey, el Barcelona alcanzó un impresionante promedio de 3,11 goles por partido. Desde la llegada de Hansi Flick dejó los pases laterales, la cadencia, la posesión y va directo al ataque.
Juega al espacio para Lamine Yamal, Raphinha y Lewandowski y estraga defensas. En once ocasiones marcado 5 goles o más. Y aunque falta todavía mucha temporada, está a un solo gol de igualar su marca global del curso 2023-2024. El año pasado cerró con 110 goles en 53 partidos, ahora está en 109 con 35 salidas al campo.
Es un rodillo. En los dos choques de Copa le anotó 12 al Valencia: 7-0 y 5-0. Esto nos trajo a la mente un suceso acaecido en los albores del profesionalismo, referido por viejos maestros del periodismo que nos dieron aulas de profesión en nuestros inicios.
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Hace ya muchos años -86 exactos- el Racing Club de Corbatta y Perfumo, actual campeón de la Copa Sudamericana, produjo un hecho sensacional, que seguramente es un récord mundial, sobre todo por haber acontecido en el máximo nivel de juego. Marcó 8 goles en tres partidos consecutivos.
En tres domingos, uno detrás del otro, 24 gritos. Y en partidos oficiales. El 2 de octubre de 1938, en Avellaneda, aplastó a Platense 8 a 2. Siete días después, en La Plata, goleó a Estudiantes 8 a 2, y el 16 de octubre, nuevamente en su viejo estadio de madera, le hizo 8 a Lanús: 8 a 1.
Una proeza goleadora jamás repetida. Diez de esos goles fueron de Evaristo Barrera, un cordobés tan grandote que le llamaban “El Ómnibus”. Al año siguiente Racing lo transfirió al Lazio de Italia y, dicen, no volvió nunca más, ni de vacaciones, murió allá. Había surgido del mismo club de Dybala, Dertycia y Mario Kempes: Instituto.
Otros seis tantos fueron del Chueco García, de cuya fabulosa pierna izquierda supimos también por nuestros mayores. “La derecha la usaba para caminar solamente”, evocaba mi padre, simpatizante de Rosario Central, donde el zurdo deslumbró. Contaba maravillas del Chueco, refería una costumbre suya de limpiar todo el camino de rivales y dejársela en bandeja al “9” para que anotara, tras lo cual le decía “¡servido…!”.
También fue el ídolo del escritor Osvaldo Bayer, otro centralista irredento. Enrique García rivaliza con Félix Loustau, de River, y con Juan Ramón Verón y Oscar Mas por el cetro de mejor puntero zurdo de la historia del fútbol argentino. No obstante, hay coincidencias en sentar en el trono al Chueco.
Los hinchas y los diarios le amontonaban apodos como si fueran ofrendas florales: El Fenómeno, El Imparable, El Mago; finalmente se impuso y perduró para siempre El Poeta de la Zurda. Era de la época de los wines-wines, esos sujetos peculiares pegados a la raya que hacían maravillas y tiraban centros venenosos, más orgullosos de bailar al marcador que de marcar goles.
Enrique García excitó tribunas en los años ’30 y ‘40. Los futbolistas estaban lejos todavía de adueñarse del fútbol (hoy son los patrones que deciden cuando se van, cuando se quedan). El romanticismo era un manto que abrigaba toda la actividad. Se jugaba por el aplauso, por la camiseta y por el honor. Los jugadores soñaban con el pase a un cuadro grande, pero si se daba, se daba, si no, felices igual.
Con el Chueco se dio el primer caso de la historia en que hubo de recurrirse a una votación para decidir si era transferido o no. Defendía los colores de Rosario Central y Racing ofreció un dineral por su pase. Los hinchas centralistas no querían saber nada de perder al gestor de sus mayores alegrías domingueras. Se opusieron tenazmente. Sin embargo, la plata estaba, y era grande.
La directiva, para no sufrir costos políticos, llamó a asamblea de socios. Que decidieran ellos. Y se votó por el sí. En enero de 1936 Racing pagó unos 12.000 dólares más lo recaudado en un partido amistoso entre ambos. Era una cifra altísima. El Chueco se mudó a Avellaneda, para felicidad de la grey racinguista.
El segundo caso, en Argentina, se dio también en Central. Había surgido otro gigante: Mario Kempes. El Valencia de España lo quería sí o sí. El público canalla decía no y no. Y se llamó a votación. Se impuso, como siempre, el vil metal. Y el Matador se convirtió en el ídolo supremo de la historia futbolera valenciana. Nadie lo supera hasta hoy.
Hubo dos casos más de voto popular, estos dos en Uruguay. El primero fue el de Alcides Silveira, el inefable Cacho, fantástico zaguero y volante. Jugaba en Sud América, clubcito montevideano donde también apareció Alzamendi. Lo pretendía Independiente y la gente se oponía a venderlo.
Hubo sufragio. Aquí la anécdota: todos lo querían a Cacho, mas en la asamblea sorprendieron muchas voces desaprobatorias. “Que se vaya”, “No lo queremos…”, “Fuera, vendido”, “Andate, mercenario…” Resultado: ganó el sí. Pero ¿Qué había sucedido? ¿Por qué esos gritos? Pícaro, Cacho pretendía emigrar a toda costa y llevó a la asamblea a amigos, primos y vecinos. Ellos eran los que gritaban, armaron el clima e influyeron en los votantes.
El último, en 1983, fue el de Enzo Francescoli. Los parciales de Wandereres lo querían matar a Mateo Giri, presidente del club, por intentar cederlo a River Plate. Y el hombre se lavó las manos: que lo decidan los socios en asamblea. Ganó la venta y Francescoli pasó a ser un histórico de los Millonarios. Wanderers sigue igual.
Además de fantástico gambeteador, el Chueco fue un personaje que hablaba todo el tiempo en el campo. Ocurrente, bromista con sus compañeros, irreverente con los rivales. Más de una vez, luego de una jugada genial, volvía por donde había pasado y frotaba el césped con sus botines, como cepillándolo. “¿Qué estás haciendo…?”, le inquirían sus compañeros: “Estoy borrando la jugada para que no me la copien”, respondía.
Ponciano Souto, masajista de Racing durante aquellos años, contaba que cuando le tocaba trabajar sobre la pierna derecha del Chueco, éste le decía: “Esa no, esa dejala, ni la toques que la tengo de palo”.
Sin embargo, aquel Racing ultragoleador lo ponía muy serio a Enrique. Le tocaron años malos, sin títulos. Era un equipo muy irregular. Después de aquella proeza de los 24 goles en tres fechas, perdió con Tigre 2 a 1, con Independiente 3 a 2 y con San Lorenzo 5 a 3. El Chueco deslumbraba, el ataque era contundente, pero la defensa era un peligro, recibía muchos goles, sobre todo de cabeza. Una tarde, ante un nuevo córner para el rival, García bajó gritando “¡Marquen a los nuestros…!”
La frase entró en la mitología popular y el fútbol, constituido en una metáfora permanente de la vida, la incorporó a las cosas cotidianas.