La foto, a cuyo autor se lo tragó el anonimato, constituye uno de los documentos gráficos más sorprendentes que el periodismo deportivo haya creado.
Está el arquero Andrés Mazali en el piso, batido; el balón en el aire, pariendo el gol, la mirada palpitante de dos defensas uruguayos y de un atacante argentino… y el árbitro Ricardo Vallarino abrazando el palo, en la misma raya de sentencia, dando fe de que la pelota entró.
Una foto histórica para un instante célebre. Se trata del primer gol olímpico de este deporte. Una acción muy curiosa, que se da espaciadamente en el fútbol y exige una fenomenal destreza de golpeo, tanto que ni James Rodríguez ni Messi, dos genios de la pegada, nunca lograron una conquista así pese a intentarla infinidad de veces.
Cesáreo Onzari, notable wing izquierdo de Huracán y de la Selección Argentina en los años ‘20, ejecutó un córner, le pegó alto, cerrado y con comba, directo al arco, y la bola se metió sin que nadie la tocara. Hace un siglo ya Onzari era conocido por sus zurdazos virtuosos. Patentó una jugada distinta.
TAMBIÉN PUEDE LEER:
Fútbol rico, fútbol pobre
Un gol extraño para la época porque, hasta ahí, no se conocía, no era reglamentario. Lo insólito vino después. El público, que reventaba el desaparecido estadio de Sportivo Barracas, en Buenos Aires, no celebró, quedó sorprendido, sin entender el desenlace de la jugada. Los futbolistas celestes no se lamentaron porque seguro no se convalidaría. Pero el árbitro Vallarino, uruguayo, marcó el centro de la cancha. “Es gol”, dijo. Los muchachos argentinos comenzaron a levantar los brazos en señal de festejo y el público los siguió, tímidamente al principio, más fuerte después.
Este miércoles 2 de octubre se cumplieron 100 años de aquel suceso confuso, singular, pionero.
En junio de ese año, Uruguay había asombrado al mundo proclamándose campeón de fútbol en los Juegos Olímpicos de París, una epopeya que hubiese merecido ser contada por Homero. Aún no existían los Mundiales, eso era el Mundial. Los ecos de su gloriosa coronación retumbaron en todo el universo. Y sin redes sociales. La Asociación Uruguaya recibió más de cien ofrecimientos de todo el orbe para hacer partidos amistosos. Entre los nueve amistosos previos en España y los cinco oficiales por el torneo olímpico en Francia disputó 14 encuentros y fueron 14 triunfos. La oriental había pasado en un suspiro de ser una selección desconocida en Europa a la máxima potencia mundial. Y venían de un pequeño país de la lejana Sudamérica… Se hablaba de que era un fútbol nuevo, vistoso y rotundo. Había arrasado a Yugoslavia, Estados Unidos, Francia, Holanda y Suiza. Todos querían ver en acción a los Celestes.
Sin embargo, el cónsul oriental en París, Enrique Buero, de trascendental gravitación en aquella hazaña, desaconsejó la presentación del equipo. Tal había sido la demostración de calidad de Scarone, Nasazzi, el Negro Andrade y compañía, que en Europa se levantaron sospechas de que podía tratarse “de jugadores profesionales”, lo cual se consideraba sacrílego. Esto hubiese acarreado el descrédito para los Celestes y hasta le hubiesen retirado el título (algo que a los europeos no les hubiese costado nada…). Por ello, Buero señaló que lo mejor era bajar los decibeles, volver a Montevideo y dejar que se calmaran las aguas.
Así fue. La asociación oriental decidió, entonces, aceptar una sola invitación, la de su vecina del Plata, que deseaba homenajear a los héroes de la “ráfaga olímpica”. Y se programó para el domingo 28 de septiembre de 1924. El escenario sería el mencionado de Sportivo Barracas, el mejor de aquellos tiempos. Sedienta de ver tamaño choque, acudió una impresionante multitud. Hasta ese momento, el clásico de Argentina era Uruguay, no Brasil. A la hora de comenzar el juego, había miles de personas incluso dentro del campo de juego. Si la pelota iba por las bandas, los jugadores se tropezaban con la gente. No se podía jugar y a los pocos minutos de comenzado, se suspendió el partido.
Se reprogramó para el jueves siguiente, 2 de octubre. Uruguay solicitó que se estableciera un cerco perimetral para evitar problemas. En esos cuatro días se levantó un alambrado entre el público y el campo para impedir invasiones. Así pudo jugarse el célebre duelo, con casi 37.000 personas en las gradas. Ganó Argentina 2 a 1 con aquel inédito gol de Onzari.
En virtud del título ganado por los visitantes, todo pasó a llamarse “olímpico”. Antes del juego, los organizadores pidieron a los futbolistas visitantes dar una vuelta al campo para que el púbico los saludara, la misma que habían dado en París al coronarse. Quedó inmortalizada como “la vuelta olímpica”, al vallado entre público y campo se lo llamó “alambrado olímpico”. A todo lo que tenía que ver con los uruguayos se lo tildaba de olímpico, tanta era la conmoción causada por su éxito en París.
¿Por qué el asombro de la muchedumbre con aquel tanto de Onzari? Sucede que el gol directo desde un tiro de esquina no se había visto nunca. Y además no valía. Por eso la gente no festejó. Pero el juez Vallarino decretó “gol”. ¿Qué lo movió a ello? A finales de agosto de ese año, el International Board había decidido que, en adelante, el gol convertido directamente desde el banderín tenía validez. La FIFA había enviado por correo una circular informándolo y Vallarino la recibió unos días antes del encuentro. Era uruguayo y el único en todo el estadio que sabía que la conversión era legítima. Y la concedió. Esto habla de un espíritu honrado, de un alto sentido del honor. Un verdadero campeón del Fair Play.
Con los años, otros dos argentinos lograron una proeza en este tipo de acciones. En 1973, Daniel Vicente Aricó, de Rosario Central (jugó en Atlético Nacional en 1980), anotó tres tantos olímpicos casi consecutivos, el 5, 10 y 21 de octubre, a Belgrano, Atlético Tucumán y Chaco For Ever. Y el ‘Loco’ Aníbal Cibeyra, jugando para Emelec, en 1978 le marcó tres goles olímpicos a Barcelona en tres clásicos seguidos, entre julio y noviembre. “No podía caminar por la calle en Guayaquil porque la gente me rodeaba, me abrazaba”, cuenta Cibeyra. Los dos, como Onzari, le metían una rosca tremenda a la bola. Los arqueros caían dentro del arco con pelota y todo tratando de sacarla. En la Libertadores de 1979, el Cali le hizo a Quilmes dos goles olímpicos en un partido, insólito, y con dos jugadores distintos: uno de Ernesto ‘Cococho’ Álvarez y otro de Ángel María Torres.
Onzari, según cuenta la tradición oral, era un puntero espectacular; quedó en la historia, sin embargo, por aquel gol “olímpico”. Unos dicen que el viento lo ayudó, él murió hace muchísimos años llevándose el secreto: ¿habrá tirado al arco o le salió de casualidad?