Tres días después de lanzada la primera bomba atómica estadounidense sobre Hiroshima, la pequeña Kazuko Uragashira, de seis años, y sus padres huían a bordo de un tren del horno en el que se había convertido la ciudad devastada la mañana del 6 de agosto de 1945.  

Tras haber sobrevivido milagrosamente al infierno nuclear, la familia estaba impaciente por llegar a la casa de un tío que vivía en Nagasaki. Ignoraban entonces que los esperaba una nueva cita con el destino. Kazuko recuerda que estaba sentada en un vagón con sus piernas quemadas por la radiación cuando el tren se detuvo en un túnel en la entrada de Nagasaki luego de un viaje de 300 km.

Eran poco más de las 11.00 de ese 9 de agosto. La segunda bomba atómica de la historia acababa de ser lanzada por el Ejército de EEUU sobre Nagasaki. «Era nuevamente el infierno», relata Uragashira 65 años después.

Recuerdos. Mientras que el tren avanzaba con dificultad en esa carnicería, la niña descubrió a los sobrevivientes, con la piel en fusión que se desprendía por lonjas de los cuerpos mutilados. «Recuerdo aún el olor a carne carbonizada y los gritos de los moribundos reclamando beber… No lo olvidaré jamás», dice.

Uragashira, quien reside en una isla frente a Nagasaki, es parte de los raros «niju hibakusha» aún con vida, esas personas que vivieron el infierno de los dos bombardeos atómicos. «Tuve suerte, muchos otros murieron en forma instantánea. Pero me gustaría entender por qué una cosa tan horrible me sucedió dos veces», interroga.

Unas 140.000 personas murieron por el bombardeo de Hiroshima, ya sea por la explosión o por los efectos de las quemaduras y la radiación, y más de 70.000 luego de la bomba que cayó en Nagasaki. Se calcula que fueron unas 150 las personas que, como Uragashira, estuvieron expuestas a los dos estallidos nucleares.

El director de cine Hidetaka Inazuka grabó los testimonios de estos «niju hibakusha», cuyo promedio de edad es de 75 años, para conservar sus recuerdos. Cuando muchos estadounidenses continúan pensando que las bombas atómicas eran necesarias para acelerar el fin de la guerra, Inazuka, como numerosos japoneses, considera que esos ataques —o al menos el de Nagasaki— fueron injustificados ya que Japón estaba por capitular.

Muchos «hibakusha» guardaron silencio durante muchos años por temor a ser ellos mismos o sus descendientes discriminados, pero comienzan a contar sus dolorosos recuerdos.

Homenaje a las víctimas

EEUU
Por primera vez en 65 años, representantes de EEUU estarán en los actos por las víctimas de las bombas atómicas.

ONU

El secretario de la ONU, Ban Ki-moon, asegura que para evitar el riesgo de otro ataque nuclear hay que eliminar esas bombas.

Documento
Desde el 24 de agosto, La Razón publicará una colección dedicada a la Segunda Guerra Mundial, que terminó con el ataque nuclear.

Testimonio

Cecilia Franco
Tanto dolor no puede ser en vano

Llego a Hiroshima en un soleado día. Observo las amplias avenidas, el verde de los árboles, las calles repletas de gente conversando animadamente. Estoy rumbo al Hiroshima Peace Memorial Museum y, a mi paso, desde el Peace Park contemplo el río cercano. Es un día cotidiano, tranquilo. Soy estudiante boliviana de visita en Japón y se me hace difícil creer lo que sé por los libros de historia: que este lugar fue devastado por una bomba atómica. La primera señal de que sí pasó es el edificio derruido, el que han dejado en pie como testigo del terrible día 6 de agosto de 1945.

El Museo de la Paz está precedido de monumentos, como el de la niña que sobrevivió, pero con tan graves quemaduras que sufrió mucho antes de morir. Paz es lo que pidió.

Ya dentro del museo, la primera sala con fotos gigantes y pantallas igualmente grandes muestran imágenes de la devastación. Hay un video, a la manera de un documental, que resume los hechos: una familia feliz, los preparativos en EEUU para el ataque, el día tranquilo, la bomba que cae… 

En el segundo piso está el cuarto oscuro. Entro. Cuerpos que se derriten, niños y mujeres agonizantes. El efecto, logrado con muñecos, es terrible.  Me asusto y me conmuevo. Más aún ante las vitrinas llenas de trozos de ropa de bebés, de estudiantes, de obreros.

A la salida hay un cuaderno para dejar comentarios. Leo los que ya figuran allí: «Nunca más», «Que este dolor sirva para conservar la paz y el entendimiento».