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Thursday 25 Apr 2024 | Actualizado a 19:25 PM

Los cárteles de Michoacán nacieron en los 90

Dos grupos prometieron cuidar al Estado, pero terminaron al otro lado de la ley

/ 16 de febrero de 2014 / 04:00

El estado mexicano de Michoacán es considerado uno de los más peligrosos del país, a causa de la presencia de narcotraficantes poderosos. En el pasado, fueron dos grupos de civiles armados que se levantaron en contra de los abusos, pero con el tiempo éstos se convirtieron en cárteles.

Ocurrió el 16 de enero en la plaza central de Tancítaro, Michoacán. Frente a la muchedumbre que coreaba a las autodefensas, que días antes habían tomado el pueblo, Alfonso Cevallos contó: “A mí esos criminales (narcotraficantes) me destrozaron la vida, no les bastó robarnos nuestras tierras, no fue suficiente para ellos; siempre pedían más, como si a nosotros nos sobrara dinero y por quejarnos me fueron matando uno a uno a mis hermanos”.

Alfonso es el único sobreviviente de la familia Cevallos (ya solo le queda su madre), quien desde hace más de 30 años se dedicaba junto a sus tres hermanos, su padre y sus dos tíos a la producción de palta. Un día de enero de 2012 llegó a su casa uno de los jefes del cártel de narcotraficantes Los Caballeros Templarios.

“Me gustan tus huertas, ¿cómo le hacemos?”, relató que le dijo a su padre, quien desde hacía más de dos años pagaba extorsiones al grupo de narcos. “Pues tómala”, le respondió. Los narcotraficantes no solamente le robaron esa huerta, sino otras ubicadas en seis pueblos distintos.

Extorsión. El cártel les exigió aumentar al doble la cuota de sus demás tierras, a lo que la familia se negó; pidieron ayuda a las autoridades municipales y estatales; su padre hizo la denuncia y empezó la masacre: el 27 de octubre de 2012, sus hermanos, Adrián y Édgar, fueron encontrados muertos.

Un mes después fue su progenitor, Alonso, y el 7 de diciembre de ese año, otro de sus hermanos y sus dos tíos; los cadáveres mostraban la saña de sus asesinos porque a todos les habían cortado la lengua.

Alfonso y su madre ya no viven en Tancítaro, pese a que su casa es una de las más grandes y bonitas del pueblo. No quieren saber ya nada, ya no confían en nadie, solo hablan de irse: “lo más lejos que se pueda, aquí ya no hay nada qué hacer, no hay ley, no hay justicia”, dijo entre sollozos esta señora de 50 años de edad.

A ambos no les causa alegría haber recuperado sus tierras. Los grupos de autodefensas estaban allí para anunciar que habían devuelto a sus legítimos propietarios 265 hectáreas sembradas de palta, arrebatadas por los narcotraficantes.

Tancítaro es uno de los 113 municipios que componen el estado de Michoacán. De 7.000 habitantes, 3.000 se dedican a la producción de palta. Al año se obtienen 500.000 toneladas: 200.000 para el mercado interno y el resto para exportación.

De acuerdo con la Organización de Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO), México es el principal productor de palta en el mundo, y Michoacán también es uno de los estados más productivos de limón, guayaba, maíz y otros insumos que lo convirtieron en un importante polo de desarrollo agropecuario, pesquero y forestal.

Por todo esto, desde hace más de 60 años se ha convertido en uno de los principales centros de producción y trasiego de drogas; la joya de la corona para varios grupos de narcotraficantes, que en su afán de adueñarse de este sitio, esclavizaron a la mayoría de sus siete millones de habitantes.

Según registros hemerográficos, los narcotraficantes llegaron a la región en los años 40, sin hacerse notar, pues se iban a vivir a los cerros; en los 60 aparecían esporádicamente notas periodísticas que hablaban de sembradíos de marihuana ocultos en esos cerros, dichos de vecinos que no trascendían a más.

A principios de los 80 fueron convirtiéndose en noticia de primeras planas: en el transcurso de esos años habían logrado que la sierra michoacana ocupara el segundo lugar nacional en la producción de amapola y marihuana. Fueron halladas lanchas rápidas, con los motores fuera de borda, que eran capaces de transportar cargamentos de cocaína, procedente de Colombia y con rumbo a Estados Unidos.

Pero no se metían con nadie. Campesinos, pescadores, empresarios y autoridades municipales sabían de su existencia por los medios y alguna denuncia directa como la que hicieron vecinos del municipio de Calcoamán en los 90; ellos alertaron que cientos de mangueras, que salían de pozos naturales, se internaban campo adentro hacia unos sembradíos de marihuana y los dejaba sin el vital líquido, pero solo pedían que les dejaran un poco de agua.

Si habían pleitos era entre ellos, bandas rivales, pero no afectaban a los pobladores. La consigna de entonces era: “Ni tú te metes conmigo, ni yo me meto contigo”.

Cártel. Hasta que a la región llegaron los integrantes del cártel identificado como Los Zetas, un grupo de exmilitares capacitados por el Gobierno para combatir el tráfico de drogas y la delincuencia generada. Unos “rambos” que sabían combatir en todos los terrenos, cuerpo a cuerpo y con armas sofisticadas; instruidos además en inteligencia cibernética y manejo de situaciones límite; lo mejor entre lo mejor de la Policía nacional.

Desertaron y se pusieron primero a las órdenes de los capos de la droga y luego se movieron solos. “Zetas” porque les gustaba esa última letra del alfabeto y porque con ella marcaban los cuerpos de sus víctimas.

Fueron los que rompieron con esa singular paz y estabilidad de los michoacanos. Dicen que no respetaban nada, insensibles por completo. A plena luz del día comenzaron a aparecer cuerpos descuartizados y colgados en puentes y árboles, en las principales avenidas, cabezas en plazas, torsos y miembros, todos con la “zeta” ostentosamente marcada.

La tortura era una de sus señales: manos y pies sin uñas, y la mayoría con los genitales masculinos mutilados y puestos en la boca de los cadáveres.

Empezó a desaparecer gente inocente, se descubrieron fosas clandestinas (una tenía más de 70 cadáveres) y los productores de limón y palta empezaron a pagarles cuotas de protección; a los que se negaban, les incendiaban sus negocios, huertas o fábricas. Fueron Los Zetas quienes iniciaron la pesadilla en Michoacán.

A finales de los años 90 los michoacanos se cansaron de tanto abuso: empresarios y dueños de huertas alentaron a la gente del pueblo y formaron sus primeros grupos de seguridad privada para defenderse.

Surgió entonces un grupo que se autonombró La Familia Michoacana, que estaba integrada en su mayoría por jóvenes reclutados por un maestro de escuela primaria de nombre Servando Gómez, a quien apodaban con cariño La Tuta.

La consigna fue defender a las familias michoacanas de Los Zetas; hicieron llamados públicos solicitando apoyo y los habitantes de diferentes localidades los ayudaron, unos con dinero (empresarios y agricultores ricos) y otros denunciando las guaridas de los miembros del cártel.

En poco tiempo lograron sacar de la región a la mayoría de los jefes del cártel; “limpiaron”, según dijeron públicamente, las calles de “zetas”. La Tuta se convirtió en el héroe del momento, lo querían y respetaban.

SECUESTROS. Pero poco duró el sueño: La Tuta había conformado un gran ejército de jóvenes dispuestos a todo por obtener dinero fácil y con ellos se repitió el sistema de extorsión de Los Zetas. A los mismos empresarios y agricultores que lo habían financiado empezó a cobrarles cuotas de protección más altas que el anterior cártel. El nuevo grupo también extorsionaba a los pobres.

Fue este grupo el que potenció los secuestros “exprés” (soltaban a sus víctimas el mismo día, luego del pago de un rescate no muy oneroso) y del otro, en el que tenían a la víctima semanas o meses encerrada hasta que pagaran por ella cuantiosas sumas de dinero.

Producto de la ambición desatada al interior del cártel de La Familia Michoacana empezaron los pleitos internos. La Tuta descubrió que su lugarteniente, Nazario Moreno, alias El Chayo, en complicidad con otro de sus ayudantes, Enrique Kike Plancarte, extorsionaban por su cuenta y preparaban soterradamente un golpe en su contra. Cierto o no, el caso es que el cártel se partió en dos. La Tuta se quedó con la “familia” y los otros dos formaron su propio grupo.

Y se repitió la historia: al calor de la indignación ciudadana surgió un tercer grupo que, igual que el anterior, ofreció acabar con los abusos, las extorsiones y el clima de terror que habían reimplantado los de La Familia: Caballeros Templarios se llamaron.

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Autodefensas son la actual esperanza de los mexicanos

Hombres, mujeres y niños están dispuestos a acabar con abusos del narcotráfico

/ 16 de febrero de 2014 / 04:00

Todo lo aguantaron los michoacanos, dominados por el miedo, hasta que se metieron con sus mujeres e hijas. Nuevamente la furia hizo que los civiles se levantaran con armas, esta vez bajo el nombre de “autodefensas”, la actual esperanza del lugar, aunque con ciertas desconfianzas.

Al surgir el segundo grupo de civiles armados, denominados Caballeros Templarios, éste recibió más apoyo que La Familia Michoacana porque apelaba al cristianismo y a la fe profundamente católica de la región.

No solo eran amigables y amables, sino solidarios porque ayudaban a los pobres “como Cristo hizo en su tiempo”, decían. Incluso tenían rituales propios en los que se vestían con túnicas blancas, cruz roja al pecho, cascos y espadas, como la Orden del Temple. Los Caballeros Templarios enfrentó a La Familia Michoacana y la redujeron a unos cuantos poblados, pero sin lograr quitarles del todo la fuerza.

Una guerra que no acaba, pero que cambió las posiciones de poder: el nuevo grupo se adueñó de más de 80 de los 113 municipios que integran Michoacán. Y como sus enemigos, esclavizaron a los michoacanos.

El nuevo cártel no solo hizo crecer las redes de extorsión, sino también el secuestro y tomó el control de la prostitución, la piratería. Absolutamente todos tenían que pagar.

Fue tal el estado de violencia y abusos de este grupo, que el gobierno de Felipe Calderón Hinojosa (presidente mexicano de 2006 a 2012) emprendió una gran medida en mayo de 2009, al enviar varios contingentes militares y policiales que arrestaron a más de 20 alcaldes de Michoacán, acusados de complicidad.

Sonado fracaso, pues a ninguno se le comprobó nada y salieron libres semanas después. Al poco tiempo se sabría la verdad: no eran cómplices sino víctimas.

El nuevo cártel superó por mucho a sus antecesores. Un día de diciembre de 2011 se acercó a la casa de un campesino uno de los jefes narcos: “Me gusta tu mujer, me la voy a llevar unos días y luego te la traigo. Y veme bañando a tu hija porque después ella se viene conmigo”, le dijo. Y ahí empezó todo.

Como reguero de pólvora fue creciendo el enojo en varios sitios; se convocaron asambleas, en las que luego surgieron los primero grupos armados. Primero palos, machetes y rifles de bajo calibre, luego armas largas que, según dijeron, habían logrado arrebatar a los narcos; corrían los primeros meses de 2012.

Cherán fue el primer municipio en levantarse, después otro y otro. Así nacieron los grupos de autodefensas: hombres, mujeres y niños decididos a todo con tal de acabar con los abusos de los narcotraficantes.

Todos ellos reciben entrenamiento especial de combate cuerpo a cuerpo, manejo de armas y tácticas básicas de ataque, resistencia y camuflaje, muy parecido a lo que usa la guerrilla. Se mueven en decenas de camionetas, unos con el rostro cubierto y otros no; a cada pueblo que llegan instalan barricadas en entradas y salidas, y someten a revisiones a los habitantes.

Catean domicilios, detienen a los señalados como cómplices o integrantes de las células delictivas; en pocas palabras: se adueñan del sitio y se convierten en autoridad que desconoce a la Policía local. Luego convocan a asambleas en las plazas en donde los principales dirigentes exhortan al pueblo, instándolo a unirse.

El avance del grupo

Armas

Hasta el momento ya son 29 los municipios bajo control de las autodefensas y los dirigentes anunciaron que van por los 84 restantes del estado Michoacán.

El Gobierno los apoya

Hasta hace dos meses, el gobierno de Enrique Peña Nieto no reconocía a estos grupos armados, es más, los amenazaba con tratarlos igual que a los delincuentes, puesto que los consideraba innecesarios tras enviar a la región fuertes contingentes de militares y policías a patrullar.

A través de la Secretaría de Gobernación, les exigió dejar las armas y regresar a sus comunidades. Los líderes de las Autodefensas dijeron que no dejarán las armas hasta que el estado esté limpio de narcotraficantes y todos los jefes de Caballeros Templarios estén tras las rejas. El grupo cuenta actualmente con 25.000 hombres armados y podrían juntar hasta 140.000 de ser necesario.

“Ya no confiamos en nadie del Gobierno, cuántas veces les dijimos dónde estaban los cabecillas pero no quieren o no pueden. Entonces solo queda esto”, declaró el líder de las Autodefensas, José Manuel Mireles.

Entonces el Gobierno cambió la estrategia. Ahora los apoya y les propuso institucionalizar el grupo. Por el momento, se les permitirá portar las armas largas que traen. Sin embargo existen mexicanos que temen que se repita la historia de los dos primeros grupos.

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Los cárteles de Michoacán nacieron en los 90

Dos grupos prometieron cuidar al Estado, pero terminaron al otro lado de la ley

/ 16 de febrero de 2014 / 04:00

El estado mexicano de Michoacán es considerado uno de los más peligrosos del país, a causa de la presencia de narcotraficantes poderosos. En el pasado, fueron dos grupos de civiles armados que se levantaron en contra de los abusos, pero con el tiempo éstos se convirtieron en cárteles.

Ocurrió el 16 de enero en la plaza central de Tancítaro, Michoacán. Frente a la muchedumbre que coreaba a las autodefensas, que días antes habían tomado el pueblo, Alfonso Cevallos contó: “A mí esos criminales (narcotraficantes) me destrozaron la vida, no les bastó robarnos nuestras tierras, no fue suficiente para ellos; siempre pedían más, como si a nosotros nos sobrara dinero y por quejarnos me fueron matando uno a uno a mis hermanos”.

Alfonso es el único sobreviviente de la familia Cevallos (ya solo le queda su madre), quien desde hace más de 30 años se dedicaba junto a sus tres hermanos, su padre y sus dos tíos a la producción de palta. Un día de enero de 2012 llegó a su casa uno de los jefes del cártel de narcotraficantes Los Caballeros Templarios.

“Me gustan tus huertas, ¿cómo le hacemos?”, relató que le dijo a su padre, quien desde hacía más de dos años pagaba extorsiones al grupo de narcos. “Pues tómala”, le respondió. Los narcotraficantes no solamente le robaron esa huerta, sino otras ubicadas en seis pueblos distintos.

Extorsión. El cártel les exigió aumentar al doble la cuota de sus demás tierras, a lo que la familia se negó; pidieron ayuda a las autoridades municipales y estatales; su padre hizo la denuncia y empezó la masacre: el 27 de octubre de 2012, sus hermanos, Adrián y Édgar, fueron encontrados muertos.

Un mes después fue su progenitor, Alonso, y el 7 de diciembre de ese año, otro de sus hermanos y sus dos tíos; los cadáveres mostraban la saña de sus asesinos porque a todos les habían cortado la lengua.

Alfonso y su madre ya no viven en Tancítaro, pese a que su casa es una de las más grandes y bonitas del pueblo. No quieren saber ya nada, ya no confían en nadie, solo hablan de irse: “lo más lejos que se pueda, aquí ya no hay nada qué hacer, no hay ley, no hay justicia”, dijo entre sollozos esta señora de 50 años de edad.

A ambos no les causa alegría haber recuperado sus tierras. Los grupos de autodefensas estaban allí para anunciar que habían devuelto a sus legítimos propietarios 265 hectáreas sembradas de palta, arrebatadas por los narcotraficantes.

Tancítaro es uno de los 113 municipios que componen el estado de Michoacán. De 7.000 habitantes, 3.000 se dedican a la producción de palta. Al año se obtienen 500.000 toneladas: 200.000 para el mercado interno y el resto para exportación.

De acuerdo con la Organización de Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO), México es el principal productor de palta en el mundo, y Michoacán también es uno de los estados más productivos de limón, guayaba, maíz y otros insumos que lo convirtieron en un importante polo de desarrollo agropecuario, pesquero y forestal.

Por todo esto, desde hace más de 60 años se ha convertido en uno de los principales centros de producción y trasiego de drogas; la joya de la corona para varios grupos de narcotraficantes, que en su afán de adueñarse de este sitio, esclavizaron a la mayoría de sus siete millones de habitantes.

Según registros hemerográficos, los narcotraficantes llegaron a la región en los años 40, sin hacerse notar, pues se iban a vivir a los cerros; en los 60 aparecían esporádicamente notas periodísticas que hablaban de sembradíos de marihuana ocultos en esos cerros, dichos de vecinos que no trascendían a más.

A principios de los 80 fueron convirtiéndose en noticia de primeras planas: en el transcurso de esos años habían logrado que la sierra michoacana ocupara el segundo lugar nacional en la producción de amapola y marihuana. Fueron halladas lanchas rápidas, con los motores fuera de borda, que eran capaces de transportar cargamentos de cocaína, procedente de Colombia y con rumbo a Estados Unidos.

Pero no se metían con nadie. Campesinos, pescadores, empresarios y autoridades municipales sabían de su existencia por los medios y alguna denuncia directa como la que hicieron vecinos del municipio de Calcoamán en los 90; ellos alertaron que cientos de mangueras, que salían de pozos naturales, se internaban campo adentro hacia unos sembradíos de marihuana y los dejaba sin el vital líquido, pero solo pedían que les dejaran un poco de agua.

Si habían pleitos era entre ellos, bandas rivales, pero no afectaban a los pobladores. La consigna de entonces era: “Ni tú te metes conmigo, ni yo me meto contigo”.

Cártel. Hasta que a la región llegaron los integrantes del cártel identificado como Los Zetas, un grupo de exmilitares capacitados por el Gobierno para combatir el tráfico de drogas y la delincuencia generada. Unos “rambos” que sabían combatir en todos los terrenos, cuerpo a cuerpo y con armas sofisticadas; instruidos además en inteligencia cibernética y manejo de situaciones límite; lo mejor entre lo mejor de la Policía nacional.

Desertaron y se pusieron primero a las órdenes de los capos de la droga y luego se movieron solos. “Zetas” porque les gustaba esa última letra del alfabeto y porque con ella marcaban los cuerpos de sus víctimas.

Fueron los que rompieron con esa singular paz y estabilidad de los michoacanos. Dicen que no respetaban nada, insensibles por completo. A plena luz del día comenzaron a aparecer cuerpos descuartizados y colgados en puentes y árboles, en las principales avenidas, cabezas en plazas, torsos y miembros, todos con la “zeta” ostentosamente marcada.

La tortura era una de sus señales: manos y pies sin uñas, y la mayoría con los genitales masculinos mutilados y puestos en la boca de los cadáveres.

Empezó a desaparecer gente inocente, se descubrieron fosas clandestinas (una tenía más de 70 cadáveres) y los productores de limón y palta empezaron a pagarles cuotas de protección; a los que se negaban, les incendiaban sus negocios, huertas o fábricas. Fueron Los Zetas quienes iniciaron la pesadilla en Michoacán.

A finales de los años 90 los michoacanos se cansaron de tanto abuso: empresarios y dueños de huertas alentaron a la gente del pueblo y formaron sus primeros grupos de seguridad privada para defenderse.

Surgió entonces un grupo que se autonombró La Familia Michoacana, que estaba integrada en su mayoría por jóvenes reclutados por un maestro de escuela primaria de nombre Servando Gómez, a quien apodaban con cariño La Tuta.

La consigna fue defender a las familias michoacanas de Los Zetas; hicieron llamados públicos solicitando apoyo y los habitantes de diferentes localidades los ayudaron, unos con dinero (empresarios y agricultores ricos) y otros denunciando las guaridas de los miembros del cártel.

En poco tiempo lograron sacar de la región a la mayoría de los jefes del cártel; “limpiaron”, según dijeron públicamente, las calles de “zetas”. La Tuta se convirtió en el héroe del momento, lo querían y respetaban.

SECUESTROS. Pero poco duró el sueño: La Tuta había conformado un gran ejército de jóvenes dispuestos a todo por obtener dinero fácil y con ellos se repitió el sistema de extorsión de Los Zetas. A los mismos empresarios y agricultores que lo habían financiado empezó a cobrarles cuotas de protección más altas que el anterior cártel. El nuevo grupo también extorsionaba a los pobres.

Fue este grupo el que potenció los secuestros “exprés” (soltaban a sus víctimas el mismo día, luego del pago de un rescate no muy oneroso) y del otro, en el que tenían a la víctima semanas o meses encerrada hasta que pagaran por ella cuantiosas sumas de dinero.

Producto de la ambición desatada al interior del cártel de La Familia Michoacana empezaron los pleitos internos. La Tuta descubrió que su lugarteniente, Nazario Moreno, alias El Chayo, en complicidad con otro de sus ayudantes, Enrique Kike Plancarte, extorsionaban por su cuenta y preparaban soterradamente un golpe en su contra. Cierto o no, el caso es que el cártel se partió en dos. La Tuta se quedó con la “familia” y los otros dos formaron su propio grupo.

Y se repitió la historia: al calor de la indignación ciudadana surgió un tercer grupo que, igual que el anterior, ofreció acabar con los abusos, las extorsiones y el clima de terror que habían reimplantado los de La Familia: Caballeros Templarios se llamaron.

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