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Historias sobre La Bestia que transporta emigrantes

EEUU. Hubo nueve accidentes en los últimos dos meses

/ 10 de agosto de 2014 / 04:00

La Bestia es el tren que lleva emigrantes ilegales a Estados Unidos. En los últimos dos meses se descarriló nueve veces. Médicos Sin Fronteras (MSF) envió a La Razón historias sobre el drama de quienes arriesgan todo por el mentado “sueño americano”.

Faltan unos minutos para que Byron Solares, un guatemalteco que quiere llegar a Estados Unidos, pierda el conocimiento. Su vida está a punto de cambiar por completo. Va a bordo de La Bestia, el tren de mercancías mexicano al que cada año suben decenas de miles de emigrantes centroamericanos.

Perseguido por un grupo de delincuentes que pretende asaltarlo, Byron brinca de vagón en vagón, escapa del peligro deslizándose por el lomo de acero del animal, busca refugio en sus imperfecciones metálicas. En plena huida, el tren da una sacudida: se estira y se encoge. Byron se desequilibra y cae de La Bestia.

“En el impacto, se me fueron tibia y peroné. Fue en 2009. Como era Navidad, no había doctor de turno”, cuenta el hombre de 34 años. Despojado de sus pertenencias, el guatemalteco fue llevado a su país. La memoria de aquel invierno es borrosa: estuvo 20 días en coma. El despertar fue cruel. “Al verme como estaba no quería vivir. Me operaron de la panza, de los brazos. Perdí mal la pierna porque me dejaron demasiado tarde para poderme operar, y ya me había agarrado una infección. Me dijo el doctor que si no me amputaba podía morir”.

Cuatro años y medio después, Byron volvió al camino. Su estado físico no fue un impedimento. Cruzó la frontera guatemalteca y llegó a Tapachula, ya en territorio mexicano. Fue acogido en el albergue de Jesús el Buen Pastor, donde tiene lugar la conversación. “Esta vez me pienso quedar aquí en México”, dice sentado en una silla de ruedas. “Ahora espero volver a caminar pero con una parte que no es de mi cuerpo. No queda otra”. Pronto se le colocará una prótesis.

Vulnerables. ¿Vale la pena perseguir el “sueño americano”? Un flujo anual de unas 300.000 personas entra cada año en México para cruzar la frontera con Estados Unidos o, en menor número, quedarse en el país azteca. La mayoría son de Honduras, El Salvador y Guatemala. No hay cálculos oficiales y por ello la magnitud del fenómeno y de la crisis humanitaria es difícil de concretar. Viajan de forma precaria, sobre todo los que se suben a La Bestia. Se encaraman al techo del tren, a la intemperie, o se colocan entre vagones, expuestos a los criminales que planean asaltos y robos.

Aunque el perfil tipo del emigrante es varón centroamericano de entre 18 y 25 años, cada vez se ven más mujeres, familias y niños sin acompañantes. Ellas deben sobrevivir a todo tipo de peligros. A lo largo de la ruta, pueden ser víctimas de redes de tráfico de personas, así como de agentes estatales y de integrantes de organizaciones criminales que secuestran, roban, asaltan y extorsionan. Llevan tan asumido que pueden sufrir episodios de violencia sexual que algunas se pusieron inyecciones anticonceptivas.

En las vías de Lechería (centro de México), descansa por unos minutos la hondureña Raquel Julieth Hernandes (19). Bajo la sombra de un árbol, cuenta que dejó a su hijo con su madre y se decidió a emprender el camino hacia Estados Unidos. Nada más entrar en México, se detuvo en Tapachula, donde trabajó un tiempo como vendedora de comida. El dinero que ganó lo perdió en seguida. “Me asaltaron, me golpearon, estuve como 15 días grave”. Al verla enferma, un grupo de hondureños se interesó por ella. “No me podían ni levantar, me prendí en fiebre casi como 15 días, no comía. Me golpearon, me asaltaron, me quitaron todo”, confiesa la joven, insomne y ojerosa tras semanas de travesía. Ahora duda entre hacer un alto o seguir hasta la frontera.

Tanto en Lechería, donde se halla Raquel Julieth, como en otros puntos del estado de México, es habitual ver no solo a mujeres sino a grupos de adolescentes, algunos menores de edad, cambiándose de tren de mercancías. Se alojan en albergues o descansan apenas unas horas en las vías antes de proseguir con la ruta. Es difícil darles asistencia médica, pero MSF intenta hacerlo con las clínicas móviles. “El emigrante tiene un objetivo claro: llegar a la frontera. Él depende de las rutas del tren. Siempre que pasa, el emigrante intenta agarrarlo en marcha, a la carrera”, cuenta Juan Manuel López, de la organización.

La cifra de menores en la ruta sigue creciendo. Entre los pacientes atendidos por MSF en la ruta centro y sur, el 9% son menores. “Se presentan niños acompañados de su familia, normalmente no van solos”, precisa el psicólogo Miguel Gil. “Ellos lo viven bien diferente, tienen una noción del tiempo más clara que los adultos, se aprenden el camino y los lugares de memoria”. Pero eso no quiere decir que sean ajenos al sufrimiento. El camino cobra un peaje a todos, pequeños y adultos. “Solo las personas que se han subido al tren pueden conocer esa ansiedad, esa energía que se siente allá. Nada más oír el tren cómo raspa las vías es como para ponerse de los nervios. Hay trenes que hacen más de 24 horas con temperaturas altísimas o lluvias. Los emigrantes vienen emocional y físicamente maltratados”, reflexiona el psicólogo.

Violencia. La polémica por la mayor presencia de menores en la ruta pone en jaque las políticas migratorias regionales, especialmente crueles con los sectores más vulnerables. Y más si se tiene en cuenta que los flujos de población siguen transformándose y cada vez responden menos al patrón clásico de la migración económica. La violencia en Centroamérica, ejercida por las maras con extorsiones y amenazas, está forzando a miles de personas a huir.

Por ejemplo, el 42% de los emigrantes salvadoreños atendidos por MSF y el 32% de los hondureños expusieron algún motivo relacionado con la violencia como factor para emigrar. Aunque sobre el papel ya se contempla la posibilidad de pedir asilo tanto en México como en Estados Unidos, esta población acostumbra a ser tratada como emigrante y los procesos de solicitud de estatus de refugiado implican demoras y son insuficientes para cubrir las necesidades de los centroamericanos.

Otro trámite que haría más fácil la vida de los emigrantes es agilizar la concesión de la visa humanitaria en México, que normalmente es solicitada por los que sufren violencia en tránsito, un fenómeno al alza. La naturalidad con la que los emigrantes asumen los episodios violentos ilustra el nivel de inseguridad al que hacen frente. Antes de iniciar el viaje, el 26% de los pacientes de MSF creía que iba a ser víctima de la violencia con seguridad, frente al 45% que lo consideraba posible y 29% que lo descartaba. En los puntos del sur y el centro de México donde trabaja MSF esta asunción es una realidad: seis de cada diez emigrantes dicen haber sufrido episodios de violencia. Y eso teniendo en cuenta que aún les queda por delante toda la ruta hasta la frontera con Estados Unidos.

No se puede menospreciar el impacto psicológico que tiene el camino en los emigrantes. Cada movimiento significa arriesgar. “El tren venía largo y de repente paró —recuerda Yenny Guardado, una salvadoreña de 26 años—. Mi esposo dijo ‘eso no es nada bueno’. Se oían unas motos, abordaron el tren y empezaron a llorar mujeres. Nos pusimos la mochila. Estaba nerviosa, temblaba. Muchos traían machete, algunos querían ahuyentar a los ladrones y hacían ruido. Pero todo pasó y el tren siguió su camino”.

Yenny ya no aguanta más. Se halla en Ixtepec, una de las primeras paradas en la ruta de la costa pacífica, pero no quiere seguir. Ha pedido que la devuelvan a su país: en unas horas el Grupo Beta, que vela por la protección de la población migrante, vendrá a recogerla al albergue del padre Solalinde para iniciar el proceso de repatriación. “Yo nunca pensé que el camino era así. Hay mujeres que vienen con el mismo objetivo, llegar a Estados Unidos, pero también son pocas las que deciden continuar. Imagínate, vas con esa ilusión, con ese sueño, y el camino te quita tu vida. No vale la pena dejar tus hijos solos por perseguir un sueño”, dice la salvadoreña, que había dejado sus dos hijas atrás. Ahora volverá con ellas y su marido seguirá subiendo solo. El asalto al tren y las historias que le han narrado las mujeres que ha conocido en el camino le han convencido de que debe regresar. “Tengo una amiga que venía siendo abusada por la persona que la traía, por el guía. Se regresa, igual que yo. No puede continuar”, explica.

En el camino, las vías son el río a partir del cual se activa la vida cotidiana. Yenny ya lo sabe. El tren dicta los tiempos: mantiene en vela a los viajeros, los obliga a interminables esperas, descarrila, se retrasa, avanza a toda velocidad y no quiere que nadie duerma a sus lomos. Es difícil pegar ojo. Todo el mundo está pendiente de su marcha arrolladora: por los vagones y las vías circulan rumores y leyendas sobre las últimas desgracias ocurridas a bordo de la máquina. El miedo, la violencia y el desgaste físico y mental tejen una telaraña emocional que atrapa a todo el que se acerca.

José Armando Pineda, un salvadoreño de 62 años, está esperando ansioso para subirse a La Bestia en Tierra Blanca (Veracruz). “Un muchacho de 16 años que venía en el tren con nosotros se cayó y el tren le cortó el pie. Ahora le pondrán una prótesis. Es muy riesgoso”. El paso de un tren de mercancías, que va en otra dirección, interrumpe la charla.

Todo el mundo alza los ojos para seguir el rumbo del animal de acero. Cuando la locomotora se aleja, José Armando se arranca: “A mí me gusta. Es bonito…”. Pero este viaje, ¿no le da miedo? “No es fácil, tiene mucho riesgo”, reconoce el hombre que en seguida cambia el discurso y se pone la mano de visera para divisar el horizonte ferroviario. “Me acabo de ir a bañar, ya me siento con más agilidad. Estoy listo para dar el salto”.

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Huir al lugar del que huiste, ¿un nuevo orden migratorio?

El derecho de asilo ha sufrido otro golpe durante la pandemia, aumentando la sospecha que ya se cernía sobre los movimientos de población.

/ 22 de junio de 2020 / 07:56

En la era de la inmovilidad, el estigma más obvio lo carga el que se mueve. El migrante es la encarnación del movimiento, de todo eso que nos dicen que ahora no se puede hacer. Su protección debería ser más urgente que nunca en plena crisis sanitaria, pero ya hay indicios de que perderán más derechos.

Las personas no deben moverse, pero los Estados sí las pueden mover. Donald Trump siguió deportando a centroamericanos a sus países de origen en medio de la pandemia de la COVID-19: en Estados Unidos tienen miedo a que traigan el coronavirus; en Guatemala, Honduras o El Salvador, una vez sus ciudadanos vuelven, también. Es el estigma duplicado: ser extranjero fuera y en casa. No es un caso aislado. Arabia Saudí, por ejemplo, aún deporta a etíopes.

El informe anual que el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur) ha publicado esta semana con motivo del Día Mundial de los Refugiados, el 20 de junio, sitúa en 79,5 millones las personas desplazadas de forma forzosa a finales de 2019. Un nuevo máximo histórico. También analiza lo sucedido en la última década: al menos 100 millones han huido de sus hogares. El refugio se ha urbanizado: dos de cada tres desplazados internos, por ejemplo, vive en zonas urbanas o semiurbanas. Justo donde el coronavirus está haciendo más daño: en las ciudades. Según el informe, un número cada vez mayor de los refugiados están atrapados en situaciones de desplazamiento prolongado. No es el dibujo de un mundo donde triunfa la guerra, sino donde fracasan la paz y los mecanismos para proteger a quienes huyen.

En un mundo de confinamientos por la pandemia, muchos de los que migran están a la vez dentro y fuera del sistema: bajo estado de excepción según el país, pero sin documentos o protección. Esta es la paradoja más inmediata sobre la que se construye el nuevo atlas de las migraciones: personas señaladas, sujetas a la discriminación y al castigo del Estado, a la vez que invisibles para el sistema en cuanto a sus derechos. Por eso en países como España —donde hay un gobierno que se define como progresista— hay organizaciones que están pidiendo una regularización de todas las personas migrantes y refugiadas, de momento sin éxito.

Los migrantes llevan a cabo tareas esenciales en muchos países —resignificadas durante la pandemia, porque no se pueden hacer mediante teletrabajo—, como el cuidado de los mayores, la limpieza o el trabajo en el campo, a veces de forma irregular. Para algunos gobiernos no ha bastado el criterio humanitario para protegerlos, regularizarlos o que trabajen de forma legal en medio de una pandemia. Tampoco se ha resuelto el acceso a la salud pública.

Hay una ruta que expresa la desprotección del mundo que viene: la de los venezolanos —el segundo mayor grupo de refugiados del mundo, solo por detrás de Siria— que intentan volver a casa. Cruzar carreteras de Colombia —donde no tenían techo, donde debido al confinamiento habían perdido el empleo, donde fueron repudiados— de vuelta al país que los sumió en la pobreza o los persiguió.

En la India, los millones de trabajadores que habían migrado del campo a la ciudad (Bombay, Delhi), los obreros que construían con sus manos la nueva India global que propone el primer ministro, Narendra Modi, volvieron a sus casas, también en millones, ante la orden de confinamiento. No entran en las estadísticas de Acnur por no ser desplazados forzosos por guerras o conflictos, pero conforman movimiento de población directamente ligado a la pandemia, cuyo curso ayudará a perfilar el nuevo orden migratorio. Miles de afganos, que escaparon de una guerra que con diferentes actores dura ya décadas, intentaron regresar a su país desde Irán y Pakistán. Es el oxímoron de la era COVID-19: refugiarte en un lugar inseguro.

Las soluciones, dice Acnur, están en declive: “Del reasentamiento se beneficia solo una fracción de los refugiados en el mundo”.

La erosión del derecho al asilo está en marcha. Los movimientos de población están bajo sospecha. Hay que articular una respuesta política: más formas legales de migrar para desactivar rutas de la muerte como la del mar Mediterráneo, acceso a la salud y al trabajo, más imaginación en la protección internacional —no solo confiar en el asilo, sino en visados y otras fórmulas— y más reasentamientos en Occidente de personas refugiadas, la mayoría de las cuales está en países pobres. En la era del miedo sanitario, estas ideas deben lograr una nueva vigencia.

Todo esto, quizá, puede ser revertido: pensando que quien se mueve tiene que estar integrado en la salud pública, al margen de los motivos de su huida. O pensando que cruzar mares y muros no es seguro para nadie, ahora que la seguridad está en boca de todos: que se puede hacer de forma legal y ordenada. Quien no se sienta conmovido por el factor humano puede recurrir al planteamiento egoísta: proteger a estas personas es proteger a todos.

La decisión la tomarán los gobiernos, que van a tener la tentación de aferrarse más aún a los superpoderes conferidos por el virus. La ansiedad identitaria —los inmigrantes borrarán nuestra cultura— y la económica —los inmigrantes nos robarán el trabajo— han sido explotadas por el poder hasta el cansancio durante décadas. La salud tiene otra categoría: no es ansiedad, es miedo, más inflamable y manipulable. ¿Qué haremos con ese miedo? Quién sabe. El nuevo orden migratorio —o desorden migratorio— nacerá de esa gestión emocional.

Agus Morales es director de Revista 5W y autor del libro ‘No somos refugiados’ © 2020 The New York Times Company

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Naufragio europeo en el Mediterráneo

/ 14 de junio de 2018 / 04:00

El primer mensaje al mundo del nuevo Gobierno italiano fue prohibir la llegada a sus puertos de un barco con 629 personas a bordo rescatadas en el Mediterráneo. El primer mensaje al mundo del nuevo Gobierno español fue acogerlas. “Es nuestra obligación ayudar a evitar una catástrofe humanitaria y ofrecer ‘un puerto seguro’ a estas personas”, dijo en un comunicado el presidente del Gobierno español, Pedro Sánchez.

“¡Victoria!”, escribió después en Twitter el ministro de Interior italiano y líder de la Liga Norte, Matteo Salvini, quien ha llegado al Gobierno con una retórica xenófoba. “¡Primer objetivo conseguido! #CerremosLosPuertos”. El vehículo para esa “victoria” política fue poner en peligro la vida de 629 personas; de 123 menores que viajan solos, de 11 niños, de seis embarazadas. Una partida propagandística en el mar con refugiados y migrantes como piezas del tablero. Pero una mirada atenta al rescate revela que ese “primer objetivo” del Gobierno italiano puede haberse logrado con un plan más cínico, e incoherente, de lo que parece.

El barco de rescate Aquarius, operado por las ONG SOS Méditerranée y Médicos Sin Fronteras (MSF), efectuó dos rescates en el mar, pero aún tenía capacidad para más personas; así que pidió quedarse para seguir trabajando, algo habitual en la zona de rescate. “Nos pidieron que fuéramos a Italia”, dice Hassiba Hadj-Sahraoui, asesora de asuntos humanitarios de MSF. Fue entonces cuando naves de la Marina y de la Guardia Costera italiana transfirieron al barco humanitario a centenares de personas que habían rescatado ellas mismas. “No habíamos tenido tanta gente a bordo en mucho tiempo. Y entonces supimos que Italia cerraba todos sus puertos”.

Se cerraron los puertos al Aquarius, pero no a todo el mundo: la Guardia Costera italiana recibió luz verde para desembarcar en Catania (Sicilia) a 937 rescatados. La “victoria” de Salvini era echar a 629 personas, pero aceptar a 937.

Aunque las organizaciones agradecieron la oferta de España de desembarcar en Valencia, alertaron de que eso supondría varios días de travesía y de que no había suficiente comida a bordo. La enrevesada solución: Italia entrega suministros, parte de los rescatados se transfieren a otros buques italianos y todos ponen rumbo a Valencia.

¿Qué pasará la próxima vez? Los equipos a bordo del Aquarius tienen previsto volver al mar, pero saben que, en palabras de la asesora de MSF, cualquier rescate puede convertirse ahora en “una negociación política”, algo que de hecho ya ha sucedido en el pasado, en particular entre Italia y Malta, con resultados dramáticos. Lo que pasa en el Mediterráneo se parece cada vez más a una guerra. Al menos 7.775 personas han muerto en naufragios desde 2014. Son civiles atrapados por la política; la geoestrategia, la polarización. Y son países que intentan mirar a otro lado hasta que la situación les estalla en la cara.

Grecia e Italia fueron los países que más personas han visto llegar a sus costas. Por un lado eran inmigrantes que huían principalmente de las guerras en Siria, Afganistán o Irak; y en menor medida, de Libia, país sumido en la violencia desde la caída de Gadafi. Desde las costas libias salen sobre todo subsaharianos con motivaciones mixtas, que llegan a través de rutas durísimas (desierto, explotación, centros de detención) procedentes de África occidental y del Cuerno de África, o que ya vivían en Libia.

La Unión Europea y sus países miembros no apoyaron lo suficiente a Grecia ni a Italia. Este año las llegadas están más repartidas por diferentes rutas, entre ambos países mediterráneos y España. Ha sido un lustro de naufragios; de criminalización de las ONG; de sistemas de “cuotas” para acoger a refugiados y migrantes propuestos desde Bruselas e incumplidos en muchos países. Con el caso del Aquarius, una ensimismada UE se vendó los ojos una vez más y celebró con euforia la oferta española, sin preguntarse, al igual que parte de la opinión pública, cuál era la mejor solución para unos rescatados en el limbo desde el fin de semana.

¿Qué depara el próximo lustro? Hay un momento en que las guerras se internacionalizan. La temperatura política en el continente garantiza una discusión encarnizada sobre la xenofobia y la solidaridad de sus propias sociedades, pero no necesariamente un debate profundo sobre quiénes llegan, por qué y qué políticas se pueden aplicar. ¿Suponen las decisiones de España e Italia, para bien o para mal, la europeización definitiva de la tragedia del Mediterráneo? “¿A qué coste?”, se pregunta la asesora de MSF. “Italia está claramente intentando enviar un mensaje político. Es una vergüenza que lo haga a costa de personas vulnerables”.

  • Agus Morales es periodista, director de la Revista 5W. © New York Times News Service, 2018.

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