La es tan cotidiano ver o recibir noticias de asesinatos de mujeres a manos de sus parejas o exparejas como ver que un centenar de personas ha muerto víctima de un atentado en Palestina. En este marco, si dos mujeres profesionales reconocidas no hubiesen sido víctimas de feminicidio, esta discusión continuaría en el ámbito de la denuncia, de la invisibilización.
¿Nos hemos acostumbrado a seguir con nuestras vidas mientras vemos que han golpeado,violado y/o asesinado a una mujer? ¿Qué mecanismos se nos activan para convivir con la violencia? ¿Cómo podemos pasar por la puerta de lenocinios en los que sabemos que se está abusando de niñas y no hacer nada? ¿Por qué si las mujeres somos más del 52% de la población seguimos estando sometidas a diferentes formas de violencia?
Desde la experiencia de Gregoria Apaza, en la ciudad de El Alto, en 30 años de trabajo en atención y prevención de violencia, derechos laborales y participación política, nos es difícil hablar de violencia intrafamiliar y de políticas públicas sin profundizar en el concepto de violencia. De lo contrario, se pierde la perspectiva de la violencia a la que se nos somete dentro y fuera del hogar, que debe ser abordada desde la política pública con la debida asignación presupuestaria.
Existen tres formas de violencia: la directa, la cultural y la estructural, que están directamente relacio nadas entre sí.
La violencia directa tiene que ver con la violencia intrafamiliar, en torno a la cual existen muchos mitos: “eso sólo pasa a las pobres”, “les gusta que las peguen”, “algo ha debido hacer para que la peguen”.
En varios grupos focales realizados pudimos ver que las mujeres viven en violencia por: dependencia económica; dependencia emocional debida a su baja autoestima fruto de la violencia; a la mujer como“pilar del matrimonio” se la responsabiliza por el “fracaso”, independientemente de la causa. Esto implica mantener a toda costa la figura paterna, ya que la sociedad considera sólo a las familias nucleares como modelo, todo lo demás es disfuncional.
Marcela Lagarde dice que las mujeres somos construidas para ser para los demás, a diferencia de los hombres que son construidos para ser en sí mismos. Esta construcción hace que a nombre de la“familia” aguantemos diferentes tipos de violencia, ya que nuestros cuerpos, nuestras vidas, no importan tanto como el ser madre, santa, abnegada, sumisa y devota.
Por violencia cultural entendemos a la esfera simbólica de nuestra existencia signada por la religión y la ideología, los medios de comunicación, el lenguaje y la ciencia, que “legitiman” la violencia directa y la estructural.
En el ámbito del lenguaje encontramos, por ejemplo, canciones que mujeres y hombres coreamos a viva voz: “A quien le dicen papá, al gran
Bolívar / a quien le dicen mamá al chacra…”. Así, los poemas, discursos del día de la madre, que dicen que las mujeres somos lo máximo, generalmente son sólo un saludo a la bandera, ya que nuestra realidad es completamente diferente.
Es diferente porque vivimos en una sociedad construida y diseñada con base en un modelo hegemónico: hombre blanco, profesional, heterosexual. Todo el resto está en la periferia y así existen diferentes niveles y grados de poder relacionados con el color de piel, el sexo y el dinero. Se genera así una valoración diferenciada y jerárquica con relación a este modelo. Las mujeres estamos signadas al ámbito de la naturaleza, la maternidad, la responsabilidad sobre la reproducción y nuestro lugar en el mundo es el hogar. Ello también está marcado desde la religión: de acuerdo con la Biblia, los hombres son cabeza/pensamiento/conocimiento y las mujeres somos cuerpo/naturaleza/corazón.
Por ello, cuando nos rebelamos o cuestionamos a nuestros “amos y señores” nos insultan, nos golpean o terminan matándonos. Lo mismo ocurre cuando salimos al mundo público: nos pagan menos, nos acosan sexualmente o, si participamos políticamente, nos acosan, ya que pasamos a ser “mujeres públicas”.
La pregunta/cuestionamiento es siempre por la violencia que también sufren algunos hombres. En Canadá (2011), una investigación reconoce dos tipos de violencia de pareja: violencia terrorista, que es toda forma de castigo o el impedimento del ejercicio de derechos de una persona en un tiempo sostenido. Esto genera baja autoestima, depresión, ansiedad, la muerte de la persona por homicidio o suicidio. El 98% de víctimas de esta violencia son las mujeres y el restante 2% hombres. El otro tipo de violencia es por reacción que se da en una discusión o por venganza; el 45% de mujeres la sufre en contraposición con un 55% de hombres.
La violencia estructural se manifiesta por un poder desigual que se traduce en más obligaciones y menos oportunidades para las mujeres. Trabajamos, nos hacemos cargo del cuidado de hijos y familiares, de la limpieza y de la cocina.
Lo único que hace a todas las personas iguales es la diferencia entre unos y otros. Ésta viene a ser el principio regulador de las relaciones humanas. El problema es la desigualdad que se genera a partir del supuesto de superioridad o de inferioridad sobre la base del sexo, color de piel, clase, opción sexual, que homogeniza a diferentes colectivos desde pre/juicios que se han “naturalizado” a lo largo de la historia.
En el contexto de lo señalado, se plantea la Ley Integral de Violencia contra las Mujeres con el objeto de promover la dignificación y el respeto de las mujeres en la pareja, la familia, la comunidad y la sociedad en general. Por ello se trabajaron dos componentes: el de la prevención y el de la sanción que incluye a los diferentes actores que intervienen en la denuncia. Esta ley visibiliza la violencia en las escuelas, en el sector salud y en el ámbito laboral además de proponer la figura de feminicidio, el asesinato sólo por el hecho de ser mujer. Todo este planteamiento, sin asignación presupuestaria que la respalde, será nuevamente un enunciado de buenas intenciones; dejando de lado lo esencial que es la vida, las personas y el derecho al “vivir bien” de las mujeres.
Esperamos poder tejer redes y estrategias que nos sirvan para combatir y contagiar fuerza y entusiasmo para promover cambios en la cultura, para que todas las personas valgamos lo mismo.