Las víctimas del COVID-19
A un año del inicio de las restricciones, el país está lejos de avizorar siquiera el fin de la emergencia por la pandemia.
Hace un año Bolivia ingresaba en la primera fase de una cuarentena que habría de prolongarse durante varios meses y sería el inicio de una nueva forma de vida social que hasta hoy se conserva, aunque el retorno a la normalidad se está dando de manera paulatina. En todo el mundo millones de personas han muerto por efecto del COVID-19, pero no son las únicas víctimas.
Solo en Bolivia, desde mediados de marzo de 2020, cuando se produjo la primera muerte a causa del virus, han sido infectadas más de 260.000 personas, y de ellas más de 12.000 perdieron la vida. Hay indicios de subregistro de casos, pues la mayoría de las pruebas de laboratorio realizadas desde entonces hasta ahora fueron pagadas por las personas que temían estar infectadas, todas ellas víctimas de la crueldad de las “leyes del mercado” que justifican precios abismales frente a una demanda excesiva.
Víctimas también fueron quienes no pudieron pagarse el test y al no poder acceder a los escasos recursos de que disponían los Servicios Departamentales de Salud (Sedes) tuvieron que lidiar con la enfermedad cuando ya era demasiado tarde. Víctimas del COVID-19 fueron también todas las personas que tuvieron que confiarse a un sistema de salud que no solo no estaba preparado para la magnitud de la pandemia, como en casi todo el mundo, sino que también afrontó la crisis en medio de un descalabro institucional de muy larga data.
Víctima a su vez fue el depauperado sistema de salud cuando las autoridades a cargo, imitando experiencias de otras personas que en noviembre de 2019 llegaron al Estado para asaltarlo, protagonizaron un escándalo de corrupción al comprar respiradores a más del doble de su precio de mercado y que encima nunca funcionaron. Si ese fue el caso más sonado, cabe preguntarse por el manejo de recursos extraordinarios que se asignaron a todos los niveles gubernativos para afrontar la emergencia y hacer tareas de comunicación y educación sobre la enfermedad.
Víctimas fueron las y los niños y adolescentes, que de un día para otro no pudieron regresar más a las escuelas y que padecieron un Ministerio de Educación que nunca pudo dar una solución mínimamente viable a la crisis y a mediados de año no tuvo mejor idea que clausurar el año escolar, privando a millones de personas de su derecho a la educación. El costo de esta inoperancia se verá en pocos años, cuando esas niñas y niños tengan que afrontar la vida adulta con una educación deficiente.
A un año del inicio de las restricciones a la vida pública (que además ayudaron al gobierno transitorio a conservar la paz social a través de toques de queda y prohibiciones de circular o reunirse), el país está lejos de avizorar siquiera el fin de la emergencia por la pandemia. Cabe preguntarse si hay lecciones aprendidas, y mucho más si en el futuro próximo habrá un mejor sistema de salud; los indicios no inspiran optimismo.