Afganistán: fin de ciclo
En suma, nada justifica la intervención de ninguna potencia en los asuntos internos de un país.
La toma de Kabul por los talibanes es un símbolo del fracaso de la pretensión de algunas potencias por imponer un régimen político por la fuerza. No se trata, por supuesto, de abandonar la promoción de valores democráticos y de la democracia, sino de hacerlo entendiendo los contextos de cada sociedad y respetando la autodeterminación de los pueblos.
Después de una fulgurante ofensiva, los talibanes derrotaron en pocas semanas al Gobierno afgano que había sido instalado y apoyado durante 20 años por los Estados Unidos y sus aliados de la OTAN. Las implicaciones geopolíticas, diplomáticas y militares de este fracaso son múltiples y se irán desplegando en los próximos años, abriendo tal vez una etapa conflictiva en el Medio Oriente y el Asia Central o un recrudecimiento del terrorismo islámico en todo el mundo.
A esas incertidumbres se agrega la gran preocupación sobre el futuro de los derechos de las mujeres y las minorías en Afganistán, ahora bajo el gobierno de un grupo que aplica una versión rígida y retrógrada de las normas del islam.
El aspecto más relevante de este evento para los latinoamericanos tiene que ver con el evidente fracaso del experimento más agresivo, largo y ambicioso de la doctrina neoconservadora estadounidense que planteaba la superioridad de sus valores políticos y morales y su deseo de imponerlas en todo el mundo, incluso mediante el uso de la fuerza.
En su versión más extrema, la supuesta defensa o promoción de la democracia y otros valores occidentales justificó operaciones militares en países en desarrollo, intervenciones políticas o severas sanciones económicas contra los díscolos de ese orden hegemónico. Incluso se intentó construir “democracias” y “nuevas naciones” en países “fracasados” con gran despliegue de militares, consultores, asesores y funcionarios internacionales. Afganistán e Irak fueron los lugares donde más se experimentaron con estas políticas, con los resultados desastrosos que ahora pueden observarse.
No se trata, por supuesto, de rechazar todos los valores y orientaciones “occidentales”, ya que muchos de ellos, como los derechos humanos o la democracia, son ya parte de un acervo y un horizonte que concierne a gran parte de la humanidad. Lo que parece no funcionar e incluso es trágicamente contraproducente es el intento de impulsarlos sin entender el contexto social y la historia, sin un diálogo multicultural y con métodos que irrespetan la autodeterminación de los pueblos y la soberanía de los países.
En suma, nada justifica la intervención de ninguna potencia en los asuntos internos de un país y ningún régimen político será sostenible si no es producto de una auténtica construcción colectiva realizada por sus propios ciudadanos. Se trata de producir democracia y desarrollo con la participación de todos, tareas no exentas obviamente de conflictos que cada sociedad debe resolver, sin esperar que alguien nos traiga el modelo perfecto de fuera o, peor aún, que intente imponerlo.