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Violencia racista

En rigor, los datos no deberían sorprender: el racismo fue uno de los ejes sobre los cuales circuló el odio político durante las violentas jornadas que sucedieron a la renuncia de Evo Morales en noviembre de 2019. Lo afirma con abundancia de pruebas y testimonios el informe del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI) y lo vemos en todos los ámbitos de la vida cotidiana.

Es evidente que durante años, incluyendo la década transcurrida desde la promulgación de la Ley 045, Contra toda forma de racismo y discriminación, en 2010, el Estado no fue capaz de contener las crecientes manifestaciones de racismo asociado con los discursos y comportamientos políticos y gran parte de la sociedad civil se mostró no solo incapaz de aportar a la tarea, sino en muchos casos francamente opuesta.

Es que a pesar de las mejores intenciones puestas en la Ley por sus proyectistas, siempre fue más rentable políticamente mantener viva la tensión étnicoracial (como lo señalan varios estudios publicados en los últimos años), que sancionar sus excesos hasta obligar a las personas racistas a cambiar de actitud, o al menos esconder sus bajos instintos. Sin olvidar que, por muy escasas que sean, también hay manifestaciones de racismo de quienes históricamente lo han sufrido y quisieran desquitarse.

Escuelas y medios de comunicación estatales también fracasaron ostensiblemente: las primeras porque grandes segmentos del magisterio se mostraron incapaces de asumir el reto de formar nuevas generaciones libres del prejuicio racial, étnico y clasista que caracteriza a la sociedad boliviana; los segundos porque pese a tener mandato y todos los recursos necesarios para la tarea se vieron obligados a priorizar otros asuntos en su agenda. De los medios privados no cabía esperar gran cosa, pues la mayoría de ellos siempre se manifestó opuesta a la citada Ley y los deberes que impuso.

El resultado fue que en 2019 las condiciones estaban dadas para el ascenso de una Presidenta interina que durante años había mostrado su odio racista a través de publicaciones en redes sociales y declaraciones públicas; un gabinete de ministros insensibles y discriminadores; segmentos de la sociedad que creyeron llegada su hora de reivindicar una supuesta superioridad sobre la mayoría indígena del país y una larga lista de abusos y excesos claramente asociados con el prejuicio racial que fueron cometidos a partir del 12 de noviembre de 2019.

El Informe del GIEI es una muy extensa y detallada relación de los excesos y aberraciones cometidos por un grupo de personas que tomaron el poder sin fuerza democrática que le diera sustento. En todos los casos registrados a lo largo de los ocho meses que duró la investigación el componente racial aparece como un agravante. En parte destacada de las recomendaciones del informe se insta a hacer algo al respecto, pero hasta ahora ninguna autoridad ha manifestado interés en tomar cartas en el asunto y la sociedad parece no haberse dado por enterada.