Odio y política
La sociedad entera está llamada a reflexionar sobre el camino que conduce al odio y el crimen.
El intento de magnicidio con la Vicepresidenta de Argentina, días atrás, ha hecho evidente un fenómeno que si bien es recurrente en la historia de la humanidad se ha convertido en algo cada vez más común en la práctica política contemporánea: sembrar y estimular el odio por quien es, parece o piensa diferente, no con el objetivo de confrontar ideas, sino de eliminarle.
América Latina tiene abundante memoria de los excesos y crímenes que inspira el odio: la larga noche de las dictaduras en la segunda mitad del siglo XX es la más atroz evidencia de hasta dónde puede conducir el aborrecimiento y la enemistad por el otro diferente. Quienes creyeron superados esos sentimientos hoy deben revisar sus ideas, pues día a día hay personas, líderes políticos y sociales y, lo que es peor, periodistas, estimulando este tipo de emociones.
También, quienes esperaban ríos de tinta analizando, reflexionando o, cuando menos, condenando el frustrado intento de asesinato de una de las líderes más importantes de la Argentina de hoy tienen que haber quedado azorados por un enorme silencio en gran parte de la clase política de ese país, particularmente en la oposición y el conjunto de organizaciones identificadas con la ideología de derecha. De ahí que la periodista argentina Nancy Pazos, con gran valentía, señaló que el suceso y sus efectos “obliga a replantear el rol de los políticos, los factores de poder, los medios y los periodistas. Hasta ahora todos señalan enfrente y con el dedo. Pero nadie se hace responsable”.
Ecos de la “grieta” que divide a la sociedad argentina se escuchan en Bolivia, como cuando el periodista de un diario de Santa Cruz de la Sierra expresa en su cuenta de Twitter su decepción por que el atentado hubiese fallado. O, trasladando la actitud a conflictos nacionales, el director de un diario también cruceño afirma que la migración hacia ese departamento es de “collas” que “odian a Santa Cruz”. Si personas como éstas tienen a su cargo producir contenidos periodísticos no debe extrañar tal tendencia a la polarización que ha motivado la calificación de algunos medios como “cloacas”.
Lo que a inicios de siglo se celebraba como “autocomunicación de masas” y paulatino retroceso de las mediaciones tradicionales, hoy se revela, en el primer caso, como un ecosistema donde circulan mensajes sin más filtro que la programación algorítmica y donde los discursos de odio florecen. En el segundo, a la par que es evidente el retroceso de los medios tradicionales (o su transformación en digitales), se percibe la depauperación del discurso periodístico, al extremo que en no pocos casos se confunde la comunicación periodística con comunicación política, es decir al servicio de una parcialidad.
La sociedad entera está llamada a reflexionar sobre el camino que conduce al odio y el crimen, pero fundamentalmente las y los políticos y periodistas deben reconocer su parte de culpa en este estado de cosas preocupante.