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Europa: solidaridad contra la austeridad

Un fantasma recorre el viejo continente: la resistencia a las medidas de ajuste estructural de los gastos fiscales conocidas bajo el tétrico rótulo de “austeridad”. Y el ogro que impone esa conducta tiene un nombre: Angela Merkel. El apoyo transfronterizo que ella brindó al presidente Nicolas Sarkozy, en buena parte, fue causa de su fracaso electoral, y abrió paso al socialista François Hollande.

En verdad, el escenario francés podría servir como un microcosmos para analizar el ocaso de los partidos tradicionales, sean estos de izquierdas o derecha, y el impetuoso auge de colectividades políticas tildadas de extremistas. Si bien los reveses electorales podrían atribuirse a la crisis financiera planetaria que estalló en 2008 y que aún no ha sido paliada, es también cierto que la drástica austeridad golpea con mayor rigor a las clases populares que a la alta burguesía refugiada en la banca, en las bolsas o en las astutas contabilidades de las transnacionales. Ese truco ha captado con alarma el olfato del pueblo y su voto castigo al grito de “que se vayan todos” está apareciendo en las urnas europeas con preocupante reiteración.

El dominó de las derrotas comenzó en el Reino Unido, con el derrumbe del laborista Gordon Brown y el ascenso del conservador David Cameron. Siguió con la dimisión forzada del premier Silvio Berlusconi, más debido a la inestabilidad económica de  la bota italiana que a sus acrobacias vesperales en los bunga bungas. El hecho de elegir al prestigioso economista Mario Monti, como a su reemplazante, muestra la angustia prioritaria de los italianos.

La debacle suma y sigue: en España, Mariano Rajoy se calzó fácilmente en los zapatos del socialista José Luis Rodríguez Zapatero, jubilándolo prematuramente. En Grecia, el nuevo hombre enfermo de Europa, al borde de la quiebra, los denuedos por salvar al país han sido vanos y los radicales de izquierda, favorecida con el voto ciudadano, han impuesto su opinión antieuropea y tratarán de formar gobierno.

En todas aquellas situaciones el común denominador es la ácida animadversión a los gobiernos en funciones, sean éstos de derecha conservadora o de izquierda moderada. La crisis, pretexto para algunos gobernantes para excusarse por su ejecución poco eficaz, sirve a otros para demandar su revocatoria.

Los recortes presupuestarios han sido tantos y tan frecuentes que hoy la ciudadanía europea está hastiada de las invocaciones para instaurar mas impuestos o incitaciones destinadas a ajustarse los cinturones para acomodarse a frescas medidas de austeridad empujadas por la intangible burocracia, que, desde Bruselas, cumple la antipática función de un supragobierno, duro e inflexible.

Otra característica es el retorno  al nacionalismo de campanario que abre los closets para que emerjan fantasmas xenófobos con banderas  y eslóganes que ya se estaban superados por la Historia.

Esas condicionantes antieuro-peas han mostrado sus primeros  frutos en las elecciones recientes en Hungría, que catapultaron al poder  a Viktor Orbán, quien enarbola estandartes en política interna tales como el control total de los medios, manipulaciones de la justicia, rígidas normas homofóbicas y otras relativas a la seguridad. La crítica casi unánime del Parlamento Europeo     y otras instancias no lo han alejado   un ápice de sus confusos principios y, por el contrario, han producido  anticuerpos nacionalistas.

En otro nivel, modernas formaciones políticas de extrema derecha han hecho su aparición movilizando adherentes a través de las redes sociales. Tal es el caso de los piraten (piratas), partido emergente alemán, que capta a la juventud indignada, jubilados nostálgicos de un Estado fuerte y a los amantes del orden y de la disciplina.

Los programados comicios en Alemania darán la pauta para evaluar si los cambios a los acuerdos previos suscritos en el marco de la Unión Europea podrán ser alterados gracias a la presión popular como pregona el flamante mandatario François Hollande, quien, en su primera alocución de victoria, hizo un encendido llamado a la juventud europea exigiendo su activa participación en el debate aún no cerrado acerca de la marcha de la Unión. Esa convocatoria es tanto más significativa si se toma en cuenta que fue hecha desde la plaza de la Bastilla, símbolo emblemático de la Revolución, aunque Hollande se abstuvo de proclamar aux armes, citoyens (¡a las armas, ciudadanos!).