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Guido: demócrata y ante todo una persona de bien

Difícil encomienda la que me hizo Animal Político de La Razón al pedirme dedicarle unas líneas a la memoria del amigo y compañero Guido Riveros Franck. El reto es tal que haré de esta columna póstuma no sólo reflejo de mis sentimientos, sino del de muchas voces y susurros provocados por su inesperada y triste partida. ¡Cómo cuesta aceptar la  realidad de la muerte cuando ésta llega impertinente! “Hay golpes en la vida, yo no sé…”, escribía César Vallejo dramáticamente inspirado por sus Heraldos negros…

Estaba fuera del país cuando me llegó la noticia de su definitiva partida. Abrumada por la comunicación en tiempo real, desde el espacio cibernético llovían mensajes sentidos distintos y diversos. Norita Soruco, expresidenta de diputados y una de las constructoras del Movimiento de la Izquierda Revolucionaria (MIR) en tiempos de clandestinidad, recordaba a Guido como aquel joven “llegado al país y recién titulado que se incorporó con toda su ilusión a la lucha por días mejores para la patria”. Y es que con el título de ingeniero eléctrico y como becario de la Fundación Simón I. Patiño, Guido pudo optar por un proyecto de vida distinto, más cómodo y menos comprometido con las demandas de democracia de la época. Lo conocí a principio de los años 80, como el compañero de vida de María René, cochabambina de pura cepa, con quien como estudiantes de la Universidad Católica de La Paz incursionamos en el activismo político en una célula universitaria clandestina a finales de 1974.

Desde esos turbulentos tiempos fuimos muchos los que construimos con Guido una amistad que le ganaría espacio al frío, ingrato y complicado mundo de las relaciones políticas e institucionales. Por esa misma razón, resulta difícil referirse a él como político y constructor de democracia al margen de la calidad humana que acompañaba su siempre diligente y caballerosa presencia.

En esta hora póstuma, todos reconocemos su probada convicción democrática y su gran capacidad de conectar a las personas y construir puentes de diálogo plural allí donde reina la desconfianza y la confrontación. Guido supo ejercitar y perfeccionar esta aptitud que le nacía espontánea y naturalmente, poniéndola a prueba en su calidad de Director Ejecutivo de la Fundación Boliviana para la Democracia Multipartidaria, cuya creación y desarrollo institucional tuvo en él un comprometido impulsor. Su sincera convicción pluralista es un legado que deja y que resulta escasa en tiempos de polarización y posicionamientos irreconciliables. Su amplitud de criterio y permanente disponibilidad a la escucha de ideas distintas a las suyas era el abono para sembrar dudas y construir nuevas certezas y caminos de solución a problemas irresolubles. Su persistente búsqueda de equilibrios en escenarios de permanente discordia le costaba más de una crítica y reclamo de las partes encontradas.

No es casual que en Colombia su tránsito como embajador haya dejado una huella difícil de borrar en la dirigencia política ideológicamente variopinta, a la que tuve el privilegio de conocer gracias a su extraordinaria capacidad de tejer redes de cooperación, solidaridad y amistad. Era un verdadero conector, dirían los teóricos de la gestión de conflictos y de una cultura de paz. No le resultó difícil llevar a la práctica el consejo que  Valentín Paniagua nos hiciera mientras compartía su experiencia en la recuperación de la democracia peruana al sostener que la condición de todo diálogo y acuerdo era hacer un esfuerzo radical de ponerse en el lugar del otro… es decir, del adversario y hasta enemigo político e ideológico.

Pero si una cualidad lo distinguió fue su probada honestidad allá donde cumplió funciones como servidor público. Gracias a personas como Guido, es posible aún defender a la política como oficio respetable y desmentir el discurso antipolítico que suma tanta desconfianza a la relación entre la sociedad y sus gobernantes. Es difícil olvidar su respuesta avergonzada frente al reclamo que realizábamos ante las inconductas de varios compañeros cuando, siendo gobierno del MIR y en otros momentos en ejercicio de poder, se desvanecía la mística mirista mientras se proclamaba la “revolución del comportamiento”. Tenía debilidades y equívocos, sin embargo, no le costaba pedir disculpas, ya que tuvo la virtud de no confundir la capacidad de autocrítica y la humildad con los rasgos de debilidad. Ésa era su fortaleza. Por eso, el mismo Jaime Paz Zamora, a quien Guido admiraba pero a veces cuestionaba, hoy afirma públicamente que “Guido Riveros Frank fue sobre todas las cosas un hombre de buena fe”.

Fui testigo de sus esfuerzos realizados por institucionalizar al MIR y recomponer las cosas incluso a costa de reprimendas, así como su alineamiento firme, a veces exitoso, para contrarrestar corrientes clientelares y criterios no meritocráticos en procesos de estructuración de la nueva institucionalidad estatal desde el Parlamento. Era persistente y consciente en su esfuerzo personal por no sucumbir en las prácticas que las lógicas de poder contagian, tan difíciles de erradicar de la cultura política boliviana. Enemigo de fundamentalismos de cualquier tipo, la intolerancia era un rasgo ausente en su estilo de hacer las cosas y de su vocabulario. 

Según Norita, Guido jamás paró, “fue siempre el mismo desde todas las posiciones, para él no existía la jerarquía de la que otros succionaban para vivir construyendo camarillas”.  Sin embargo, el lunes 28 de mayo su corazón paró, extinguiendo su bien conocida energía para armar y construir redes de confianza y encuentro.

Dos semanas después de lamentar su partida, escribo con la certeza de que el reconocimiento y homenaje que su vida ha inspirado en distintas personas e instituciones es una reconfortante señal de que su pasar por esta vida y su compromiso como  exponente de la generación de la democracia no fue en vano, que su legado hace de la Democracia y de la buena política un terreno en el que, pese a todo, hay espacio para personas de bien.