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Desacato, ¿arma política para defenestrar?

Un día la prensa no tuvo reparos en hacer noticia con las afirmaciones de un teólogo y un veterano periodista sobre la condición humana y la honorabilidad nada menos que del Jefe del Estado boliviano.

Y qué coincidencia de fechas. El 25 de agosto de 2008, el periodista que se atribuyó 50 años en el oficio, y presidente de la Asociación de Periodistas de La Paz y de la Asociación Nacional de la Prensa, escribió: “Nosotros, los sucios periodistas, no somos narcotraficantes, como en cambio lo es el presidente Evo Morales”. El 25 de agosto de 2011, el estudioso en Teología, Filosofía y Letras, profesor en Derechos Humanos y Literatura dijo: “Hay ya en este Gobierno engendros de mula con demonio (García Linera) o de llama con Lucifer (Evo Morales) y travestis con el mismísimo Hades (Sacha Llorenti)”.

Bien los dos casos pudieron incurrir en desacato, tipificación penal que es entendida por unos como instrumento político represivo del Gobierno y por otros como campañas políticas destinadas a desacreditar al servidor público.

Una explicación puede encontrarse en el derecho romano. “Se estimó que podía cometerse injuria no sólo por hechos, sino también mediante palabras que lesionaban la fama de las personas (Jordán, 2004)”. Importaba la calidad de la persona y el ánimo de injuriar del agresor.

El imperio Inca se protegía también de los ataques contra la dignidad. “El delito grave lo constituía el levantamiento contra el poder real del Inca. En este caso, el pueblo insurrecto era arrasado, los principales cabecillas eran lapidados por la espalda, despellejados y descuartizados” y “con la misma pena se castigaba al que profería ofensas a la persona del rey inca, su mujer principal y el heredero primogénito (Villamor, 1978)”.

La Colonia penalizó los delitos de calumnia e injuria contra la Corona y sus representantes en la América. En la República, la Constitución de 1826 imponía a los ciudadanos el deber de “respetar y obedecer a las autoridades constituidas”. Esa situación se mantuvo hasta 1843. Mucho después se incorporaría el derecho a la dignidad.

El Código Penal Santa Cruz prescribía que “el que insulte a sabiendas algunas de las personas designadas en el artículo precedente (Presidente, Vicepresidente y ministros de Estado) en los mismos casos con acción o palabra injuriosa, será castigado con dos a seis años de prisión o reclusión, siendo las injurias públicas; y con la mitad de estas penas si fuere privada. Si la injuria fuere a presencia de ellas, o cometida por medio de un libelo infamatorio, o en sermón o discurso al público, pronunciado en sitio público se aumentaran dos años de la pena correspondiente”.

El Código Penal, en vigencia, penaliza la calumnia, injuria y difamación dirigida contra “un funcionario público en el ejercicio de sus funciones o a causa de ellas”, sanción agravada si se trata del Presidente, Vicepresidente, ministros de Estado, del Tribunal Supremo o de la Asamblea Legislativa (artículo 162. Desacato).

La Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) recomendó   —lo hace desde 1998— la derogatoria de las leyes de desacato porque son incompatibles con la libertad de expresión: “Los funcionarios públicos están sujetos a un mayor escrutinio por parte de la sociedad. Las leyes que penalizan la expresión ofensiva dirigida a funcionarios públicos generalmente conocidas como “leyes de desacato” atentan contra la libertad de expresión y el derecho a la información”.

Se tienen casos célebres por de-   sacato. El abogado Manuel Morales Dávila permaneció 42 días de 1996 en la cárcel de La Paz por decirle “vende patria” al presidente Gonzalo Sánchez de Lozada. Hoy, varios litigios penales por desacato involucran a altas autoridades nacionales, entre los más significativos: vicepresidente Álvaro García Linera y varios ministros de Estado como querellantes, y al senador Róger Pinto, el gobernador de Santa Cruz Rubén Costas y otros legisladores de la oposición como querellados.

Otros 17 casos menos conocidos por la prensa llegaron, desde hace años, hasta el Tribunal Constitucional Plurinacional en procura de la aprobación de recursos y acciones constitucionales de causas que tuvieron origen en denuncias y querellas por desacato presentadas por fiscales, jueces y concejales municipales en contra de ciudadanos por proferir “insultos”, “agravios”, “ofensas”, “escándalos”, “calumnias”, “injurias”, “burlas”, “faltamiento a la autoridad”, etc.

De las sentencias analizadas, en tres casos se planteó ante el Tribunal Constitucional la “inconstitucionalidad” del artículo 162 por ser incompatible con la libertad de expresión, el derecho a disentir, criticar y opinar sin riesgo de ser procesado por delitos contra el honor, para lo cual acudieron a los argumentos jurídicos de la recomendación de la CIDH.

El Tribunal Constitucional pronunció los autos constitucionales 0390/2010-CA (30/6/10) y el 0481/2010-CA (21/7/10) rechazando el recurso indirecto o incidental de inconstitucionalidad, con el que se pretendía derogar el 162, esto por “carecer de fundamento jurídico-constitucional” y “por basarse en preceptos de la Constitución abrogada”. El tercer recurso de acción de inconstitucionalidad abstracta fue planteado en marzo de este año por legisladores de la oposición, a la cabeza de Pinto. El Tribunal aún no se pronuncia.

En febrero de este año, el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos comunicó en La Paz que estaba preocupado por “las denuncias por desacato contra asambleístas, personalidades políticas, funcionarios públicos, abogados y periodistas”.

Recientemente, el vicepresidente García Linera anunció la decisión del Gobierno boliviano de derogar el delito de desacato, pero sin eliminar los delitos de calumnia ni difamación, se entiende, contra los servidores públicos. La tendencia jurídica, también recomendada por la Corte Interamericana, es que los delitos contra el honor ya no correspondan al ámbito penal sino civil.

La Sala Constitucional del Tribunal Supremo de Justicia de Venezuela dictó una célebre sentencia (caso Chavero. No. 1942 de julio de 2003), que rechaza la recomendación de derogar el delito de desacato, porque la CIDH no tomaba en cuenta la existencia de poderes económicos y políticos que formen “un bloque o matriz de opinión que es que obran en confabulación con Estados o grupos económicos, políticos, religiosos o filosóficos extranjeros o transnacionales, y que tal debilitamiento y hasta parálisis de las instituciones se adelante mediante ataques persistentes, groseros, injuriosos, desmedidos y montados sobre falacias, contra los entes que conforman el tejido institucional del país”.

No es lo mismo, pues, criticar —aún con dureza— la gestión pública del servidor público que atacar su dignidad personal; no es lo mismo decirle ineficiente que decirle engendro o narcotraficante, haciendo con este último extensivo la ofensa a su entorno social íntimo.