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La otra guerra: China versus Japón

En la lengua rusa, pletórica de simbolismos, Vladivostok, el megapuerto sobre el Pacífico, quiere decir “dueña del oriente” y el nombre Vladimir significa “patrón del mundo”. Con esas ambiciones, el presidente de Rusia, Vladimir Putin, hospedó el 8 de septiembre a la cumbre de la veintena de países miembros de la APEC (Cooperación Económica del Asia y el Pacífico), ocasión en la que inauguró el puente colgante más grande del planeta.

Con Barack Obama ausente, ocupado en su campaña electoral, Hu Jintao, en representación de la gigante China, ocupó el lugar predominante. La importancia otorgada al fórum de la APEC es explicable porque muestra que la lucha por los mercados se centra cada vez más en el área del Pacífico. Ante esa ineluctable evidencia, en el ámbito latinoamericano también se motoriza la Alianza del Pacífico, que agrupa a México, Colombia, Perú y Chile.

No fue mera coincidencia que días después de la cumbre de Vladivostok el Gobierno japonés compre a un propietario privado las islas Senkaku, reclamadas como suyas por China, que las denomina Diaoyu. Ese minúsculo archipiélago de cinco islas, con una superficie total de siete kilómetros cuadrados, inhabitado y rocoso, desde 1971 provoca la batalla por la soberanía del sitio reclamado por China, Taiwán y Japón, porque al parecer la profundidad de su plataforma marítima sería rica off shore en yacimientos de petróleo y gas natural.

La arremetida japonesa fue inmediatamente respondida por China con el despliegue de una decena de naves de guerra y con amenazas de retorsiones económicas y comerciales. Grave riesgo para el comercio millonario entre los dos países. Mientras ese temperamento imperaba en el Gobierno, en las calles chinas se inflamó el sentimiento nacionalista con manifestaciones violentas y saqueos tolerados por la Policía contra comercios nipones.

La situación es sensible por la interdependencia de sus economías, porque, si bien China es su principal socio comercial, Japón controla las tecnologías vitales de su inusitado crecimiento. En momentos en que es notorio el decremento de su expansión comercial y que la fragilidad del régimen es insoslayable, en vísperas del 18 Congreso del Partido Comunista encargado de elegir la nueva cúpula dirigencial, la mejor vía para la movilización popular es azuzar el orgullo nacional del pueblo contra el enemigo de ayer y actual rival en el ajedrez geopolítico asiático. Ese teatro es propicio para instaurar la denominada educación patriótica, basada en el recuerdo de “un siglo de humillación” que cuaja perfectamente para nutrir actitudes antijaponesas. Por otro lado, indemne ante la crisis de 2008, China está presta a ocupar el vacío dejado por el declive americano y asume resueltamente su rol de potencia emergente por el control del mar de China y su esfera de influencia en el Pacífico. Ante esa coyuntura, la reacción de Obama es elocuente cuando en su reciente visita a la región afirmó enfáticamente que Estados Unidos es una potencia del Pacífico y que no abandonaría ese papel. No están exentos de esta premisa las disensiones sino-americanas referentes al calentamiento climático, al afán nuclear iraní y el rechazo de Pekín de revaluar su moneda.

En otro campo, no es impertinente evocar que en esa misma cuenca marítima China confronta otras controversias, notablemente a propósito de las islas Paracel, reivindicadas por Vietnam; las islas Spratleys, reclamadas por Brunei, Malasia, Filipinas,Taiwán, Vietnam y China; y el Recife de Scarborough, controlado por Filipinas, pero codiciado por Indonesia, Taiwán y China. Pero todos esos diferendos no tienen el significado histórico ni el rédito político que el liderazgo de Pekín espera obtener del pleito entablado por la recuperación de las islas Senkaku – Diaoyu.

El enfrentamiento sino-japonés está siendo usado en la campaña electoral americana como ingrediente adicional del candidato republicano para sublimar el sentimiento de frustración de algunos sectores contra la avalancha made in China.

Se culpa a Obama de haber sido muy indulgente con China, al haber posibilitado su ingreso a la Organización Mundial de Comercio (OMC), no obstante el récord negativo de Pekín acerca de los derechos humanos.

Es difícil imaginar solución alguna que satisfaga a las partes. Se excluye un arbitraje internacional por cuanto los japoneses niegan el hecho de reconocer que existe un problema de soberanía. En efecto, el conflicto opone dos escuelas de pensamiento disimiles. Mientras la China se basa en sus derechos históricos, Japón asienta su reclamo en el derecho internacional. Los primeros desempolvan manuscritos del siglo XIV y del XV, bajo la dinastía Ming en los que se cita las islas Diaoyu y que los nipones se apropiaron durante la guerra sino-japonesa de 1895. En cambio, Japón hace alusión al tratado Shimonoseki de ese mismo año por el que los chinos les ceden Taiwán y las islas vecinas. El peligro mayor radica en la presencia de barcos pesqueros y de guerra de ambos bandos surcando en Mar de China, con intenciones francamente hostiles. Cualquier incidente fortuito podría ser la chispa que encienda un conflicto mayor, en circunstancias en que los militares chinos son más que nunca un factor de poder y que el Japón fortalece sus fuerzas de autodefensa y pretende revisar las limitaciones constitucionales impuestas a su capacidad bélica.