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Tres historias, de muchas, que todavía sufre el país

Y pido una sola cosa al Señor, Dios salve a Bolivia”, decía Gonzalo Sánchez de Lozada el 12 de febrero de 2003, cuando los policías aún se encontraban amotinados en rechazo al “impuestazo”—determinado a requerimiento del Fondo Monetario Internacional (FMI)— que aquél pretendía ejecutar para pagar las deudas estatales.

Si bien el gobierno del Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR) logró librarse de ese momento de conflictividad, nada sería igual desde esa fecha hasta octubre de ese año: había una atmósfera de rebelión los meses previos a la llamada ‘guerra del gas’; ante cualquier anuncio de movilización, las tiendas de abarrotes eran vaciadas por las familias paceñas y alteñas como vaticinando la crisis del décimo mes. Era como si todos supiesen que más temprano que tarde había que tomar recaudos y que febrero sólo era el inicio de algo aún mayor. El MNR parecía también intuirlo, por lo que en agosto nutrió su coalición al aliarse al Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) y a Nueva Fuerza Republicana (NFR).

La vista simultánea de cuatro pasarelas destruidas “descansando” en el suelo en espacios tan dispares y distantes unos de otros como Río Seco, la zona Los Andes y el Complejo Fabril son la metonimia no de una convulsión generalizada en El Alto, tal cosa sería demasiado obvia, sino de aquello que queda velado por el escándalo de las 26 muertes de ese domingo 12 de octubre en que las masas de cemento golpeaban el pavimento mientras bajaba un convoy militar escoltando cisternas cargadas de gasolina. La historia finalmente registrará los muertos como un número y no así esa atmósfera de levantamiento ni la cotidianidad con que cada una de estas víctimas se levantó ese día, como cualquier otro en ese tiempo de escasez.

Precisamente, esa mañana del 12 de octubre, la familia de Elena Cullagua ya no tenía qué llevarse a la boca; los especuladores dieron fin con los alimentos en las tiendas, además los bloqueos y la falta de gasolina hacían imposible que llegaran provisiones. Su hijo de 14 años, Rodolfo Apaza, decidió, por la tarde, salir a buscar algo qué comer para su familia. “Voy a conseguir, vas a ver”, cuenta su madre que le dijo mientras montaba su bicicleta y salía de su casa, en un barrio de Alto La Portada en El Alto. Cuando llegó a Entre Ríos y Portada, le dijeron a Elena, comenzó la represión policial y militar, y Rodolfo quedó inconsciente por la toxicidad de los gases, con la mandíbula rota y múltiples golpes. “Hoy es inhábil para estudiar o trabajar”, cuenta Elena.

Esta madre de familia estaba atrapada entre dos verticalidades, una proveniente de la violencia del Estado y otra de la Federación de Juntas Vecinales (Fejuve) de El Alto. “Estábamos tan obligados por la Junta de Vecinos para salir a bloquear…”, confiesa.

Ese 12 de octubre, Eulogio Samo se levantó y se dispuso a caminar hacia la plaza de San Pedro cargando su frigorífico portátil de plastoformo lleno de helados, que planeaba vender. Eulogio habría podido transitar por muchas otras calles, sin embargo, pasaba por San Francisco esquivando las piedras que casi “alfombraban” la explanada cuando los militares y policías reprimieron a los manifestantes con gases y balas. Una de éstas impactó en su cuerpo y lo dejó herido y afectado por casi cinco años, de acuerdo con el relato de María, su viuda. En octubre de 2007 murió por complicaciones clínicas.

El excooperativista Benito Baldiviezo relata cómo ese 12 de octubre su grupo burlaba o era retenido por los militares en un tira y afloja en el intento de que su movilización minera llegara a La Paz. Arribaron al puente de Pairumani, en la carretera que conecta Oruro y La Paz: se encontraron con tanques y un contingente del Ejército. Decidieron no pasar, sino quedarse ahí hasta el día siguiente y despistarlos cambiando su camino hacia Patacamaya, donde finalmente desayunarían. De hecho, cuando se encontraban comiendo sus raciones de alimentos deshidratados, fueron atacados con los tanques y armas largas de las Fuerzas Armadas. “Me llegó una bala en el pie derecho, pero seguí corriendo por una cuadra hasta que no pude más y caí”, relata Benito.
Cuenta que fue alojado en un cuarto de un pueblo para después ser conducido al Hospital Obrero. “Me dijeron que me operarían… hasta hoy no lo hicieron; la bala sigue ahí”.

Mientras estas tres historias sucedían de manera sincronizada, Gonzalo Sánchez de Lozada decía: “Es importante decir a todo el pueblo de Bolivia que yo no voy a renunciar”. Dos días antes, los sectores movilizados exigían ya la renuncia del gobernanete y éste contestaba con un desenfado pueril: “No voy a renunciar a la presidencia porque mi mujer quiere seguir siendo la primera dama de la nación”.

La crisis de Estado ya se hizo patente en las movilizaciones en el altiplano comandadas por Felipe Quispe en 2000, sin embargo, la recta final para el MNR, el MIR y NFR se iniciaría con el pedido de la liberación del líder campesino Edwin Huampo, encarcelado al ser acusado de participar en un acto de justicia comunitaria que concluyó con el linchamiento de dos presuntos ladrones de ganado en una comunidad de la provincia Los Andes de La Paz. No obstante, la eventual venta de gas fue la chispa que terminó por hacer huir a Sánchez de Lozada y caer en el recurso al que acudiría también el peruano Alberto Fujimori: apelar a la segunda nacionalidad para librarse de la justicia, cosa que en un documental de HBO sobre el encarcelado expresidente peruano es calificado de “vergonzoso”.

El 17 de octubre, una semana después de las tres narraciones breves rescatadas arriba, Sánchez de Lozada abordó un helicóptero en el Colegio Militar de Irpavi que lo condujo al Aeropuerto Internacional de El Alto, ahí hizo un transbordo hacia Santa Cruz, de donde, sin escalas, huyó hacia Estados Unidos. El saldo de ciudadanos muertos en las jornadas de Octubre fue de 67, sin embargo, desde ese tiempo, cinco heridos también fallecieron a causa de complicaciones clínicas. Ahora suman 72 los fallecidos.