Cosa de locos”, diría la abuela si se habría enterado de que vivimos en un mundo en el que las personas se empeñan en individualizar sus maneras de comunicarse —teléfonos celulares, computadores, tabletas, correos electrónicos— y al mismo tiempo hacen lo imposible por poner en evidencia su intimidad y hasta hacer de ella un “espectáculo”.

Cada quien escribe y reinventa su autobiografía en las redes sociales en su condición de autor, narrador y protagonista de la misma obra, como afirma Paula Sibilia. Tres voces en una sola persona, que cuando, junto a otras, forma parte de una comunidad halla la manera de hacerse escuchar. Qué ha sido, sino, esta semana la corriente de opinión encausada en Twitter bajo la etiqueta #CensoBo.

Sucedió antes y pasa ahora, sin embargo, hoy el impacto tiene una clara particularidad: la ciudadanía no sólo amplifica su voz, sino que se hace sentir como un rompeolas en la corriente de la opinión pública, agenda sus propias prioridades y hasta incide en las políticas estatales.

Y lo hace de dos formas: de manera casi inmediata y sin intermediarios. Los medios masivos y los periodistas se han visto obligados a bajar del pedestal. Y los ciudadanos han tomado las redes sociales por asalto.

Es la hora de los amateurs. Aquéllos que aportan voluntariamente a su comunidad virtual y los que “han superado a profesionales en su propio juego”, como destacó la revista Time en 2006 al nombrarlo a “usted” como el personaje del año. Es la hora de los ciudadanos. De los que demuestran su ego a la par de su sabiduría y su estupidez. Es una extraña mezcla entre desenfreno ciudadano y libertad de expresión, cuyos límites los pone la propia comunidad.

Es, sin duda, el tiempo de las redes sociales. Regular o no regular. Desde el lunes 4 de mayo, el Gobierno boliviano dejó de ver de reojo a las redes sociales. Ese día, el presidente Evo Morales aludió a Facebook como el espacio donde se dice que “hay que matar a ese indio antes de que tenga muchas crías”, refiriéndose no a su descendencia sino a futuros líderes como él.

Aunque fue el 21 de octubre que el oficialismo puso en evidencia que tenía algo más que críticas a los mensajes que se emitían por internet, cuando el vicepresidente Álvaro García dijo tener “guardadito en el celular” los insultos contra el Primer Mandatario por redes sociales, y anotado con “nombre y apellido” la identidad de quienes los envían.

Como era previsible, en ambos casos, los primeros en reaccionar fueron los miles de tuiteros y feisbuqueros, que respondieron en la red, como saben hacerlo: con ironía. El debate encalló en la arena mediática y puso en la agenda pública la pregunta de si era posible “regular” a las redes sociales.

 Aunque al final el propio Vicepresidente dio como perdida —técnicamente hablando— la batalla al respecto, el debate no tardó en madurar —políticamente hablando— en una posible norma que morigere o evite ciertos mensajes racistas o discriminatorios.

Si bien acá bastaba con recordar que está vigente la Ley 45 contra el Racismo y toda forma de Discriminación, que sanciona estas actitudes, aunque no explícitamente en redes sociales; o aclarar que internet es una red distribuida, y que “en un mundo de redes distribuidas el poder está también distribuido”, como diría De Ugarte, en El poder de las redes; las aguas siguieron un curso casi cantado: el cuestionamiento a que millones de voces o impulsos electrónicos emitidos detrás de un computador afecten o cuestionen el poder constituido.

Y es que éste ve en el fondo voces disonantes que a momentos, como sucedió antes, se organizan convocados por la acción y a través de ella y pasan del eslactivismo (activismo de baja intensidad) al ciberactivismo.

Es decir, que confluyen en una estrategia. Porque qué es el ciberactivismo sino “una estrategia que persigue el cambio de la agenda pública, la inclusión de un nuevo tema en el orden del día de la gran discusión social, mediante la difusión de un determinado mensaje y su propagación a través del ‘boca a boca’ multiplicado por los medios de comunicación y publicación electrónica personal” (De Ugarte).

Sucedió en mayo de este año cuando las redes sociales estallaron ante un desmedido paro del transporte en La Paz y pasó antes cuando a través de Facebook y Twitter se convocó a los paceños a recibir a la VIII marcha indígena, que se oponía a la construcción de una carretera en una reserva ecológica.

Fueron timbres de alerta ante los que el poder reaccionó aún con timidez. Pero luego se vino la IX marcha, con menos efecto que la anterior en el campo político, pero con ciberciudadanos mejor organizados.

Sin embargo, como refiere De Ugarte, “el ciberactivismo con éxito tiene mucho de profecía autocumplida”. Al respecto, valga la pena recordar experiencias como Elecciones 2.0 (durante la contienda electoral de diciembre de 2009), cuando, como recuerda el activista Mario Durán, se intentó “utilizar las herramientas de la web para que la gente muestre, con relatos propios, las elecciones desde diversos puntos de Bolivia, pero, hay que reconocerlo, “muchas veces las expectativas fueron superiores a la realidad”.

Están también en esta línea, aunque con mejores resultados y más apoyo, la campaña para mejorar las condiciones de acceso a internet, que ya reúne a cerca de 9 mil miembros y la defensa de un espacio cultural en Santa Cruz de la Sierra, conocido como Manzana 1, que obtuvo 5 mil seguidores en menos de un día, y que al final ayudó en frenar la decisión del gobierno municipal de esa ciudad de emplear ese sector en otros fines.

Finalmente, otra experiencia, aunque no directamente relacionada con el ciberactivismo, y que incluso fue amplificada por la cadena CNN, fue la organizada por la Fundación Redes en la población de Carhuisa, en el altiplano boliviano, con el fin de hacer del celular un instrumento de desarrollo para la elaboración de reportajes en una unidad educativa.

En conclusión, como el propio Durán admite, el ciberactivismo en Bolivia “aún está en pañales”, aunque con el brío de quienes asumen el reto de “hacer visible el disenso y romper la pasividad”. Hace falta sistematizar lo poco hecho y darle más impulso a los proyectos latentes.

Incide en esto último el que Bolivia tenga el servicio de internet más lento y más caro de la región: el costo promedio de conexión a internet de un megabits por segundo (Mbps) en Bolivia equivale al 78% del salario mínimo nacional. O que el uso de redes sociales no sea del todo generalizado (1,5 de 10 millones tienen una cuenta en Facebook) como en otros países.

Como fuere, gran parte de la población ha decidido tomarse en serio el ciberactivismo, y lo hace todavía con más preguntas y desafíos que respuestas, pero sin descanso ni demora. En esto, indudablemente, la ciudadanía, la ciberciudadanía, lleva ventaja. A manera de posdata y acorde con los nuevos tiempos, quienes lean estas líneas desde el portal de este medio podrán acceder a todos los hipervínculos de las frases subrayadas.