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Crónica de una farsa anunciada

El 7 de diciembre, en un acto político organizado por el gobierno en Trinidad, se ha procedido a lo que ellos denominaron el cierre o clausura de la consulta, pretendiendo demostrar que el Estado dio cumplimiento al mandato imperativo previsto en la Constitución Política del Estado (CPE) y normas internacionales acerca de la obligación de consultar con carácter previo a los pueblos indígenas en circunstancias de adoptar medidas legislativas o administrativas que puedan afectar al territorio en el que dichos pueblos habitan.

Sin embargo, es necesario ubicar las cosas en su verdadero lugar y calificar los hechos de acuerdo con su real significado. En rigor de verdad, nunca hubo consulta, por consiguiente no se puede cerrar lo que nunca se abrió;  existen razones de hecho y de derecho que respaldan esta aseveración, y si bien la construcción de la carretera que atraviese el corazón del TIPNIS (Territorio Indígena del Parque Nacional Isiboro Sécurre) constituirá un crimen de lesa humanidad por las consecuencias funestas que ésta acarreará, tienen prioridad otro tipo de intereses que están prevaleciendo, los cuales no guardan ninguna relación con las legítimas aspiraciones de los hermanos indígenas de tierras bajas.

¿Por qué afirmamos que jamás hubo consulta, por lo menos de acuerdo con las características y requisitos establecidos en el Convenio 169 de la OIT sobre Pueblos Indígenas y Tribales, la Declaración de las Naciones Unidas sobre Derechos de los Pueblos Indígenas y la propia Constitución? Veamos:

1. Los tres instrumentos jurídicos mencionados prevén la figura de la consulta a dichos pueblos, con carácter previo. Eso significa que el conjunto de decisiones adoptadas por el Gobierno, incluyendo la firma del contrato con una empresa brasileña a la que se le encomienda la realización de las obras, fue anticipado y unilateral, lo que pone en evidencia una primera violación: ignorar a los pueblos indígenas y resolver prescindiendo de ellos.

2. La consulta es de buena fe, así está definido jurídicamente. Sin embargo, ésa fue la ausencia constante en todo este proceso; jamás hubo un acercamiento sincero de las autoridades a la dirigencia indígena, por el contrario fue la represión política, la violencia y la vulneración de derechos lo que caracterizó a la actuación gubernamental. La prueba está en el bloqueo a la octava marcha en Yucumo por parte de grupos paragubernamentales, en los atropellos de Chaparina, en la impunidad manipulada de los autores de estos abusos vía Ministerio Público, en la promoción de una marcha protegida por la Policía y protagonizada por gente afín a las autoridades, en la llegada con regalos al TIPNIS, aprovechándose de la extrema necesidad y de pobreza de las familias que allá habitan. Estos antecedentes evidencian que hubo todo, menos buena fe.

3. Siguiendo los lineamientos jurídicos establecidos al efecto, la consulta debe darse respetando los usos y costumbres, creencias y prácticas culturales de los pueblos indígenas; sin embargo, el Gobierno está aplicando arbitrariamente el sistema de mayorías y minorías, estableciendo ciertos acuerdos con grupos no representativos del territorio a ser afectado.

4. La consulta debe materializarse respetando las representaciones orgánicas naturales de los pueblos indígenas, es decir, las autoridades legítimas de éstos. Al respecto, el Gobierno ignoró deliberadamente a esa dirigencia porque le resultaba contestataria y optó por promover el surgimiento de representaciones paralelas con los que armó toda una farsa, simulando la realización de la consulta, donde obviamente estos falsos representantes terminan “autorizando” la construcción de la carretera. Otra violación ostensible de derechos, y muy peligrosa por sus efectos, desnuda la intención perversa de incentivar la división en el seno de las comunidades indígenas para extinguir cualquier posibilidad de resistencia de éstos a las estrategias gubernamentales y desde luego debilitar su movimiento.

5. La consulta, necesariamente apunta a la búsqueda del consentimiento, permitiendo que el Estado a partir de este logro adopte las medidas y acciones pertinentes para realizar un determinado proyecto. La resistencia ofrecida por los indígenas, y que tiende a continuar, amenazando con la oposición a la construcción de la carretera, constituye la prueba ostensible de que precisamente no hubo consentimiento alguno. Las afirmaciones anteriores están respaldadas no sólo por el derecho internacional de los derechos humanos, sino por la abundante jurisprudencia existente al efecto, tanto de la Corte Interamericana de Derechos Humanos como de los tribunales nacionales.

Convengamos, por consiguiente, que más allá del despliegue de recursos materiales y económicos sin cumplir elementales normas y procedimientos previstos para garantizar un manejo idóneo de dineros del Estado, anomalía que por razones obvias jamás será observada por la Contraloría General del Estado, estamos advirtiendo una cadena de actos que de principio a fin no sólo que son ilegales, sino que forman parte de una especie de crónica de una farsa anunciada. Tratar de mostrarle al país y a la comunidad internacional que hubo consulta para el caso de la construcción de la carretera que atraviese el TIPNIS es insultar la inteligencia y el sentido común de la ciudadanía; son múltiples las denuncias de personas y comunidades indígenas respecto a los esfuerzos gubernamentales de forzar la figura de la consulta que nunca existió; por tanto, insisto en la afirmación de que no se puede cerrar algo que nunca empezó.

Este desenlace fatal respecto al problema suscitado con el TIPNIS  constituye uno de los antecedentes más nefastos para los 30 años de democracia, significa un retroceso en el contexto de los mezquinos avances logrados bajo regímenes constitucionales en las tres últimas décadas, toda vez que resulta contradictorio que durante la gestión de un presidente indígena se haya materializado una represión sañuda precisamente contra indígenas; se muestre una sintomática obsesión por construir una carretera que atenta contra la biodiversidad y una de las más importantes reservas ecológicas del país, se incentive la confrontación en este sector y se establezca hacia adelante por conveniencia política una estratificación social estableciendo una escala: indígenas de primera (los que no protestan y se dejan sobornar) e indígenas de segunda (los contestatarios, por tanto enemigos del cambio).

El acontecimiento “victorioso” organizado el 7 de diciembre en Trinidad, con recursos económicos del pueblo, sin posibilidad de fiscalización, en rigor de verdad constituye una victoria pírrica; no beneficiará al país, mucho menos a los pueblos indígenas, y desnuda a un Gobierno que es capaz de acudir a cualquier juego sucio para vencer sus batallas, en el marco de un escenario de permanente confrontación con la sociedad civil. Resulta preocupante que en cada conflicto suscitado, donde un determinado sector reclame por sus derechos, se asimile el problema como si se tratase de un cuadrilátero en el que el Gobierno debe ganar y pisotear a su enemigo, olvidándose que es la concertación la clave para solucionar problemas.

Esta crónica de una farsa anunciada es el testimonio vivo de que para los actuales administradores del Estado los derechos de los pueblos indígenas sólo son un discurso que lo utilizaron en función de sus intereses; las víctimas siguen siendo ciudadanos de segunda, pese a la democracia.