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Benedicto y la Ciudad de Dios

La renuncia del papa Benedicto XVI creó dos tipos de corrientes dentro la Iglesia Católica y de la opinión pública mundial. La más conservadora considera que un pontífice no debería renunciar, pues sería como “bajarse de la cruz”, y una más progresista, que admite la renuncia en caso que esté en juego un bien mucho mayor como la renovación de la Iglesia. Para comprender los alcances de la renuncia de Benedicto XVI es necesario ver a la Iglesia no sólo como un espacio únicamente teológico sino terrenal, en el que se entremezclan intereses humanos sublimes y bajos, desprovistos de todo interés personal, pero que paralelamente se ve influenciada por el pecado y limitaciones de sus miembros. Permíteseme hacer un análisis de contenido político de la situación de la Iglesia, que, aunque insuficiente, nos ayudaría a entender lo que pasa.   

Benedicto XVI fue víctima de una injusta comparación con su antecesor. Los cientos de millones de católicos en el mundo quedaron deslumbrados por las cualidades de Juan Pablo II, por su carisma, su entrega y su cercanía a los jóvenes. Joseph Ratzinger tuvo que lidiar con la sombra de Wojtila al no presentar una imagen carismática del mismo porte; el alemán, un hombre dedicado a la doctrina y la intelectualidad desde joven, mientras que el polaco, un hombre con vocación de pastor incuestionable. Desde círculos de la misma Iglesia se habla que Ratzinger, siendo cardenal, fue testigo de cómo un Papa cansado y sin fuerzas quedaba apartado de las decisiones que debían tomarse dentro de la Iglesia; fue el tiempo en que salieron a la luz los escándalos de abusos sexuales a niños y adolescentes por parte del clero en Estados Unidos y Europa.

Durante los últimos años del pontificado de Juan Pablo II salió a la luz el escándalo sexual más grande que la Iglesia conoció y que develó la vulnerabilidad de la estructura eclesiástica ante el pecado de los hombres. El autor de ese escándalo se llamaba Marcial Maciel, sacerdote que fue cercanísimo al difunto pontífice. Un artículo del teólogo Gonzales Faus, que titula ¿Dónde vas, Pedro?, advierte que el motivo principal de la falta de fuerzas de Benedicto XVI es la estructura que busca ocultar los escándalos de abusos sexuales y, en especial, la sombra de Maciel que sería más alta que la de un ciprés. Maciel fue un sacerdote mexicano fundador de la poderosa congregación Legionarios de Cristo, comparada en fuerza apostólica con la Compañía de Jesús de siglos pasados, y caracterizada por sus importantes contribuciones económicas a la Sede de Pedro. El entonces cardenal Ratzinger fue el que recibió al menos una decena de denuncias de las víctimas de abuso sexual de Maciel que, además, aseguraban que consumía drogas. Las denuncias fueron incuestionables y tuvieron en la década de 2000 un impacto determinante dentro la justicia e iglesia mexicanas. Una vez Ratzinger en el papado, condenó a Maciel a desaparecer de la vida pública. Fue una de las medidas inmediatas del pontífice que es acusado de cobardía por renunciar.

No me extrañaría que detrás de la renuncia de Benedicto XVI exista una sabia estrategia de renovación interior de la Iglesia y que el argumento de su falta de fuerzas sea tan sólo una medida tangencial que le permita a Ratzinger ser un espectador de alta influencia moral para que un nuevo Papa, con juventud y vigor, sea capaz de transformar una institución milenaria que debe cuanto antes mostrar que es útil para la humanidad de estos tiempos.

Quizás el desafío de la Iglesia para el siglo XXI deba ser contribuir a la “ciudad de los hombres” al mismo tiempo del anuncio de la “ciudad de Dios”, como decía San Agustín. El Papa saliente, imbuido de fuerzas, advirtió que una de las tentaciones de los ministros de Dios es la búsqueda de la aprobación, las comodidades, además de que fue capaz de denunciar hipocresía dentro de la Santa Sede. Si no tuviera fuerzas no lo hubiese dicho, razón por demás contundente de que existe alguna razón más por la que renunció y que con probabilidad sea anuncio de una fuerte reestructuración. Dicha renovación deberá enfrentar el llamado “cisma silencioso”, que es la separación entre los mandatos de la Iglesia y su incumplimiento por parte de los fieles. Dicho de otra forma, la Iglesia debe afrontar el problema que los católicos se declaren tales, pero no se identifiquen con las posturas y mandatos del Vaticano.

¿En qué consiste la renovación de la Iglesia? A priori, puedo mencionar dos, una política y otra doctrinaria.

La renovación política está referida a su organización y la distribución del poder. La jerarquía eclesial caracterizada por tener miembros célibes y todos varones se ve constantemente interpelada por la democratización creciente de las sociedades. Mientras en la Iglesia se toman decisiones de arriba para abajo, la gente ha aprendido a estructurar sus decisiones de abajo hacia arriba. Dentro de la jerarquía eclesial no existe equidad de género y esto significa un contrasentido para las sociedades que están aprendiendo a otorgar en justicia espacios a las mujeres. Un extremo de esto último es que existen congregaciones femeninas dedicadas únicamente a la atención de los sacerdotes. Las cientos de congregaciones religiosas de mujeres no tienen canales abiertos para decidir sobre temas estructurales de la Iglesia, no participan en sínodos de obispos, no hay mujeres en cónclaves. El mismo inconveniente lo sufren los varones no célibes, que por cosas de la vida tienen una familia; los laicos —incluso dentro de las parroquias— están por su condición subordinados a la voluntad del sacerdote párroco. En muchos aspectos la pluralidad de la Iglesia se limita a ser litúrgica y apostólica, más no decisional y política. La apertura hacia los laicos y a las mujeres podría ser un gran signo de renovación.

Finalmente, está la renovación doctrinal. Acá no estoy sugiriendo que se cambien las bases teológicas de la Iglesia; por el contrario, consiste en un reajuste de la posición de Roma en cuanto a la natalidad y la sexualidad de hombres y mujeres. A una institución criticada por el mal manejo de la sexualidad de sus miembros no le queda más que aprender a ver con misericordia a todos hombres y a ampliar su mirada para adecuarse a los nuevos tiempos. No se trata de que el Papa utilice o no el Twitter para evangelizar (cosa muy buena), sino que se adecúe a los métodos que la humanidad ha encontrado para organizarse. Es fundamental que la Iglesia comprenda que el control adecuado de la natalidad está intrínsecamente relacionado con el sueño de justicia de Jesús de Nazaret y que en un mundo plural no debe excluirse a las personas por su orientación sexual, pues también ellas saben orar y creer.