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Dignidad y convivencia urbanas

Cuando se habla de democracia en Bolivia de inmediato las miradas se dirigen hacia arriba, muy arriba; no se sabe bien qué tan arriba ni hacia qué. Es una abstracción de tal nebulosidad que termina siendo un comodín que sirve cuando se quiere no aterrizar, no hablar de las responsabilidades concretas de nadie, o cuando se quiere sonar sabios, rimbombantes: “La democracia”, caramba, qué cosa tan seria.

Ante tal ampulosidad inexpugnable, a los ciudadanos de a pie nos toca ponernos creativos y algo perspicaces. Perspicaces, por ejemplo, para darnos cuenta de que nos la están charlando a propósito.

Así es que, sin mayor bagaje teórico, y con aún menos experiencia, un grupo de nosotros, los de a pie (en realidad, uso el auto de mi esposa, pero se entiende mi punto), decidimos darnos la tarea de encontrarle un giro al asunto y buscar una grietita desde la cual dotar a esa palabrota de un significado más real y práctico, sobre todo para que no nos la sigan charlando.

Sin ningún ánimo de reinventar la pólvora, nos preguntamos: ¿se puede hablar de democracia entre vecinos, entre ciudadanos atareados en su cotidianidad? ¿Sin “filosofar” mucho, digamos? Es que a los cruceños eso nos aburre un poco, dicen.

Se puede, nos respondimos. El ámbito urbano es justamente el escenario perfecto para redescubrir ese significado escondido.

Y es que el nivel nacional es tan complejo. Y el nivel plurinacional, tan pluricomplejo, que no hay cómo no enredarse. En cambio, una ciudad, por grandota que sea, lo hace todo más gráfico y sencillito.

Listo, ahora dejemos de usar la palabra “democracia”, y sustituyámosla por una de sus definiciones. No ya la de Platón ni la de Aristóteles, sino una más fresquita, la del colombiano José Bernardo Toro. Dice este tipo genial que la democracia es una cosmovisión, es decir, una forma de ordenar el mundo; que es una construcción continua y colectiva y, por tanto, no se puede decretar, sino sólo vivir y construir; que no se construye sobre leyes, sino sobre principios de orden ético. Y, por último, que es “una opción de sociedad que expresa una forma de ver, interpretar y ordenar el mundo en función del respeto por los derechos humanos.” Eso. La ilustre declaración de 1948.
Remata Toro con esto: “La democracia es el proyecto de la dignidad humana”. Listo, ahí está. ¿Se puede aterrizar más aún? Difícil.

Entonces, buscamos la dignidad para todos, por decisión colectiva.

Y esto me trae por fin al tema sobre el que quiero escribir. Quiero escribir sobre dignidad y convivencia.

Santa Cruz de la Sierra, municipio con un par de millones de ciudadanos (nos deben ese dato a todos los bolivianos) pierde calidad de vida a gran velocidad. Una afirmación así de temeraria en el papel, se vuelve de perogrullo al vivir el día a día y el año a año en esta urbe en la que es cada vez más difícil satisfacer las más elementales necesidades humanas.

Para saber más concretamente a qué velocidad se nos va poniendo más y más difícil ser felices acá, e identificar dónde están las causas concretas, los mecanismos que fallan, los palos en la rueda, es que el Movimiento Ciudadano Santa Cruz Cómo Vamos, inspirado por los más de 60 movimientos y observatorios que conforman la Red Latinoamericana por Ciudades Justas, Democráticas y Sustentables, diseñó el año pasado su propia batería de 150 Indicadores Ciudadanos de Calidad de Vida. En el proceso de ese estudio, llevado a cabo en base a un referente de la ciudad soñada, y no de manera fría y aséptica, fue abriéndose espacio y ganando peso el rol del propio ciudadano en la construcción de esa ciudad, y ya no sólo de las condiciones que configuran un cuadro. Me explico mejor: a los datos “duros”, que parecían en un comienzo los más importantes de relevar, les fueron disputando la cancha aquellos datos referidos a nuestros hábitos, nuestras maneras de actuar y de relacionarnos. Es decir, nuestro nivel de cultura ciudadana.

Y en esto nos parecemos mucho todos los bolivianos. Es de esas cosas que nos unen. Y es que somos un desastre conviviendo en bollo. La vida apacible de los pueblos —en oriente u occidente— se transforma como siguiendo una fórmula en un gigantesco escenario de ruido y violencia en tanto superamos el umbral de “ciudad grande”.

Y no habría forma de que esto fuese distinto: con un sistema educativo tan deficiente como el boliviano, y tantas autoridades locales tan interesadas en gobernar poblaciones ignorantes de sus derechos y responsabilidades (el prebendalismo necesita de ese fértil terreno para funcionar), una cultura de la sana convivencia no iba a surgir por generación espontánea: ciudadano se hace, no se nace. Es decir, no tiene que ver —perdónenme la obviedad, superada hace siglos— con ninguna cualidad intrínseca al ser humano: no somos ni más ni menos brutos que los finlandeses, ni más ni menos vivos que los canadienses. En principio. Pero al final, nos embrutecemos y nos volvemos “vivísimos” en extremo por nuestros propios mecanismos defectuosos para vivir en democracia. Ahí está de nuevo la palabrita. Para vivir con dignidad, todos, habíamos dicho.

Y es que, ¿qué más indigno que vivir entre la basura? ¿O pelear a gritos con un vecino que defiende su “derecho” a darle al karaoke en el patio a las cuatro de la mañana porque es su cumpleaños? ¿O no poder caminar por tu vereda porque un prepotente dejó su vagoneta estacionada ahí? ¿O ver cómo en tus narices algunas autoridades negocian el futuro de todos por un poco más de miserable poder? Ahí no hay dignidad. Eso no es democracia.

Es decir, una ciudadanía que no respeta personas ni bienes públicos, que ha perdido su capacidad de fiscalizar y orientar a sus autoridades, que recurre a la “cultura del atajo” siempre con la justificación lista para ser pronunciada, es una ciudadanía disfuncional.

Bueno, ¿y eso cómo se cambia? La primera tentación es el “que se vayan todos”: barrer con los políticos, barrer con los maestros, barrer con los comerciantes, barrer con los micreros, todos ellos crueles responsables de nuestras desgracias. Pero, ¿quiénes los reemplazan? Más de nosotros, es decir, más de lo mismo. Formar ciudadanía es imprescindible para romper el círculo.

Esto me acerca al meollo: en las ciudades de La Paz y Santa Cruz se han venido desarrollando procesos paralelos que nos ayudan a aprender. Durante los últimos diez años, ambas ciudades han comenzado procesos de formación ciudadana. En Santa Cruz, se implementó desde la sociedad civil, como resultado de lo acordado en repetidos foros urbanos, mientras que en La Paz se lo hizo desde el gobierno municipal.

No hay punto de comparación en el nivel de impacto obtenido, dada la escala de los esfuerzos municipales paceños versus las reducidas posibilidades de una sola institución civil pequeña en Santa Cruz. Es lo lógico además que esta función debe ser asumida por el Estado local. Es lo legal.

Sin embargo, la experiencia cruceña deja aprendizajes importantísimos, no sólo en términos de haber producido diagnósticos de nuestra cultura ciudadana muy valiosos, o haber descubierto las diversas formas y lenguajes con las que se puede exitosamente hablar con los cruceños.

El año pasado, conversando apasionadamente con los amigos y amigas del equipo de cultura ciudadana del municipio paceño que nos visitaron para el Foro Urbano “Cultura Ciudadana y Calidad de Vida: el rol del ciudadano en la construcción de una ciudad justa, democrática y sustentable”, saltó a la mesa un tema que no olvido. Eran los días en que la ciudadanía cruceña diera un “manzanazo”, frenando las pretensiones de un asambleísta que quiso expulsar la más querida galería de arte de la ciudad para ampliar las oficinas para la brigada parlamentaria. Impresionados por ese evento y por lo atestiguado en las mesas de trabajo en el foro, en las que se discutió apasionadamente y se vieron germinar las primeras alianzas para una campaña permanente de formación ciudadana, los colegas paceños me confesaron su sana envidia, porque veían mucha mística en la ciudadanía, una gran pasión y muchas ganas de aportar. Me confesaron que a ratos les costaba un poco despertar eso en la ciudadanía paceña. No pude hacer otra cosa que reír, porque nuestras sanas envidias eran complementarias: yo envidiaba tener un gobierno municipal que asuma la tarea de formar ciudadanía.

Y es que el proceso permanente de formación ciudadana tiene justamente varios pilares complementarios. Uno de ellos es el de la información, de la comunicación, de las campañas. Y en Santa Cruz, ahí es donde ha intervenido la sociedad civil. Pero los otros dos pilares no los puede aportar nadie más que el estado local, es decir: crear las condiciones para cumplir con lo que se nos pide en las campañas, y controlar y eventualmente sancionar a quienes a pesar de todo, no cumplen.

En días pasados, Santa Cruz presentó otro intento desde la sociedad civil, otro empujoncito hacia una cultura ciudadana de la sana convivencia. La Revolución Jigote es una campaña de formación ciudadana de diez años, propuesta desde la propia  ciudadanía, y a la que se están adhiriendo de un modo muy emocionante muchas instituciones y personas dispuestas a sumar esfuerzos. Se respira un aire especial en torno a esta campaña, y la mecha incluso ha llegado a encenderse accidentalmente en varias otras ciudades del país, que exigen sus propias revoluciones del comportamiento.

Y es que es nuestro comportamiento sobre la base de una ética compartida, el que tiene el potencial de transformar la realidad para que sí sea posible la dignidad para todos. Eso incluye, claro está, desde el acto íntimo de la honestidad y la sonrisa, hasta el acto público de la interpelación al poder. La jocha recién comienza.