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Espionaje

El presidente estadounidense, Barack Obama, reconoció finalmente que en materia de espionaje hay ciudadanos de primera y ciudadanos de segunda. O mejor: a la hora de violar la privacidad de las personas, unos son ciudadanos y los demás —a la sazón la mayoría de habitantes del mundo— son potenciales terroristas. Y con esa maniquea distinción se reserva el derecho incontestable de aplicar selectivamente su “muy reducido” programa de vigilancia imperial.

“No estamos mirando los correos electrónicos de nadie en Alemania o en Francia”, le dijo a su colega Merkel ante la Puerta de Brandenburgo. En rigor, aseguró que no espían a ningún europeo (ni israelita, le faltó agregar). Tampoco vigilan —jura Obama— a los suyos. ¿Y los demás? ¿Los latinoamericanos, asiáticos, árabes, africanos? ¿Los “no ciudadanos” del otro lado de la línea? ¿Los sospechosos de portar en la piel armas de destrucción masiva?

Esta diferencia entre territorios del bien —donde viven los ciudadanos con derechos— y ejes del mal —de donde provienen los “elementos” bajo sospecha— tiene su cara más grosera en la prisión de Guantánamo. Y también la más hipócrita: el país que pontifica libertades mantiene encerrados, sin juicio y con tortura, a cientos de “extremistas” —todos musulmanes— en una tierra de nadie, donde los derechos humanos están suspendidos.

Claro que Obama prometió en campaña e insiste en su deseo de cerrar Guantánamo. “Es caro y es ineficaz, daña nuestra imagen”, dice. Pero sus halcones-gallina, que son más fuertes, no ceden. Tampoco dejan al fallido Nobel de la Paz eliminar la Ley de Vigilancia e Inteligencia Extranjera, que permite a las agencias estadounidenses espiar las comunicaciones de cualquier sospechoso de ser “un riesgo para la seguridad nacional”.

Con esa lógica, el Dron Obama hace “pequeñas concesiones” para prevenir ataques terroristas. “No se puede tener un 100% de seguridad y un 100% de privacidad”, razona. ¿Y el programa de espionaje secreto de la develada Agencia de Seguridad Nacional (NSA)? Sólo afecta mínimamente la privacidad de algunos —justifica—, pero el precio vale la pena. El problema es que esos “algunos” somos el 99%. Y nos seguimos yendo, bien vigilados, a la mierda.