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Herejes y apóstatas del MAS

La sentencia vicepresidencial de enero 9 de este año contra los disconformes, advirtiéndoles que “quienes quieren ser librepensantes (sic)[…], tienen todo el derecho,[…] pero en otro lado, no en el instrumento político”, no condena un brote inicial de las expresiones disidentes dentro del Movimiento Al Socialismo (MAS), ya que las más significativas se manifestaron en 2011 provocadas por el  conflicto en el Territorio Indígena del Parque Nacional Isiboro Sécure (TIPNIS), pero no  antes, ya que el “gasolinazo” de 2010 no fue cuestionado públicamente por ningún alto funcionario, cuadro partidario ni dirigente de cualquiera de las organizaciones sociales aliadas del partido gobernante.

Aunque quiera ponerse el acento en la disciplina antes que en lo de librepensadores, que se ha convertido en la expresión masista para desdeñar a los críticos, es bueno tener en cuenta que empezó a llamarse así a quienes reivindicaban una “independencia absoluta de todo criterio sobrenatural para la razón individual” (Diccionario de la Real Academia Española) y de manera más contemporánea, a quienes “forman sus opiniones sobre la base del análisis imparcial de hechos y que es dueño de sus propias decisiones, independientemente de la imposición dogmática de alguna institución, religión, tradición específica, partido o movimiento activista que busque imponer su punto de vista ideológico o filosófico”.

Los antecedentes de la mutación de un movimiento de liberación en  un aparato que no acepta que su militancia sea fiel, antes que nada, a su propio discernimiento, aparecen embrionariamente en un artículo periodístico, firmado por el hoy Segundo Mandatario, con el título de El evismo: lo nacional popular en acción, antes del ascenso al Gobierno. Allá se postula al “evismo” como “una estrategia de poder fundada en los movimientos sociales” y se aclara que se trata de una corriente estrechamente vinculada a una personalidad que puede representarla, pero que no se limita ni agota en ella, porque sería “un tercer intento histórico indígena por redistribuir el poder compartiéndolo con no indígenas” (ídem).

Pero, ocurre que con  el ejercicio práctico del poder los dirigentes partidarios y la alta burocracia estatal concluyeron que, en primer lugar, dadas las características organizativas del movimiento-partido que gobierna, y secundariamente por condicionantes culturales y políticos, la manera más provechosa y segura de preservar, concentrar y expandir su propio espacio de poder es asegurar su proximidad con el conductor máximo del partido y el Estado. De la consolidación de un séquito hay un paso corto al establecimiento de un culto, que todavía hila un discurso indígena y comunitario, mientras se concentra en el despliegue de técnicas propagandísticas que afirman y proyectan la presencia mítica individual, no de los sujetos colectivos a los que se representa, sino del individuo (un grupo en realidad) que trata de enajenar y suplantar la acción y decisión social.

De allí que las prácticas internas deriven en un verticalismo secante y que la lealtad se mida en términos de subordinación, acatamiento y sumisión, justificados por un confuso y arcaico discurso que vitupera a las clases medias, escamoteando que el conjunto del equipo de conducción estatal tiene dicha procedencia y que su proyecto actual ampara e impulsa a los grupos más prósperos y con mayor capacidad de acumulación de esa franja social. Se usan resortes ideológicos para oscurecer esa deriva y así la condena contra quienes discrepan tiene que recalar en insulto, “resentidos pequeño burgueses”, y el tratamiento que se les otorga se asemeja a la excomunión de apóstatas y herejes, traidores de la fe.

Intenta perfeccionarse de esta manera la enajenación de la obra y acción colectiva que permitieron la actual apertura histórica, como creación de un caudillo y una corte de incondicionales, de quienes dependería el éxito y la suerte del proyecto liberador y que merecen en consecuencia beneficios y privilegios particulares, individuales y sectoriales.

La mayor debilidad política de  quienes han roto con la nueva burguesía burocrática consiste en que abrieron sus discrepancias al debate público después de haber sido excluidos del aparato. Las personas (ya que hasta este momento no se perfilan corrientes) que se han atrevido a criticar a las políticas y a los jefes lo han hecho desde afuera o desde el llano. De este modo, las rupturas internas no han mellado el monolitismo de la organización partidaria ni han conseguido aproximarse al punto en que alcancen a ser una referencia para los recelos e inquietudes que produce en la base social el conjunto de señales que muestran cómo su dirección se va apartando del mandato encomendado. Quienes encabezan este proceso no ocupan su sitio accidentalmente. Están allí porque conquistaron un grado extremo de confianza otorgado por un movimiento popular movilizado.

Los métodos que utilizan en su partido para ahogar la crítica interna son más propios de sectas que de instrumento de masas conscientes que construyen las bases de su autogobierno. Los mecanismos con que buscan humillar a sus críticos se aproximan a una crucifixión simbólica de infieles religiosos.

Es suficientemente peligroso que las tácticas de disuasión de díscolos, herejes o “resentidos”, administradas en el plano de lucha interna de facciones, revienten los mínimos estándares democráticos, pero lo que supera cualquier nivel aceptable de alarma es que se extiendan iguales procedimientos a grupos sociales, organizaciones y pueblos, tratados al borde de la proscripción, mediante un acoso metódico, el desconocimiento de sus derechos, y la amenaza de despojo, cual está pasando con pueblos indígenas de tierras bajas, o sectores obreros. Es un inconfundible anuncio de que el universo de herejes e indeseables seguirá aumentando tanto como se lo permita la resistencia colectiva al acaparamiento de control y riquezas que ostenta el nuevo bloque de poder.