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¡Ay de los vencidos!

Vae Victis! (¡Ay de los vencidos!) es una expresión que describe la terrible verdad en la que el derrotado está entregado a los caprichos del vencedor.  La humanidad había aceptado como válida la expresión de que la historia la escriben los vencedores. Aparentemente, eso ya no sirve. La historia ya no la escriben los que vencen, sino que la vencen los que escriben. Pero el mundo ya tiene muchos escribas, demasiados, aunque alguien asegure que nunca es demasiado para escribir o para leer y que hoy está muy lejos el momento en que Heródoto escribía en su primer libro de historia lo siguiente:

“Heródoto de Halicarnaso presenta aquí los resultados de su investigación para que el tiempo no abata el recuerdo de las acciones humanas y que las grandes empresas acometidas, ya sea por los griegos, ya por los bárbaros, no caigan en olvido; da también razón del conflicto que enfrentó a estos dos pueblos”.

Pero Heródoto, considerado el padre de la Historia, podría ser también el padre del paraguas, porque lo abría antes de que llueva y aseguraba que  era consciente del carácter parcial y poco fiable de sus fuentes, por lo que escribió: “Me veo en el deber de referir lo que se me cuenta, pero no a creérmelo todo a rajatabla. Esta afirmación es aplicable a la totalidad de mi obra”.

Sabio este hombre, que vivió como 500 años antes de Cristo.

A tal punto llega esto, que la visión que prevalece actualmente sobre Heródoto es que, en general, hizo un buen trabajo en su historia, pero, por ejemplo, en la heroica y romántica historia de los 300 héroes, algunos detalles específicos —en especial el número de soldados, circunstancias y muertos— deberían observarse con escepticismo. Por eso sigue habiendo algunos historiadores que consideran que Heródoto inventó gran parte de esa historia.

Desde aquella vez, la historia se ha transmitido a través de muchos recursos: el oral, la interpretación de dibujos o la escritura a veces mal leída, mal interpretada o mal traducida; los cuentos a veces exagerados de los abuelos que recogieron de sus no menos exagerados abuelos y que por eso hoy lo falso dejó de ser falso y, para muchos otros, esa falsedad se avino a fuente periodística, oráculo de Delfos, pueblo originario, referencia didáctica o simple patrimonio cultural de la humanidad.

El escepticismo sigue hoy a pesar de las historias que vemos con nuestros propios ojos, y nos gusta más esa tendencia de darle más crédito a la teoría de la conspiración que a los hechos reales y que termina haciéndonos dudar de todo. ¿Llegó el hombre a la luna? ¿Está Elvis Presley vivo?  Ese tipo de preguntas son las que nos hacemos todos cuando se trata de creer que los poderosos del mundo conspiran constantemente. Por eso fue muy fácil para el director Oliver Stone, en la película JFK, poner en labios de Kevin Costner haciendo del fiscal Garrison, que investigó el asesinato de Kennedy, la teoría de “la bala mágica” cuando luego el mismo director de cine aseguró que filmó como un “contra mito” al “mito ficticio” de la Comisión Warren, que investigó el asesinato del presidente estadounidense.

Tal es la avalancha de las teo-rías conspirativas que hay quien pone hoy en duda que se hayan asesinado a millones de judíos en los campos de concentración nazis. Y hay más: que el atentado a las Torres Gemelas de Nueva York fue obra del propio Gobierno estadounidense para justificar una invasión a países árabes.

Cada vez que muere alguien importante, las teorías vuelven: Castro hizo matar a Camilo Cienfuegos porque supuestamente tenía más apoyo que el dictador cubano; Juan Pablo I fue asesinado por la mafia. La teoría de la conspiración dice que lo encontraron muerto y sonriendo, y agregan muy serios que nadie que tenga ataque cardiaco sonríe. Claro, como si los asesinatos cometidos por la mafia pudieran hacerte sonreír.

¿Quieren más? El área 54 y los Ovnis. La inquisición y millones  de muertos en América. Que la sábana santa, que el Triángulo de las Bermudas, que el monstruo de Loch Ness, que el Yeti, que la Constitución y un largo etcétera.

Bolivia tiene lo suyo. Hay quien cree que no fue un accidente en el que murió René Barrientos, que Germán Busch no se suicidó y que Bolivia es el país con más golpes de Estado de la historia.

Hace muchos años, cuando intentábamos reconstruir los hechos de Ñancahuazú  y la presencia del Che Guevara, en Bolivia, Jorge Kolle Cueto, un hombre que vivió de cerca los acontecimientos como primer secretario del Partido Comunista de Bolivia, nos dijo “aún no es tiempo de la historia” y agregó que no hay peor historia que aquélla que escriben los protagonistas interesados.

Aunque, claro, si se espera mucho, se corre el riesgo también de que la historia se pierda entre anécdotas, dimes y diretes, y hechos no comprobados o escuchados al pasar por fuentes nada confiables.

A diez años de la masacre de octubre, los recuerdos están muy frescos y el dolor subsiste entre los que sufrieron ese momento amargo. Se han “descubierto” nuevos elementos coincidentes con ese número cabalístico
que es el 10.

La Fiscalía ha apresurado sus tiempos  malgastados durante nueve años y, al acercarse ese 10, se ha acordado de iniciar trámites de extradición, traducir papeles, contratar abogados y, finalmente, aprender que genocidio no es lo mismo que asesinato.

Pero a los diez años del episodio, las cosas han dado para mucho más. Por ejemplo, para recordar que aquel “octubre negro” le pertenece a un movimiento y a nadie en particular. Para ratificar que ese octubre encumbró a los actuales mandatarios que han hecho poco por las víctimas. Para descubrir que Felipe Quispe ordenó a sus huestes atacar al Ejército. Para que los responsables de las muertes asomen la cabeza desde el exterior y aseguren que todo se hizo en nombre de preservar el orden público y que la democracia no se exprese en las calles con violencia. Para que los Sánchez prendan un ventilador que les salpica sólo a ellos. Para la floja teoría de que Gonzalo Sánchez de Lozada quiso suicidarse, pero que funciona como anzuelo en el marketing literario muy conveniente en los tiempos de feria de libros.

Nuestra memoria es indispensable para desempeñar todas nuestras actividades cotidianas y, en general, podemos confiar en ella. Pero, al mismo tiempo, es conveniente mantener una actitud escéptica sobre cuestiones que nos parezcan demasiado oscuras, que surjan con poca claridad de entre nuestros recuerdos, emociones o conveniencias políticas. Se llama síndrome de la memoria falsa, con la que es posible hacer que una persona recuerde, incluso vívidamente, algo que nunca le sucedió.