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La suprema felicidad

Hace mucho tiempo aprendí del buen Benedetti que la tristeza, esa señora del manantial infinito, es otra de las alegrías de la vida. Y en esa condición, tristeza-alegría, hay que defenderla “como una trinchera”. O mejor: como destino-bandera.

Después supe por lección propia que LA alegría y LA tristeza, con mayúsculas, no existen. Lo que nos habitan/habitamos son pequeñas alegrías, tristezas provisionales. Y que cualquiera de ellas, tristeza-alegría, es de quien la trabaja.

¿Y la felicidad? Es solamente una desviación estándar o, en rigor, un tratado. A no ser que la conviertas en “ranking”, como se hace desde 2011 por mandato de las Naciones Unidas. Entonces podrás “medir la felicidad de los pueblos”. Qué tal. Y así obtienes un “reporte de la felicidad”.

¿Cómo “medir” la felicidad? El citado ranking combina tres factores: el bienestar de los habitantes (no el que tienen, sino el que dicen tener), la esperanza de vida y la “huella ecológica” de una nación.

Y así. ¿Qué países son más o menos (in)felices? El Informe sobre la Felicidad Mundial 2013 asegura sin atajos que en la cumbre de la felicidad están Dinamarca, Noruega y Suiza. ¿Y los más desgraciados o menos felices? Benín y Togo. Nuestra Bolivia (en vías de felicidad) ocupa el puesto 50 entre 159 países.

Pero hay más. Convencido de que la felicidad de una nación no solo se puede medir sino también institucionalizar, el maduro Gobierno bolivariano de Venezuela (que ocupa el puesto 20 en el citado Índice) acaba de crear el Viceministerio para “la Suprema Felicidad Social del Pueblo”.

¿Se imaginan? No sólo felicidad, sino felicidad suprema. ¿Cómo se consigue? Con misiones (de felicidad, por supuesto) dirigidas a sectores vulnerables, en especial a las personas con discapacidad y a las que viven en la calle (ancianos y niños).

Misiones que llegarán hasta el cielo, aseguran. Donde Bolívar y Chávez viven felices para siempre, dicen.