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In memoriam

Conocí en 1990 a la extraordinaria escribidora autora del libro relato de su vida Lo que Varguitas no dijo, Julia Urquidi Illanes. La Julia, boliviana nacida en Cochabamba, fue la primera esposa de Mario Vargas Llosa, quien visita mi país y el de mi amiga y hermana invitado por dirigentes bolivianos de la derecha radical.

Político liberal, viene en un par de días a Bolivia, al país del crecimiento económico extraordinario, del superávit permanente, de la inclusión y la no discriminación, al país donde más de un millón de pobres han transitado a la clase media; viene al país del satélite Túpac Katari, de la energía eólica y solar, del Dakar, de proyectos industriales que previenen crisis energética, alimenticia y climática. Vargas Llosa viene al país que preside el G-77+China, es decir, 133 países de los 190 que conforman las Naciones Unidas.

Es decir, viene a la Bolivia que no es más el patio trasero de ninguna potencia ni de ningún extranjero que pretenda mostrarnos cómo no somos ni volveremos a ser. Así como Vargas Llosa tiene derecho a visitar Bolivia, y el presidente Evo Morales le desea buena estadía, a mí me asiste el mismo derecho para expresar que me resulta una visita incómoda, pero no solo por razones políticas, sino por la Julia, mi hermana mayor y entrañable amiga.

La Julia, amiga de 20 años y considerada familia, murió el 10 de marzo de 2010, ocho meses antes de que Varguitas fuera galardonado con el Premio Nobel de Literatura. Solo su muerte pudo enterrar al fin la presencia imborrable, permanente y dolorosa del hombre.

Tenían 19 años el Varguitas y 29 la Julia cuando se enamoraron contra viento y marea, y viajaron a París a realizar el sueño de Vargas Llosa: escribir en la “ciudad de la luz” al lado de una mujer que viviría para él hasta que el escritor decidiera dejarla por Patricia, su actual esposa. Es sobrina de la Julia a quien llevó a París a los 17 años para que conociera el esplendor de la ciudad sin imaginar jamás que ello le costaría su matrimonio.

Sí, Varguitas se enamoró de su sobrina. Fue devastador para la Julia y no pudo superarlo nunca porque también perdió en un accidente aéreo a su otra sobrina a quien idolatraba: Wanda.

Ella se fue a París a acompañar a su escribidor, a leer los borradores de su escritor, a ordenar sus horarios para sus escrituras… Con ella festejó la buena noticia del premio otorgado a La ciudad y los perros; de ella se despidió enamorado y apasionado para ir a recoger ese galardón a Lima, y a su retorno irían al viaje de sus sueños… Y nunca más volvió. No ignoraba la Julia la diferencia de edad entre ella y el escribidor.

— Yo sabía que entre nosotros no era posible un “para siempre”, pero nunca imaginé que el final sea un nunca jamás en todo sentido. ¡Me siento en una caja oscura encerrada tantos años!

Así se lamentaba la Julia, tomando nuestra bebida “playa india”, que ella creó (vodka, amargo, jarabe y frutas de cereza y Canada Dry bien fría, con una pajuela de bambú), en la quinta del mismo nombre.

Playa India era nuestro refugio dominguero a orillas del río Piraí; sol, naturaleza, música de Parodi, Sosa, Chabela; bossa nova, jazz… donde solíamos encontrarnos los fines de semana varias amigas y amigos bohemios. La Julita desayunaba bien temprano con mi padre, con quien sí leía a Vargas Llosa (puesto que yo dejé de leerlo) y cantaba a mis hijas pequeñas que esperaban a su tía Julia, quien siempre les traía su caja de Batón, siempre risueña y de buen humor.

A Playa India iban gentes a conocerla y escucharla con admiración; claro, previa aceptación de ella. No le gustaba la prensa, pese a que era constantemente requerida. No aceptaba entrevistas.

“Distorsionan mi vida, la usan para lucrar, como lo hizo Mario convirtiendo en una telenovela de mal gusto nuestra vida. Fue humillante, denigrante. Mi vida convertida en un espectáculo sin ser siquiera consultada”, contaba con sus ojos húmedos y tristes. “No sé en qué momento a Mario lo único que le interesó fue vender, no escribir”.

“Yo fui y soy —contaba— todo lo que Varguitas no dijo en su novela, salvo Batuque, nuestro perro que él lo hace aparecer en varias de sus obras como otras cosas que fueron parte de nuestra vida”.

Mi hermana mayor, Julita, compraba dos libros del escribidor cada vez que se publicaban (Los cuadernos de don Rigoberto, El hablador, Travesuras de la niña mala, La fiesta del chivo, etc), uno para ella y otro para que yo leyera y le diera mi opinión. Pese a que ella sabía que a partir de su historia yo no volvería a leer nada del escribidor, ella sí lo leyó hasta su muerte y vio, leyó y siguió cada una de sus entrevistas y todos sus reportajes. Cuando Vargas Llosa escribió Los cuadernos de don Rigoberto, la Julia me llamó molesta y asqueada…

— ¿Leíste, hermana, el libro que te dejé? Ahora Mario escribe porquerías, es un libro asqueroso, lascivo; igual que la política que hace, política soberbia, política que menosprecia a los latinoamericanos, como si él fuera el único sabio y los demás idiotas (en referencia al libro Manual del perfecto idiota latinoamericano del que el hijo de Vargas Llosa, Álvaro, es coautor junto con Plinio Apuleyo Mendoza y Carlos Alberto Montane).

Cuando Varguitas escribió La Tía Julia y el escribidor, ella afirmaba que se sintió profundamente dolida porque el supuesto “homenaje” era una mentira comercial y por eso vino la respuesta de “La tía Julia” al escribidor en esa magnífica obra suya, Lo que Varguitas no dijo.

— Mario me muestra como una obsesiva enferma y no como una mujer enamorada de su marido, esposa y compañera. Me deja por los suelos.

“Mario no supo cerrar nuestra vida con un final al menos decente”,  aseguraba, y nos volvía a contar el final violento y desgarrador de su matrimonio.  El escribidor le dejó una carta en la que le advirtió que no lo busque, que era inútil, porque se había enamorado de su sobrina Patricia, y no volvería de Lima. Julia quedó sola en París, en esa ciudad a la que fue por él y para él.

En su libro Lo que Varguitas no dijo, la Julia relata la aterradora noche en que supo que su Varguitas ya no volvería más. Arañó todas las paredes hasta que sus uñas sangraron; le reclamó a la vida, a Dios y al cielo, y caminó las calles de la “ciudad de la luz” bajo la lluvia oscura y los faroles tristes, lluvia mezclada con lágrimas y el luto de su corazón…

— Era una doble pérdida, mi familia y mi Varguitas.

La Julia me contó que uno de los acuerdos con Mario fue que ella recibiría de por vida los dividendos de la novela La ciudad y los perros,

— Pero Mario se enojó mucho cuando escribí Lo que Varguitas no dijo y me quitó este derecho.

Mi Julita —por si el escribidor lo ignora— murió en Santa Cruz, empecinada en cerrar sin éxito el laberinto inconcluso de una vida que no tuvo un final de novela. Sus últimos días fueron de soledad. Teresa, quien trabajó para ella y la atendió con amor por muchos años, me llamaba para pedirme que no la dejemos sola, pues ya no podía salir de su cuarto y de su cama. Teresa y su familia, que radica en Santa Cruz, fueron las que la asistieron con amor.

— Yo no lo voy a olvidar nunca, hermana; ya no por amor, ya no por rencor, ya no por dolor, sino porque la vida teje relaciones que superan y trascienden el entendimiento y el olvido.

Al final de su vida, insistía mucho en “las cartas del escribidor” que ella recibía cada semana.

— No es que traicione a Patricia, no son cartas de amor; quiere reconciliarse con la vida para vivir en paz, y eso pasa porque yo le dé permiso para venir y no creo que deba venir a Bolivia.

— Julita, hermana, estás imaginando; ese tu escribidor no va a venir nunca a Bolivia ni te escribe cartas.

— No, hermana, es cierto, pero no te las puedo mostrar.

— ¿Y qué te escribe, Julita?

— Que se arrepiente de haberme causado tanto dolor y que vendrá a visitarme para explicarme algunas cosas, pero no puedo mostrarte las cartas; sería un lío si las dejo por ahí, así es que las quemo.

No estuve en Santa Cruz a la hora de su muerte. Me trasladé a La Paz a ser parte de la construcción de una Bolivia extraordinaria que cada día se edifica a sí misma.  Teresa me hablaba a menudo por teléfono. “No la deje sola, háblele”. Y yo me angustiaba, la llamaba por teléfono a gritos, pues ya casi no escuchaba.

— Cómo estás, Julita, mi hermana; ya voy el fin de semana.

— Aquí estoy leyendo las cartas de Mario que llegan a montones; ojalá no sea para escribir otro libro a mis costillas.

Se reía, porque nunca perdió su buen humor. “Habla a las amigas para los encargos que te di”, me pedía. Y yo hablaba: “Vayan, por favor, donde la Julia. Llévenle sus películas, manden a lavar sus cortinas altas”.

La última vez, a principios del año en que partió, llegamos a su casa con guitarra y “playa india” para amanecer con ella; pero no pasó una hora, llamó a Teresa y ordenó: “Teresa, despide a mis amigas, estoy cansada”.

Por eso, la visita de Vargas Llosa a Santa Cruz —donde vivió siendo muy querida y respetada y murió nuestra Julia, nuestra hermana y digna mujer boliviana, sin recibir jamás un saludo, menos unas letras de un escribidor que escribe tanto— me resulta ofensiva e incómoda.